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Ideas Propias

Desnaturalización del poder judicial

Carlos Castresana Ideas Propias.

Los españoles heredamos en 1975 un poder judicial que era parte del aparato de estado de la dictadura. Como las demás instituciones franquistas, reformamos nuestra judicatura durante la transición, y en la actualidad, el servicio público de la justicia funciona razonablemente bien en la mayor parte de los casos sometidos a nuestros tribunales. Sin embargo, en los escasos pero importantes asuntos en que están comprometidos grandes intereses políticos o económicos, el poder judicial sigue mostrando un déficit de independencia y un corporativismo preocupantes. Y no creo que esos problemas puedan imputarse al sistema de elección parlamentaria de los vocales del Consejo General del Poder Judicial.

La Constitución de 1978 diseñó el CGPJ como el órgano de gobierno de los jueces, sin funciones jurisdiccionales. Se encarga de garantizar –nada más, pero nada menos– que los jueces y magistrados administren justicia con independencia y apego a la legalidad. Y para eso tiene atribuidas facultades de organización de los tribunales, nombramientos y ascensos de jueces y magistrados, la Escuela judicial y la potestad disciplinaria.

El primer Consejo se eligió en 1980. La designación de la mayoría de sus miembros se encomendó entonces a las asociaciones profesionales. Una nueva Ley Orgánica del Poder Judicial modificó en 1985 el sistema de elección. Se sustituyó la elección asociativa de doce de los vocales del Consejo por la parlamentaria de la totalidad de sus veinte integrantes. Se confió en que la designación de todos los vocales del Consejo por el parlamento corregiría la actuación corporativa de los jueces.

El modelo no produjo los resultados apetecidos, pero no solo ni principalmente por su posible inconstitucionalidad, sino por la deslealtad para con los valores constitucionales de la institución mostrada seguidamente por los sucesivos gobiernos, los partidos políticos y los propios vocales del Consejo una vez elegidos. Los dos grandes partidos se repartieron acríticamente la mayoría de los vocales según sus respectivas cuotas parlamentarias, y se asignaron también cuotas a los partidos minoritarios. De tal manera, en vez de elegir a los mejores, a los jueces, magistrados y juristas más respetados, con una trayectoria demostrada de profesionalidad e independencia, cada partido eligió a los que le resultaban más afines políticamente.

Los Consejeros así designados demostraron enseguida una incapacidad manifiesta para cumplir con su primera obligación: defender la independencia de nuestros jueces. El punto de inflexión tuvo lugar en 1995, cuando rehusaron amparar al magistrado Marino Barbero, que había instruido en el Tribunal Supremo la causa de Filesa por la financiación ilegal del partido del gobierno, y a quien un alto representante político había comparado con ETA diciendo que hacía política con sus resoluciones como la hacían los terroristas poniendo bombas. Ese día, probablemente, se nos murió la independencia judicial.

La designación política y corporativa de los vocales del Consejo se trasladó enseguida a la elección, igualmente con arreglo a criterios políticos, de los integrantes de los tribunales más importantes, lo que ha contribuido a la desconexión creciente que se aprecia entre las resoluciones judiciales y los intereses de los ciudadanos que aquellas deben tutelar. Las consecuencias: el desamparo de las víctimas de la dictadura o las de la violencia sexual y de género, la respuesta tardía e insuficiente a los escándalos de corrupción y los abusos de las grandes corporaciones financieras, la desprotección del medio ambiente, etc.

Y la culminación de esa incapacidad se ha puesto de manifiesto en el ejercicio politizado y al mismo tiempo corporativo de la potestad disciplinaria: el Consejo se ha apresurado a sancionar a magistrados que se habían enfrentado al poder político o económico, y ha amparado y mantenido en sus funciones a otros que manifiestamente deberían haber sido expulsados.

Ninguna de esas disfunciones se hubieran corregido con la elección de los vocales a través de las asociaciones de jueces. Las decisiones hubieran sido, si acaso, menos políticas y más corporativas. Y no se hubieran solventado, porque el problema no está en la elección de los vocales sino en el origen nunca corregido de una carrera que pasó de puntillas por la transición, que en 1985 seguía siendo muy conservadora, en la que no se había producido ninguna depuración, ni siquiera por la vía consensuada que se aplicó a los altos mandos militares pasándoles anticipadamente a retiro.

La puerta de la carrera judicial es muy estrecha: es difícil entrar y más difícil salir, y eso ha incrementado el corporativismo. El sistema de oposiciones genera conciencia de privilegio, puesto que da acceso a una carrera vitalicia y con un nivel limitado de exigencia de responsabilidad. Los jueces no son menos endogámicos que los notarios o los registradores, ni más corporativistas que los médicos o los abogados: todos se agrupan para defenderse. La diferencia entre la corporación judicial y las otras es que aquellas no administran un poder del Estado del que, no lo olvidemos, el único titular es el pueblo, según proclama nuestra Constitución.

En realidad, no existe inconveniente para que a los vocales del Consejo los elija el Parlamento. Así se elige a los jueces del Tribunal Constitucional en Alemania, y a los de la Corte Suprema en Estados Unidos. El problema no es el sistema, es la falta de compromiso democrático con que se aplica, que desnaturaliza el proceso. Asistí en Estados Unidos a los procesos de elección para el Tribunal Supremo de la conservadora Harriet Miers y la progresista Sonia Sotomayor, propuestas por los presidentes Bush y Obama, respectivamente. La primera tuvo que retirarse porque hasta los senadores republicanos le negaron el apoyo considerando que no alcanzaba el nivel de excelencia requerido. La segunda fue elegida después de un escrutinio riguroso en sesiones maratonianas en las que tuvo que dar explicaciones de toda su carrera y su vida privada. Y en ambos procesos participó activamente la sociedad civil, poniendo de relieve las fortalezas y debilidades de las candidatas. Nada que ver con las elecciones que hemos visto en el Congreso y Senado españoles, meras puestas en escena para refrendar en las Cámaras lo previamente negociado en los despachos.

Un Estado democrático se caracteriza por el sufragio, pero sobre todo por la legalidad. La democracia es verdadera y sirve a la sociedad a condición de que la ley sea aplicada a todos por igual. Y para que cuiden de nuestra igualdad, hemos dado a los jueces la independencia. Tenemos que asegurarnos de que el órgano al que encomendamos velar por esa independencia sea verdaderamente representativo. Las asociaciones profesionales y la opinión pública deben tener un papel relevante en la selección de los mejores candidatos, pero la elección no les corresponde. Y las mayorías cualificadas que exigen la Constitución y la Ley Orgánica para la elección de los vocales del Consejo no pueden servir para legitimar acuerdos de pasillo, y menos para bloquear su renovación por intereses de partido, sino para la elección responsable, transparente y consensuada de los mejores candidatos, aquellos que aseguren que la justicia, que emana del pueblo, sea impartida por jueces y magistrados independientes, inamovibles, responsables, y sometidos únicamente al imperio de la ley. Eso me parece haber leído en la Constitución.

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Carlos Castresana Fernández es fiscal, ahora en el Tribunal de Cuentas, después de haber pasado por el Tribunal Supremo y la Fiscalía Anticorrupción. Ha sido también Comisionado de la ONU contra la Impunidad en Guatemala.

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