El hombre que nos rompió la sombrilla

Hacía muchos años que no íbamos a la playa de Canelas. Es una playa familiar, con pedaletas de colores, servicio de accesibilidad y un señor vendiendo barquillos. Plana, sin olas, sin algas. Perfecta y cuadrada. Aparcamos a la primera, casi como si las Rías Baixas no estuvieran colapsadas de turistas, y nos sentamos con una cerveza al sol después de un chapuzón. Venían conmigo y con mi pareja dos amigos. Uno de ellos dijo al darle el primer sorbo a la caña: “Qué bien se está cuando se está bien”. Por unos minutos me sentí mecida por el verano, sin importar kilos, pelos o problemas. ¿Calor? Baño. ¿Angustia? Presente

El día transcurrió tranquilo. Nadé, dormí y reí mucho. Se levantó algo de viento y la sombrilla casi se nos vuela. Por supuesto que discutimos un poco sobre quién tenía la culpa, y me puse a cavar un agujerito en el suelo mientras mi novia esperaba paciente para volver a clavar la sombrilla. Estaba concentrada en cavar el hoyo cuando, de pronto, un objeto interrumpió mi tarea. Apareció delante de mis ojos un martillo hecho de goma —no de los que se usan para clavar puntas sino de los que te llevas para clavar las piquetas de una tienda de campaña—. Oí una voz por encima que decía: “Si queréis, os ayudo a clavarla”. Acto seguido, sin que hubiera dado tiempo a responder o comprender la situación, me di cuenta de que alguien me había sustituido. Un hombre de mediana edad martilleaba el palo de nuestra sombrilla hacia la arena.

Al principio los golpes eran tácticos y elegantes, pah, pah. Aunque ahora lo pienso y no creo que fuera posible que pasaran más de dos minutos en todo esto que escribo, la cuestión es que pensé muchas cosas mientras el hombre martilleaba. Primero pensé en la técnica y en lo alejada que me sentía casi siempre de ella. Mis manos diminutas con manicura de gel rosa casi blanco me parecieron algo completamente absurdo en ese momento. Seguía de rodillas en el suelo —para más contexto os cuento que en topless, como todas las mujeres que estábamos en el grupo— así que observé de cerca como el palo de mi sombrilla estaba ya más que clavado en la arena. Miré por un segundo a mi pareja y a mis amigas: ja-ja, ¿jaja? Pronto los golpes se volvieron más decididos e innecesarios: ¡POM! ¡POM! Lo sentí tan cerca que por un segundo me pareció que lo siguiente podía ser mi cara. El hombre acabó su tarea: “Ahora ya sí que no se os va a salir nunca.” Y se fue. 

A continuación todos seguimos en silencio y, como si estuviera encendiendo la llama de los Juegos Olímpicos, observamos cómo mi novia intentaba meter el parasol de la sombrilla en el palo ya clavado en la arena. A la primera no entró, ni a la segunda ni a la tercera. "Je-je, no doy una", dijo. Mientras con una mano apoyó la sombrilla abierta en el hombro, con la otra recorría con los dedos la boca del palo por la que tendría que entrar el palo del parasol. Los metió varias veces hacia dentro como si quisiera recorrer con ellos las paredes del tubo para comprobar que nada había cambiado. No tiene mucha ciencia, repitió varias veces. Mientras seguía la inspección táctil miré hacia donde el hombre del martillo se había ido. Estaba de pie, con las piernas abiertas, fumando un pitillo y mirando hacia nosotras y de espaldas a las familias que lo acompañaban. No nos separaban más de 3 metros. 

-       No entra. La sombrilla no entra.

-       ¿Cómo no va a entrar? A ver, trae.

-       Tía, ¿y si se lo cargó?

-       No hombre, no puede ser. 

Empezó a darnos vergüenza y risa floja ser observadas mientras fracasábamos una y otra vez en el intento de meter la maldita sombrilla abierta en el palo ahora ya deformado por los golpes. El hombre seguía mirándonos y en susurros acordamos que lo mejor sería cerrar la sombrilla y asumir el sol en silencio. La tarde siguió y el hombre realizó la misma operación con otra sombrilla. Incrédulo ante el resultado, comprobó varias veces el material del que estaba hecho la sombrilla en la etiqueta de su funda, una vez ya las nuevas víctimas se habían rendido y habían dejado el parasol en el suelo. De vez en cuando, se levantaba y se fumaba un pitillo mientras nos miraba en silencio, al sol. Comentamos en broma la posibilidad de decirle algo como que agradecíamos mucho su ayuda (no pedida) pero que para la próxima intentara no darle tan fuerte para no deformar los palos. Nos pareció sencillamente ridículo y nos fuimos de la playa sin sombrilla. 

A los dos días fuimos a otra playa, la de Carnota, que es preciosa y bestia como ella sola, de grande y salvaje. Al entrar había un cartel en el que se explicaba que había que tener cuidado con las corrientes cuando la marea bajaba porque era fácil ahogarse. Fuimos sin sombrilla y con dos amigas que eran pareja. Aquella no era una playa familiar, ni accesible, ni tranquila. Hacía mucho calor y hubiéramos agradecido una sombra, pero continuamos con el día y un gorro con mucha dignidad. Al irnos vimos que había unas duchas de agua dulce. Para más contexto os diré que estábamos en bragas y que nos las bajamos mientras nos quitamos las arenas. El agua fresca aliviando el escozor de la sal y la arena en la piel es uno de los grandes placeres, más aún si el ritual se da al aire libre y no digamos ya con amigas. Con la piel limpia y seca, nos vestimos de nuevo. Mientras esperaba a las demás, un hombre me agarró del brazo. Lo primero que vi fueron sus pulseras de España y pensé por un momento que me iba a soltar algún improperio antifeminista (como sigue sucediendo con normalidad y demasiada frecuencia). Me lo susurró al oído mientras me agarraba hacia sí con fuerza: “Ese hombre de ahí tiene una cámara y os estaba grabando”. Y se fue.  

El verano y el patriarcado siguen tranquilos su camino, a veces con martillo de goma, otras, las más, con nuestro silencio

En las escaleras que daban paso a las duchas había un hombre de unos 70 años, con barba y pelo largos, que sostenía una cámara de vídeo en sus manos. Podía parecer que solo estaba allí sentado si no te fijabas demasiado. Desde luego si grababa, lo hacía para no ser visto. Miré hacia la ducha y había una madre con sus dos hijas pequeñas y se me revolvió el estómago. Lo hablamos las cuatro y durante los minutos que duró el resto de la ducha no supimos qué hacer. ¿Sería tan grave decirle que nos enseñase lo último grabado y que efectivamente fueran los pájaros de las dunas y no nosotras en bolas duchándonos? ¿Y si realmente estaba grabando también a aquellas niñas? No fuimos capaces de dar ningún paso. Nos quedamos en silencio. 

Pienso que quizás haya un hombre que se esté pajeando ahora con un vídeo en el que salimos mis amigas y yo. Pienso en la tranquilidad con la que el hombre que nos rompió la sombrilla nos observaba. El verano y el patriarcado siguen tranquilos su camino, a veces con martillo de goma, otras, las más, con nuestro silencio. Y pienso, ¿hasta cuándo? 

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Ángela Rodríguez Pam es exsecretaria de Estado de Igualdad.

Hacía muchos años que no íbamos a la playa de Canelas. Es una playa familiar, con pedaletas de colores, servicio de accesibilidad y un señor vendiendo barquillos. Plana, sin olas, sin algas. Perfecta y cuadrada. Aparcamos a la primera, casi como si las Rías Baixas no estuvieran colapsadas de turistas, y nos sentamos con una cerveza al sol después de un chapuzón. Venían conmigo y con mi pareja dos amigos. Uno de ellos dijo al darle el primer sorbo a la caña: “Qué bien se está cuando se está bien”. Por unos minutos me sentí mecida por el verano, sin importar kilos, pelos o problemas. ¿Calor? Baño. ¿Angustia? Presente

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