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Incómodo e infame pasado

A la Guerra Civil española le siguió una larga paz incivil. La dictadura de Franco fue la única en Europa que emergió de una guerra civil, estableció un Estado represivo sobre las cenizas de esa guerra, persiguió sin respiro a sus oponentes y administró un cruel y amargo castigo a los vencidos hasta el final. Hubo otras dictaduras, fascistas o no, pero ninguna salió de una guerra civil. Y hubo otras guerras civiles, pero ninguna resultó de un golpe de Estado y ninguna provocó una salida reaccionaria tan violenta y duradera.

En la larga y sangrienta dictadura reside, en definitiva, la gran excepcionalidad de la historia de España del siglo xx si se compara con otros países europeos capitalistas. Es verdad que España, al contrario que en Finlandia y Grecia, países que sufrieron también guerras civiles en esa primera mitad del siglo, nunca pudo gozar del beneficio de una intervención democrática internacional que bloqueara la salida autoritaria tras el final de la guerra civil. Pero conviene destacar por encima de cualquier consideración el compromiso de los vencedores con la venganza, con la negación del perdón y la reconciliación, así como la voluntad de retener hasta el último momento posible el poder que les otorgaron las armas. Los militares, la Iglesia católica y Franco pusieron bastante difícil durante décadas la convivencia. Sus actitudes, y la de cientos de miles de personas que les apoyaron, hicieron de España, en efecto, un país diferente.

Los vencedores de la guerra decidieron durante años y años la suerte de los vencidos. El exterminio del contrario en la guerra dio paso a la centralización y control de la violencia por parte de la autoridad militar, un terror institucionalizado y amparado por la legislación represiva del nuevo Estado. Ese Estado de terror, continuación del Estado de guerra, transformó la sociedad española, destruyó familias enteras e inundó la vida cotidiana de prácticas coercitivas y de castigo. Como hemos demostrado en  diferentes investigaciones, la violencia fue la médula espinal de la dictadura de Franco.

Cayeron los fascismos y Franco siguió, aunque su dictadura tuvo que vivir unos años de ostracismo internacional. El 19 de junio de 1945, la conferencia fundacional de la Organización de Naciones Unidas (ONU), celebrada en San Francisco, aprobó una propuesta mexicana que vetaba expresamente el ingreso de España en el nuevo organismo. A ese veto siguieron diferentes condenas, el cierre de la frontera francesa o la retirada de embajadores, pero nunca llegaría lo que esperaban muchos republicanos en el exilio y en la propia España: que las potencias democráticas expulsaran a Franco por ser un sangriento dictador, elevado al poder con la ayuda de las armas de la Alemania nazi y de la Italia fascista.

En realidad, la España de Franco no tenía, ni podía tener, un papel central en la política internacional en esos años y, según Enrique Moradiellos, «las potencias democráticas, ante la alternativa de soportar a un Franco inofensivo o provocar en España una desestabilización política de incierto desenlace, resolvieron aguantar su presencia como mal menor e inevitable».

Además, por muy democráticas que fueran esas naciones, la dictadura de Franco siempre contó en el mundo con la simpatía y apoyo de amplios sectores católicos y conservadores. Luis Carrero Blanco, subsecretario de Presidencia, estaba convencido de que las grandes potencias occidentales capitalistas no tomarían ninguna medida enérgica, militar o económica contra una España católica y anticomunista. Se lo dijo a Franco en uno de los informes que le enviaba a menudo en aquellas difíciles fechas: «La única fórmula para nosotros no puede ser otra que: orden, unidad y aguantar». Treinta años más duró esa fórmula.

A la Segunda Guerra Mundial le sucedió pronto la «Guerra Fría», la confrontación no armada entre la Unión Soviética y Estados Unidos con sus respectivos aliados. El anticomunismo de Franco le hizo ganar enteros entre los militares norteamericanos, un reconocimiento plasmado en el Pacto de Madrid, firmado el 26 de septiembre de 1953, punto de partida de la notable ayuda económica y militar que Estados Unidos iba a proporcionar a España en los años siguientes.

Un mes antes, el Gobierno de Franco había conseguido firmar un nuevo Concordato con el Vaticano. Franco se apresuró a describir a España como «una de las grandes reservas espirituales del mundo». Con los militares, el apoyo de Estados Unidos y la bendición de la Santa Sede, la dictadura no peligraba. 

Quienes la habían resistido con las armas, los maquis o guerrilleros, habían sido derrotados, por si no lo estaban ya bastante antes de comenzar a luchar. El aparato de poder de la dictadura se mantuvo intacto, pese a que sufrió importantes desafíos desde comienzos de los años sesenta. La emigración interior, decisiva para el desarrollo de la economía española, llevó a las ciudades a varios millones de campesinos y jornaleros durante esa década. Con la industrialización y el crecimiento de las ciudades, las clases trabajadoras recuperaron, o refundaron, la huelga y la organización, los dos instrumentos de combate desterrados y eliminados por la victoria de 1939. El hambre y las condiciones miserables cedieron paso poco a poco a salarios mejorados por convenios colectivos y a la exigencia de libertades. Los cambios dentro del orden presidieron aquellos años dorados de Franco y de sus servidores.

El régimen de Franco, que cultivó el anticomunismo como ningún otro, apareció más atractivo a los ojos occidentales. Tras más de una década de miseria económica, a la dictadura se le ofreció su reinserción en el sistema capitalista occidental. Porque España constituía en esos años un campo perfectamente abonado para la penetración del capital extranjero. Con una clase obrera sometida y con una población mantenida bajo constante vigilancia política por Falange y por las fuerzas represivas, no resulta tan sorprendente que la economía española, estimulada por los créditos norteamericanos y por la fuerte expansión de la economía europea, comenzara a despegar de nuevo y alcanzara cotas de crecimiento hasta entonces desconocidas.

No se trata, para Vox y los propagandistas que le suministran la materia prima de su discurso, de explicar la historia sino de enfrentar dos diferentes pasados de nuevo, dos formas de gritar sobre él

La profunda transformación de España en esa década de desarrollo de los sesenta generó la aparición de altos niveles de conflictividad que quebraban la tan elogiada paz de Franco. En 1973 el aumento de los conflictos fue espectacular, con la provincia de Barcelona a la cabeza de las huelgas, como en casi todo ese período. En realidad, desde 1971 hasta la muerte de Franco, los conflictos se extendieron por todas las grandes ciudades y se radicalizaron por la intervención represiva de los cuerpos policiales, cuyos disparos dejaban a menudo muertos y heridos en las huelgas y manifestaciones. La violencia policial llegaba también a las universidades, donde crecían las protestas y se multiplicaban las minúsculas organizaciones de extrema izquierda. La respuesta de las autoridades franquistas, con Carrero Blanco a la cabeza, fue siempre mano dura, represión y una confianza inquebrantable en las fuerzas armadas para controlar la situación.

El orden público fue una preocupación constante de Carrero Blanco desde el mismo momento en que se convirtió en consejero de Franco, aunque esa preocupación creció en los años finales cuando la proliferación de incidentes violentos deterioró la imagen creada de un régimen pacífico que mantenía siempre el orden. El día en que lo mataron, 20 de diciembre de 1973, Carrero Blanco iba a presentar un documento en la reunión de ministros en el que mostraba su obsesión por los grandes demonios de la España franquista, el comunismo y la masonería. Eran, como se había repetido machaconamente desde la victoria en la Guerra Civil, los grandes enemigos de España, infiltrados ahora, tras el desarrollo y la modernización, en la Iglesia y en las universidades, en las clases trabajadoras y en los medios de información. 

El asesinato de Carrero Blanco, presidente del Gobierno desde junio de ese año de 1973, aceleró la crisis interna de la dictadura. Cuando Franco murió, su dictadura se desmoronaba. La desbandada de los llamados reformistas o «aperturistas» en busca de una nueva identidad política era ya general. Muchos franquistas de siempre, poderosos o no, se convirtieron de la noche a la mañana en demócratas de toda la vida. La mayoría de las encuestas realizadas en los últimos años de la dictadura mostraban un creciente apoyo a la democracia, aunque nada iba a ser fácil después de la dosis de autoritarismo que había impregnado la sociedad española durante tanto tiempo. 

Porque Franco aguantó administrando las rentas de esa inversión duradera que fue la represión, con leyes que mantuvieron los órganos jurisdiccionales especiales, con un ejército que, unido en torno a él, no presentaba fisuras, con la máscara que la Iglesia le proporcionó como refugio de su tiranía y crueldad y con el apoyo de amplios sectores sociales, desde los terratenientes e industriales a los propietarios rurales más pobres. Después llegarían los grandes desafíos generados por los cambios socioeconómicos y la racionalización del Estado y de la Administración, pero el aparato del poder político de la dictadura se mantuvo intacto, garantizados el orden y la unidad. Una Victoria de casi cuatro décadas.

Para decenas de miles de víctimas, la victoria de Franco en 1939 significó prisión, tortura, ejecuciones, campos de concentración y exilio. La ciencia y la cultura fueron destruidas o puestas al servicio de sus intereses y objetivos. Silenciando todo eso, el discurso de Vox insiste en que Franco fue el gran modernizador del país en el siglo XX, el campeón del desarrollismo. 

Son numerosas las pruebas existentes, evaluadas y contrastadas, de que toda esa modernización y desarrollo de la dictadura, con militares, falangistas y la Iglesia católica generando un culto sagrado a la personalidad de Franco, fueron obtenidas a un horroroso precio de sufrimiento humano y de costes sociales y culturales.  

Pero las mentiras y propaganda dicen otra cosa. En un pleno del Congreso de los Diputados el 14 de julio de 2022 en el que se debatía la Ley de Memoria Democrática, el diputado de Vox Francisco José Contreras declaró que durante la dictadura de Franco “hubo una verdadera reconciliación con gestos de concordia” como “el restablecimiento de los derechos a los vencidos” o la celebración de los 25 años de paz en 1964 “que no enfatizaba la victoria o la guerra”.

Da igual que historiadores, economistas y sociólogos hayan presentado sólidas y rigurosas pruebas de lo contrario, de que la guerra civil la provocó un violento golpe de Estado contra la República y de que esa guerra y la posterior dictadura fueron desastrosas para nuestra historia y para nuestra convivencia. No se trata, para Vox y los propagandistas que le suministran la materia prima de su discurso, de explicar la historia sino de enfrentar dos diferentes pasados de nuevo, dos formas de gritar sobre él, recordando unas cosas y olvidando otras, sacando a pasear otra vez las verdades franquistas, que son, como los mejores especialistas sobre ese período han demostrado, grandes mentiras históricas.

Cada vez que se ha tratado de gestionar desde la democracia ese pasado de violencia, represión y políticas de exclusión, el Partido Popular ha encontrado su excusa, desde Fraga y Aznar a Feijóo: “el ansiado olvido”. En ese terreno no compite con Vox ni contradice su versión. Para ellos, el pasado de la dictadura es incómodo y para quitárselo de encima, por si a otros les resulta sucio o infame, apelan al terror rojo durante la guerra o a que fue la República la que causó la guerra.  Por eso están tan interesados en que las políticas de gestión de historia y memoria de ese período desaparezcan, en derogar las leyes de memoria democrática, construir mitos simplificados a mayor gloria del poder y tierra y olvido para el resto.

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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza.

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