Las Big Four y el futuro del trabajo

La inspección de trabajo realizada recientemente en las llamadas Big Four —las grandes empresas del norte de la capital madrileña— es, creo, una fantástica noticia. Lo es por varias razones que intentaré señalar a continuación, pero lo es, también y sobre todo, porque permite reabrir un viejo y fundamental debate de las sociedades modernas o capitalistas: el de qué hacer con el trabajo.

Este viejo debate de la tradición política dispone, creo, de tres, y solo tres, grandes alternativas: la primera piensa en la necesidad de un enriquecimiento, una mejora o una "desalienación" del trabajo, pues lo considera como fuente de realización personal y eje vertebrador del sentido individual y colectivo; la segunda alternativa pasa por regular no el contenido del trabajo sino, más bien, las condiciones de acceso y permanencia en el empleo para permitir vidas viables, horizontes estables, previsibles y confiables, pues considera que el empleo es la vía privilegiada para el acceso a la vida pública y el ejercicio de la ciudadanía; la tercera opción, por su parte, piensa en la necesaria superación o abolición del trabajo asalariado como forma de mediación o vínculo social general, pues el trabajo es aquí considerado la causa necesaria de la explotación, la dominación y la desigualdad estructural de las sociedades modernas.

En el primer caso, se trataría de unir algo que habría quedado artificialmente separado: unir al trabajador con los frutos de su trabajo y hacerle así dueño de las formas, los ritmos y los tiempos en los que lo realiza; en el segundo caso se trataría de unir al ciudadano con el estatuto laboral del que dispone, y por tanto dotarle de seguridad, libertad y estabilidad en sus horizontes de vida, es decir, proporcionarle una vida desplegada y ordenada en torno al trabajo asalariado y a todo aquello a lo que habilita socialmente; y la tercera alternativa busca, en claro contraste con las anteriores, separar, en lugar de unir, al sujeto y al trabajo, de tal forma que la identidad, los horizontes y las perspectivas de vida no dependan ya del tiempo dedicado al trabajo asalariado sino de un tiempo libre en tanto que liberado de él.

La inspección realizada recientemente en las llamadas 'Big Four' permite reabrir un viejo y fundamental debate de las sociedades modernas o capitalistas: el de qué hacer con el trabajo.

No pretendo, en las líneas que siguen, llevar el caso de las Big Four tan lejos, confrontarlo con estas grandes alternativas o adentrarme en las profundidades de este viejo pero sustantivo debate. Creo sin embargo importante hacer mención, para este y para cualquier otro debate en torno al trabajo, de este inevitable telón de fondo, acaso porque cualquier análisis que trate de cuestiones laborales, por concreto y situado que esté, acabará antes o después topándose con una de estas tres alternativas, o con una combinación más o menos virtuosa de las tres. Y algo diré sobre el tema para concluir esta columna. Veamos ahora más de cerca la importancia, creo que innegable, del significado político que puede tener la inspección de trabajo en las Big Four. Lo haré señalando siete elementos de análisis:

  • Uno, la inspección no ocurre en cualquier contexto histórico, sino en el momento mismo en el que está teniendo lugar una inesperada y rápida erosión del neoliberalismo, de su poder social y de su capacidad de convicción, movilización y mando tras la súbita vuelta del Estado gracias a los efectos de la pandemia, la guerra en Ucrania y la crisis climática (y de las turbulencias económicas, políticas y energéticas que han desencadenado). Es un momento, pues, del todo oportuno para avanzar en una disputa cultural contra los marcos ideológicos y los discursos de legitimación que no solo han definido las cuatro últimas décadas de austeridad, competencia generalizada y desregulación laboral, energética y financiera, sino que encuentran en las Big Four un símbolo especialmente apropiado tanto de su modo de funcionamiento como de sus prácticas y formas de subjetivación. O de eso que, ya a finales de los años setenta, Foucault definió como un desplazamiento que conducía de la lógica del trabajo y la producción a la del capital humano y la inversión: la consideración de los sujetos como empresarios de sí mismos y no ya como trabajadores; como inversores, por tanto, de su propio tiempo y de su propia biografía, como agentes responsables de modelarse, inventarse o hacerse a sí mismos y al margen de reglas colectivas y normas comunes. Un sujeto liberado, así, de la regulación y burocracia del Estado, de la disciplina laboral entendida como efecto de la repetición y la normalización; liberado, pues, de la disciplina de la fábrica y la sociedad fordista… aunque fuese para quedar sujetado a un sacrificio permanente de sí mismo.
  • Dos, es este marco discursivo y práctico, el de un sujeto idealmente dueño de su tiempo y de su destino, el que explica el recurso constante a la libertad que hacen estos días los defensores del sistema de trabajo y vida de las Big Four, es decir, la defensa de la libre elección de la autoexplotación como signo de una autonomía personal en una suerte de "Juegos del hambre" libremente elegidos. Se trata, claro, del recurso a una supuesta libertad para autodeterminar nuestra vida, nuestros horarios tanto como las formas de nuestra sujeción, una libertad que se presenta así como sinónimo de decisión y de gestión libre de sí pero que termina, claro, operando como el libre sacrificio de la propia vida.
  • Tres, conviene quizá aproximarse a las lógicas de fondo que permiten comprender algunas de las razones de esta paradójica libertad libremente anulada: un mecanismo de selección laboral y jerarquización social dada la escasez como criterio regulador, es decir, el sacrificio de muchos en vistas al éxito de pocos como lógica de selección y distribución de la población en un contexto de abundancia de población formada y escasez de oportunidades laborales. Un mecanismo perverso que ha construido toda una cultura en torno a la asociación de la libertad con la productividad laboral y la auoexplotación, o un sacrificio elegido que opera como búsqueda de reconocimiento y como rito de paso en el que la promesa (de formar parte de un entorno minoritario, de disponer por fin de altos salarios, de gozar del prestigio y el estatus construidos como resultado de la escasez) opera como criterio de legitimación tanto del sacrificio del presente como de la desigualdad creciente que lo define (de salarios, de ritmos y condiciones de trabajo, de horizontes laborales y vitales…).
  • Cuatro, nos suele resultar más fácil identificar esas dinámicas sacrificiales en espacios laborales como los de las torres del norte de Madrid, frecuentadas, en la realidad o en una imaginación excesivamente arquetípica de lo real, por hijos e hijas de una clase media o alta que construyen, en torno a esa cultura laboral, inequívocos signos de una distinción social elitista (trajes, corbatas y vestidos de marca, relojes, estilográficas, ritos de paso y acceso, culto externo al cuerpo y consumo ostentoso…), incluso en sujetos remunerados con muy bajos salarios. El desprecio a la lógica elitista de las Big Four, que no critico ni cuestiono, tiende sin embargo a ignorar que la lógica sacrificial del tiempo de vida rige de forma extraordinariamente similar en espacios laborales estructurados por prácticas de distinción cultural y simbólica menos elitistas y, seguramente, más cercanas a quienes desprecian el trabajo en las Big Four. Me refiero, por ejemplo, a la misma universidad pública en la que trabajo (con decenas de investigadores dedicados no solo a cumplir durante demasiados años con demasiadas voluntades ajenas y arbitrarias, sino a emplear cientos de horas en publicar demasiados artículos y realizar demasiadas investigaciones sin densidad o interés alguno, y con el único objetivo de acumular puntos para una ulterior evaluación que habilite, en competencia con decenas de solicitantes, a una plaza desde la que, pasados ya los cuarenta… y tantos, disponer por fin de un salario aceptable y un horizonte de vida estable, y todo ello en una carrera de fondo en la que muchos y muchas se quedan por el camino). Esta dinámica del sacrificio y la autoexplotación define, también y por ejemplo, las condiciones del trabajo cultural y de la comunicación (periodistas, escritores, editores, músicos, actores, creadores …), sin olvidar el mundo de la militancia política y asociativa (un espacio en el que, como ha recordado en más de una ocasión Jorge Moruno, la norma es, de nuevo, la de una ausencia dramática de horarios de trabajo y de carreras profesionales posibles, de estabilidad laboral y horizontes de vida, amén de una profunda lógica del sacrificio y la servidumbre voluntaria). Y sin olvidar, en fin, muchos otros sectores productivos que sería largo enumerar aquí. Convendría, pues y en resumen, no hacer del entorno pijo de las Big Four una suerte de excepción que, al contrario, confirma una regla que muy probablemente nos cuesta reconocer cuando afecta a nuestros propios espacios laborales y culturales.
  • Cinco, es claro, pero igual conviene recordarlo, que esas lógicas laborales ni son eficaces ni atienden a una racionalidad económica o productiva, pues ni generan más rentabilidad ni un mejor sistema de trabajo. Sus razones, como señalaba antes, tienen que ver con una estructura de reconocimiento, reclutamiento y selección dada la construcción de un bien escaso. Son ya muchos los estudios que muestran, por ejemplo, que el sistema de evaluación del trabajo para los investigadores universitarios, con la obligación de realizar cada vez más investigaciones y de publicar cada vez más artículos en revistas académicas, no aumenta la productividad del conocimiento producido (medido, por ejemplo, mediante el aumento de las patentes o el retorno de la inversión en investigación). Sirve, antes bien, como un criterio de justicia (por más que sea una justicia darwinista) para la selección o el reclutamiento laboral en un entorno con un desajuste evidente entre la oferta y la demanda de empleo. Y son también muchas las investigaciones que muestran lo altamente improductivas (y peligrosas para la salud mental y corporal) que resultan las largas jornadas de trabajo, el estrés y la ausencia de sueño y descanso que rigen la organización del trabajo en sectores altamente competitivos.
  • Seis, hay una lección que extraer de los procesos laborales en el capitalismo contemporáneo que muestra, quizá mejor que ninguna monografía especializada en sociología del trabajo, la película Parásitos. En ella no solo se retrata la aspiración de los de abajo a vivir como los de arriba, incluso a usurpar legítimamente su lugar, sino que narra con absoluta solvencia cómo los de abajo tienen ya los conocimientos, las capacidades y las habilidades necesarias para estar arriba. En Parásitos hacerse pasar por experta en arte contemporáneo sin haber pisado una universidad privada del norte global es posible dada una inmediata comprensión, vía Google, de las lógicas culturales y los conocimientos técnicos que rigen ese mundo del arriba. Es decir, que la estandarización de los procesos de trabajo y la cuasi universalización de un conocimiento básico cada vez más amplio y compartido (aumento de la edad de escolarización y de los tiempos de formación de las poblaciones, comprensión acrecentada de idiomas como el inglés o el informático, también el de las narrativas audiovisuales, por ejemplo) convierten en cada vez más arbitrarios y violentos los criterios de justicia que dan cuenta del reparto de las poblaciones entre puestos de trabajo, estatus sociales y, en fin, un arriba y un abajo separados por fronteras cada vez más porosas. Las lógicas que rigen hoy la distribución y la selección de las poblaciones a lo largo y ancho de la estructura productiva (quién hace qué a cambio de qué, quién está arriba y quién abajo, o en los lados y en los márgenes) son, en síntesis, cada vez más arbitrarias. Las jerarquías sociales se vuelven, por tanto, más difíciles de justificar y legitimar, siempre amenazadas por una posibilidad democrática que ha de ser mostrada (todos pueden llegar) para ser inmediatamente negada (mediante un crecimiento exponencial de complejos y competitivos ritos de paso -los de las Big Four, por ejemplo- que permitan legitimar una desigualdad social cada vez más violenta o arbitraria). 
  • Siete, en un contexto definido por el aumento inédito de la población con amplios conocimientos y con formación reglada o informal, la cada vez más evidente estandarización de los procesos de trabajo (una persona hoy tiene conocimientos suficientes para trabajar en un abanico inmenso e inédito de trabajos y sectores productivos), amén de una escasez en la oferta y disponibilidad del empleo (escasez cuyo origen es tan deudor de decisiones políticas como de cambios tecnológicos y geopolíticos), la disputa o disyuntiva ante la que nos sitúa el ejemplo de la ausencia de regulación laboral en las Big Four no es menor.

Reaparecen así las tres alternativas con las que arrancaba esta columna para responder a la pregunta de qué hacer hoy con el trabajo. ¿Nos guiamos por la necesidad de mejorarlo, enriquecerlo y dotarlo de mayor autonomía y capacidad de autorrealización personal? ¿Buscamos su regulación para el conjunto de la población y lo intentamos mantener como eje estructurante de nuestra biografía e identidad? ¿O tendríamos quizá que ir aceptando que por deseables y necesarias que sean estas dos miradas sobre el trabajo son hoy del todo insuficientes, y que quizá sea más necesario que nunca tomarse en serio aquel viejo ideal que compone la tercera alternativa, la de pensar en una construcción de la identidad y del orden social desde aquello que hacemos, y haremos cada vez más, fuera y más allá de ese reino escaso y cada vez más esquizofrénico en que se han convertido los entornos laborales y productivos? 

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Jorge Lago estudió Sociología en Madrid, París y Bruselas. Ha sido investigador en la Complutense y el CNRS francés, y es hoy profesor de Teoría Política Contemporánea en la UC3M, además de editor de Lengua de Trapo.

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