Hace ahora cincuenta años. Francisco Paulino Hermenegildo Teódulo Franco Bahamonde murió bendecido por la Iglesia católica, sacralizado, rodeado de una aureola heroico-mesiánica que lo equiparaba a los santos más grandes de la historia. El panegírico había comenzado con la Cruzada, arreció con fuerza en la posguerra y continuó hasta después de su muerte.

Franco y sus compañeros de armas iniciaron en julio de 1936 un golpe de Estado que provocó una sangrienta guerra civil. Durante esos años y en la posguerra, decenas de miles de “enemigos” fueron eliminados. La paz de Franco destruyó familias enteras e impregnó la vida cotidiana de miedo, coerción y castigo. Su España fue un Estado policial, un omnipresente sistema de control y vigilancia que necesitó en los primeros años el derramamiento de sangre y los pelotones de fusilamiento. Una vez organizada la trama de lealtades, propaganda y miedo, el terror podría dirigirse a grupos pequeños y no amenazaba a la mayoría de los españoles. Eso es lo que decía Franco, que solo se perseguía a delincuentes, comunistas, masones y separatistas

Murió rico, con una fortuna millonaria, enriqueció a sus familiares, a quienes permitió un desenfrenado saqueo, y concedió un gratificante retiro a los cientos de colaboradores que ya habían disfrutado en el poder de sinecuras y grandes beneficios. 

Comparado con Mussolini, Hitler o Stalin, Franco no sobresalió como un personaje influyente en la política europea del siglo XX. Pero no fue un dictador débil o menor. Utilizó con habilidad las circunstancias históricas que le permitieron relacionarse con las potencias del Eje y obtener al mismo tiempo un gran rédito de la diplomacia y del espionaje británico, incluidos los sobornos con grandes sumas de dinero a varios de sus generales, para el mantenimiento de la neutralidad durante la Segunda Guerra Mundial

Tras el derrumbe de los fascismos, Estados Unidos y Europa Occidental consideraron durante un tiempo a Franco un paria, por su sintonía ideológica con Hitler y Mussolini, pero todo cambió a partir del estallido de la guerra en Corea en 1950. Franco, por muy represor y autoritario que fuera, era preferible al comunismo. Logró la aceptación internacional, mientras que incrementaba su poder. Las circunstancias históricas que lo colocaron en la marginación internacional y después en la rehabilitación tuvieron poco que ver con su personalidad o carisma, pero logró sobrevivir y aumentar el culto. La propaganda hizo creer a los españoles que había librado al país de los horrores de la guerra mundial y jaleó los acuerdos de 1953 con la mayor potencia económica y militar del mundo como un triunfo más del Caudillo. En el escenario internacional fue siempre un dictador dependiente. En España mantuvo sus excepcionales poderes hasta el final.

Mientras él vivió, fue imposible acometer transformaciones políticas reales y en las casi cuatro décadas de su mandato no hubo fricciones importantes en los pilares básicos de apoyo. Tuvo tiempo de contemplar cómo desaparecieron sus aliados fascistas, el abrazo del amigo americano, la liberalización de la economía tras años de hambre y pobreza absolutas, el desarrollo de la década de los sesenta y el crecimiento de su amplia familia corrupta. Desde el 1 de octubre de 1936 hasta el 20 de noviembre de 1975 fue ungido de una autoridad sobrenatural, basada primero en su misión redentora y después en los constantes y continuos logros. Bajo esa aureola mesiánica, el Caudillo fue objeto de obediencia y nunca tuvo necesidad de reconocer sus errores porque creía que sus motivos siempre eran puros y guiados por la providencia.

Quienes pensaban en labrarse un futuro político sin el Caudillo dejaron de la noche a la mañana el uniforme azul y se pusieron la chaqueta democrática

Ninguno de sus jerarcas y cómplices fue arrestado, encarcelado o procesado. Todos escaparon al castigo. A muchos les costó tiempo y labor resignarse a su muerte, aunque quienes pensaban en labrarse un futuro político sin el Caudillo dejaron de la noche a la mañana el uniforme azul y se pusieron la chaqueta democrática.

Cincuenta años después de su muerte, y casi noventa del final de la guerra, muchos familiares de sus víctimas no saben dónde están los restos de decenas de asesinados, desperdigados por lugares insospechados. 

Frente a ese pasado infame, algunos se han reído de quienes “remueven tierra buscando huesos”, y destacados políticos demócratas han propuesto pasar página, negar el recuerdo, cancelar el pasado. Aznar y Rajoy, voces autorizadas para millones de personas que piensan como ellos, lo repetían siempre que podían: los gobiernos no debían dedicarse a tonterías como la memoria histórica o a la investigación sobre miles de desaparecidos. 

Es la sombra alargada del legado pesado de la dictadura de Franco, que regresa y vuelve con diferentes significados, que actualizan desde la democracia sus herederos, políticos, periodistas o aficionados a la historia, y en los últimos años un partido de ultraderecha cargado de historia de España de tambor y trompeta, de relato cultural ultranacionalista y de construcción de mitos simplificados. Cincuenta años después.

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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza, autor de 'Franco’ (Crítica, 2025).

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