Metáforas para dejar de pensar

Utilizar metáforas es siempre una práctica retórica de alto riesgo. En el caso de equivocar la metáfora elegida, se corre el peligro de acabar interpretando en una clave completamente errónea lo que se pretende ilustrar o incluso, en un error de mayor calado, interpretando la metáfora como una descripción en toda regla de realidad. En el lenguaje de la política probablemente las metáforas más habituales sean las bélicas, y es de sobra conocido el peligro que conlleva utilizarlas: terminar considerando como enemigo al que debería ser simplemente adversario. El resultado que, por desgracia, hemos tenido sobrada ocasión de certificar que provoca, de manera casi inexorable, es el enrarecimiento y la crispación de la vida pública.

Asimismo son frecuentes otras metáforas no belicistas, de apariencia más inocua, pero que pueden terminar propiciando confusiones o malentendidos igualmente erróneos. Me refiero a las metáforas deportivas. En los últimos tiempos, tal vez como consecuencia de la triunfal irrupción de Carlos Alcaraz en el Olimpo de los dioses del tenis, ha sido grande la tentación de comparar la apurada forma en la que el Gobierno iba sorteando las dificultades que le iban surgiendo en su andadura —algunas de las cuales parecían poner en cuestión la mismísima continuidad de la legislatura— con auténticos match ball. Se trata, sin duda, de una metáfora optimista desde su propio diseño. A fin de cuentas, la expresión alude a un tipo de situaciones comprometidas que, en caso de ser superadas, hacen perfectamente posible que el mismo jugador que se ha visto en tan apurado trance acabe alzándose con la victoria al final del partido. En cierto sentido podríamos decir que dichas situaciones, informándonos de lo ocurrido hasta ese momento, en modo alguno prefiguran el desenlace de la contienda. En efecto, para quienes son capaces de superar una bola de partido todo empieza de nuevo, sin dejar huella ni condicionar lo que ocurra a continuación. De la misma manera, quien consigue superar con los recursos a su alcance los trances políticos más angustiosos tendría derecho, según la lógica de la metáfora, a considerar que lo sucedido no tiene por qué significarle desgaste ni castigo de ningún tipo.

Una metáfora alternativa a esta, también muy reiterada últimamente, es la del combate de boxeo en el que al púgil que estaba recibiendo un severo castigo a manos del rival (hasta el extremo de que parecía a punto de besar la lona) le salva la campana que indica el final del asalto. Hay en este caso una diferencia notable respecto a la figura anterior. Por supuesto que siempre cabe la posibilidad de que quien tanto estaba sufriendo acierte a conectar cuando se reponga el golpe salvador que consiga dejar KO al que hasta ese momento oficiaba de verdugo. Pero, de no concurrir tal excepcional circunstancia, la penosa experiencia precedente sí que le pasa factura al más castigado, en la medida en que los jueces del combate valoran en clave negativa la forma en que aquel se ha desenvuelto en la pelea. Tan es así, que difícilmente podrá aspirar a ser considerado al final ganador a los puntos quien ha ido consiguiendo que fuera el reloj (y su campana) el que sistemáticamente le fuera librando en el último momento de la derrota definitiva. Parece claro que si en el lugar de los jueces que han de dictaminar al terminar el enfrentamiento cuál de los dos púgiles se debe alzar con la victoria colocamos a los ciudadanos que dictan su sentencia respecto a la gestión del Gobierno al llegar a su fin la legislatura, la interpretación penalizadora a la que invita la metáfora resulta más que evidente.

Nos encontramos ante una preferencia de carácter instrumental, lo que significa que cada uno de los sectores ideológico-políticos no vacilarían en servirse de la otra metáfora en el momento en que su posición en el poder experimentara una variación

A la vista de lo anterior, cabría afirmar que la diferencia entre la derecha y la izquierda en este momento entre nosotros pasa por el símil deportivo a la luz del cual interpretan cuanto viene ocurriendo de un tiempo a esta parte (Catalangate incluido, por descontado). Apenas hará falta subrayar que, en el plano de lo real, la función que cumplen ambas metáforas es la de reforzar los convencimientos que tanto la derecha (que apostaría por la metáfora del boxeo) como la izquierda (que apostaría por la del tenis) traían cocinados de casa para poder aplicar a la realidad en cuanto dispusieran de la menor ocasión. Para que no haya dudas al respecto y se pudieran interpretar las apuestas en una clave equivocada: nos encontramos ante una preferencia de carácter puramente instrumental, lo que significa que cada uno de esos sectores ideológico-políticos no vacilaría en servirse de la otra metáfora en el momento en que su posición objetiva en relación con el poder experimentara una variación.

La cosa no tiene nada de extraña. Es más, incluso resulta perfectamente lógica en la medida en que, por añadidura, las dos comparaciones incluyen una carga valorativa de considerable eficacia comunicativa en el espacio público: mientras que se supone que al boxeador le saca de su grave apuro la fortuna del cronómetro (le salvó la campana ya ha quedado como frase hecha en el lenguaje coloquial), en el caso del tenista se da por descontado que si supera su comprometida situación es por sus propios méritos. Por no hablar de la estética, claro: el boxeador sonado representa una de las más crueles imágenes del perdedor.

Todo lo cual no impide reconocer que, más allá de su función propagandística, en muchas ocasiones las metáforas puedan proporcionar también valiosas indicaciones acerca del sentido de lo real, esto es, acerca de la deriva que parece estar siguiendo lo que nos pasa, incluyendo en este epígrafe lo más inmediato o coyuntural. Lo que equivale a decir: las metáforas no dan para explicar en sentido propio y fuerte pero sí al menos para empezar a entender. O, si se prefiere, para empezar a pensar un poco en serio. Cosa que empieza a hacernos bastante falta, a la vista de cómo está el patio últimamente, sobrado de ruido (y furia) y ayuno casi por completo de ideas.

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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Autor del libro 'Democracia: la última utopía' (Espasa).

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