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Aquí solo dimiten los periodistas

Tras las últimas elecciones generales, y a la vista del escaso acierto que tuvieron el grueso de los sondeos, se ha vuelto a hablar bastante acerca de dos conocidas tendencias que, según los especialistas, dificultan la posibilidad de hacer predicciones más ajustadas a lo que terminará siendo el comportamiento real de los votantes. Me refiero a los denominados efecto bandwagon (o efecto arrastre) y efecto underdog (o perro apaleado). Básicamente, como es sabido, el primero consistiría en la tendencia de algunas personas a apoyar las ofertas que se consideran ganadoras (por lo visto hay gente que siente su autoestima muy reforzada sabiéndose parte de un colectivo ganador), mientras que el segundo vendría a ser un reflejo entre compasivo y solidario ante una opción política o un líder al que se considera injustamente atacado o menospreciado.

Sin poner en cuestión la existencia de ambas tendencias, parece claro que cabe un recurso de ellas ad hoc por parte de las empresas demoscópicas para intentar explicar las desviaciones producidas respecto a sus anuncios. Porque resulta de todo punto imposible dilucidar con una mínima precisión qué motivaciones íntimas llevan a los votantes a inclinarse por una determinada opción. Aunque habrá que puntualizar que si en general, estas dos tendencias de signo opuesto libran en cierto modo una batalla, en el caso particular del 23-J está claro cuál de ellas se ha llevado el gato al agua en mayor medida (a la vista está que el efecto arrastre ha arrastrado mucho menos de lo previsto).

Sin embargo, aunque como instrumento predictivo tales categorías dejen mucho que desear, tal vez nos permitan plantear una reflexión sobre una cuestión no menor. Porque parece razonable pensar, respecto a aquellos electores que tomaran su decisión por recurso a uno de los dos efectos, que, o bien eran electores prácticamente desideologizados que no encontraban mejor razón para tomar una decisión que subirse al carro del ganador o darle consoladoras palmaditas en la espalda al presunto perdedor, o bien pertenecían al siempre enigmático universo de los indecisos.

En realidad, probablemente si las categorías mencionadas son de muy dudosa utilidad como instrumentos predictivos es porque solo se podrían dar en estado puro en el aludido tipo de electores desideologizados (los indecisos son, por definición, un misterio). Pero tal vez deberíamos introducir la hipótesis de que aquellas se encuentran presentes –confundidas, mezcladas o articuladas con otras motivaciones– prácticamente en todo el mundo, desde el votante de a pie, al político más relevante o al analista más reputado. Ninguno de ellos escapa, cada uno a su manera y en diferentes momentos (unos solo a la hora de votar, otros con sus decisiones de campaña y los terceros con sus opiniones en plena contienda electoral), a la influencia, en mayor o menor medida, del mismo tipo de motivaciones.

Si nuestro sistema democrático, además de deliberativo, es participativo, en la reflexión acerca de dicho resultado deberían tomar parte todos los que, de diferentes maneras, han intervenido en el proceso electoral

Pues bien, me daba por pensar el otro día, leyendo los análisis postelectorales, la desigual reacción que debieron tener, cuando se vieron sorprendidos por el resultado del pasado 23 de julio, muchos de los que habían votado teniendo muy presente uno de los dos criterios que venimos mencionando. La frustración del que se dejó llevar por el efecto arrastre es fácil de imaginar: tanto dar por descontada la victoria, tanta complacencia en imaginarse entre los ganadores, para al final verse incluido en el triste pelotón de los perdedores. Pero valdría la pena reparar también en aquellos otros que, utilizando el criterio opuesto, se vieron sorprendidos por el resultado (añadamos que no únicamente por haber ganado, sino también por poder desempeñar un papel de relevancia en el futuro inmediato). En contra de lo que apresuradamente se podría creer, no es ni mucho menos seguro que en este momento estén exultantes de alegría. Es posible que bastantes de ellos anden no ya preocupados por cómo sus elegidos vayan a interpretar un apoyo que en buena medida era puramente testimonial, sino temerosos de lo que quienes recibieron su voto vayan a hacer con él.

No hay que descartar, pues, que este segundo tipo de votante también pueda experimentar algún tipo de frustración, aunque sin duda incomparable con el disgusto del primero. De haberla, la frustración del que respaldó al que se anunciaba como seguro perdedor sería en cierto modo paradójica (porque sería paradójica la pesadumbre del que resulta triunfador en la carrera electoral en la que competía), pero tampoco habría que echarla en saco roto. Hace una semana señalaba aquí mismo los que, a mi juicio, constituyen los peligros de hacer gravitar el enfrentamiento político sobre sentimientos contrapuestos, el odio y el miedo (aunque lo propio se podría predicar en relación con cualquier otro sentimiento). A los peligros señalados entonces, de carácter genérico y relacionados sobre todo con el deterioro de la democracia, podría añadírsele otro, mucho más concreto, y que bien podría formularse en términos de pregunta. Porque, a fin de cuentas: ¿qué compromisos específicos viene obligado a cumplir tras las elecciones quien en campaña, haciendo suyo un tipo de registro que hasta el presente parecía estar inscrito únicamente en el ADN de las formaciones nacionalistas, apeló a lo meramente emotivo, sin apenas concreción programática? Poco habría de extraño que hubiera quien ahora temiera que se interpretara su apoyo, en buena medida compasivo y solidario, como si de un cheque en blanco se tratara.

La afirmación, incuestionable por completo, de que la democracia no puede limitarse a que la ciudadanía vote a sus representantes cada cuatro años debería ser de estricta aplicación en estas circunstancias, a la hora de valorar el resultado de las elecciones. Si nuestro sistema democrático, además de deliberativo, es participativo, en la reflexión acerca de dicho resultado deberían tomar parte todos los que, de diferentes maneras, han intervenido en el proceso electoral. Al ciudadano particular, en caso de que experimente una frustración de cualquier orden ante lo sucedido, le cumple examinar su decisión como votante y plantearse si se dejó llevar por las motivaciones adecuadas. Pero a quienes, políticos y periodistas, han estado presentes en el espacio público, configurando las opiniones de amplios sectores de la ciudadanía, les corresponde además la tarea, inexcusable, de rendir cuentas ante aquella por sus opiniones y decisiones, aquilatando adecuadamente tanto sus aciertos como sus errores, sin triunfalismos ni derrotismos, injustificados a la vista de la complejidad en que hemos terminado desembocando.

Y por descontado que si, a la vista del desenlace que se produjo hace un par de semanas, unos y otros no tuvieran más remedio que reconocer equivocaciones (sin olvidar que también los que ganan las pueden haber cometido), no les debería quedar más opción que la de actuar en consecuencia. Muchos políticos están tardando en hacerlo. Tendría su cuajo que en una tesitura como la actual, tan trascendental desde diversos puntos de vista, solo estuvieran dispuestos a asumir su responsabilidad algunos de nuestros mejores periodistas.

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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Autor del libro El Gran Apagón. El eclipse de la razón en el mundo actual (Galaxia Gutenberg).

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