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La derrota como identidad política

Las derrotas del pasado vuelven siempre sobre el presente, aunque unas veces para arruinar toda imaginación y deseo de un futuro distinto, y otras para recordarnos que no hay deseo posible de transformación social que no pase por hacer justicia con esas derrotas, vale decir, con realizar en el futuro los sueños y esperanzas truncados, interrumpidos, negados en el pasado.

Ambas dimensiones del tiempo pasado tensan el presente y lo conducen hacia direcciones contradictorias: por un lado, el pasado que no deja a los futuros imaginados hoy abrirse paso en el presente y pide por ello alguna forma de superación, incluso de olvido, para liberarnos de la pesada carga de los traumas que acumula y sus impotentes señas de identidad; por otro lado, un pasado sin el que cualquier transformación presente no hace sino traicionar la memoria de los que vinieron antes pero, también, de las luchas que han conformado nuestros propios aprendizajes, imaginarios e identidades políticas presentes, es decir, de nosotros mismos.

Parece que estamos siempre habitados por la nostalgia de lo que no pudo ser, pero también por el deseo de convertir esa imposibilidad en la necesidad de un cambio y un aprendizaje, precisamente los que permitirían superar tanto las causas de la derrota como sus efectos sentimentales e identitarios. La necesidad de fraguar, por tanto, un horizonte de transformación capaz al mismo tiempo de hacer justicia con el pasado y de liberarnos de su pesada carga de frustraciones y pérdidas. 

Hay, creo, tres pasados que siguen tensando, hasta el punto de paralizar, el presente de las luchas por la emancipación (o de la izquierda, si lo prefieren). Tres momentos o ciclos políticos de derrotas, aunque también de aprendizajes, que atraviesan el siglo XX y lo poco —aunque se esté haciendo largo— que llevamos del XXI. Tres momentos, además, que no podemos dejar de enfrentar porque continúan acechándonos y ante los que nos siguen muchas veces faltando relatos y palabras para ordenarlos. Tres coyunturas, en definitiva, cuyas dificultades y derrotas vuelven una y otra vez, haciendo que el pasado nos pese más de lo que nos impulsa, encerrando la memoria en la nostalgia más que en la esperanza.

La derrota de las revoluciones proletarias en los años 20-30 en la Europa de entreguerras; la quiebra de las revoluciones que recorren el mundo a finales de los 60 y principios de los 70 del pasado siglo XX; el ciclo del cambio político que se anuncia y estanca entre los años 2010 y 2020 en España, en Grecia, en las distintas primaveras del mundo árabe, o en los movimientos de renovación populista de la izquierda británica y estadounidense. Tres momentos de impulso revolucionario, tres ciclos políticos de cambio cuyas derrotas hacen eco y resuenan las unas en las otras, al tiempo que nos remiten a un hecho no menos decisivo: que la interrupción de esos impulsos de transformación social viene siempre acompañada de una profunda reacción política. Tras el fracaso del momento proletario en los años 20, el fascismo y el nazismo; tras la quiebra de los distintos mayos del 68, el neoliberalismo y sus formas de populismo autoritario (por traer aquí la expresión con la que Stuart Hall definió la revolución conservadora del thatcherismo); y tras la clausura del momento populista en la década que se abre tras la crisis financiera de 2008, la reacción neofascista que recorre Europa tanto como el Estados Unidos de Trump o la Rusia de Putin. Un juego pendular perverso que nos lleva del impulso o deseo revolucionario no solo a su impasse o derrota, sino a una dolorosa contrarrevolución.

Es en la comprensión de esta perversa lógica pendular donde seguramente nos jugamos la posibilidad misma de no quedar atrapados una y otra vez en un pasado inmóvil, el de la derrota inexplicada, el de la nostalgia de lo que pudo ser y nos fue negado. Para ello, para salir de ese pasado repetido y replegado sobre sí mismo, es quizá crucial entender que la contrarrevolución (el fascismo y el nazismo en los años 30, el neoliberalismo a partir de los 70 y el populismo neofascista actual) no es una simple reacción simétrica pero de signo opuesto al impulso de transformación político precedente, una reacción que acabaría definiendo o conformando dos bandos enfrentados, dos identidades en pugna y cerradas sobre sí mismas: revolucionarios y fascistas en los años 30, neoliberales y progresistas en los 70, neofascistas y neoizquierdistas estos días.

Quizá convenga ver en 'ese otro que se nos opone' algo más que nuestra simple negación. Quizá no sea mala estrategia, de cara a adentrarnos en las razones de nuestra propia derrota, entender esa reacción como un espacio político ambivalente

Pues es esta misma división del campo político la que nos paraliza y desarma, al dar cuenta de una falta, una trampa y un inevitable repliegue. La falta es, precisamente, la de la ignorancia de las razones de la derrota, que quedarían transferidas a la sola responsabilidad de la reacción: "hemos perdido porque han ganado, nada en nosotros explica la derrota". La trampa, por su parte, remite al juego del pasado sobre el presente: evacuadas las razones de la derrota, la identidad política de los actores en liza queda definida mediante un juego de espejos sin horizonte de salida, vale decir, las apuestas y lógicas políticas quedan delineadas mediante su mera contraposición: "somos en tanto que enfrentados al otro y no como portadores de una imagen del mundo, un deseo de cambio, una propuesta de sociedad nueva". De ahí, claro, el repliegue, es decir, la conformación de una identidad política que progresivamente abandona las razones y la voluntad de transformación para acabar articulada como mera negación u oposición a lo existente, borrando el recuerdo de lo que nos impulsó, el deseo que alimentaba nuestra imaginación, sustituidos por la mera afirmación frente a lo que se nos opone.

Quizá convenga ver en ese otro que se nos opone algo más que nuestra simple negación. Quizá no sea mala estrategia, de cara a adentrarnos en las razones de nuestra propia derrota, entender al otro, a esa reacción o contrarrevolución, como un espacio político profundamente ambivalente, que muestra, sí, todo aquello que nos niega pero que es, también, el resultado, todo lo doloroso que se quiera, de haber capturado algo de nosotros mismos, incluso algo que nosotros no supimos llevar más lejos. De que esas reacciones han sabido responder y acoger, de forma sin duda perversa, deformada, monstruosa incluso, algo del deseo y la imaginación de aquellos que conformaron el impulso de transformación política precedente.

La reacción muestra algo de nosotros, pero lo hace en un juego de espejos al que hay que saber mirar de frente para no quedar mimetizados con ella, como sin duda le ocurrió a un estalinismo mimetizado con la respuesta totalitaria fascista o, peor, a una izquierda actual, tan atrincherada como mimetizada, por su parte, con la reacción postfascista al ciclo de cambio político de 2010.

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