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Tengamos la fiesta en paz

Nunca pensé cómo sería celebrar la Navidad mientras hay un genocidio. Como tú, he consumido hasta la saciedad todos los productos culturales que nuestro tiempo ha parido para aprender la lección y no tener que dejar nada a la imaginación: lo que los nazis hicieron estuvo mal, no se puede volver a repetir. Recuerdo perfectamente leer el Diario de Anna Frank, (por cierto, también empezar a pensar en mi bisexualidad con lo que ella escribía sobre su atracción por las mujeres, pero esto para otro día). Recuerdo mucho lo que escribió sobre los días de navidad, un 24 de diciembre de 1943.

"Créeme: después del año y medio de vida enclaustrada, hay momentos en que la copa rebasa. Sea cual fuere mi sentido de la justicia y de la gratitud, no me es posible ahuyentar tales ideas. Ir en bicicleta, bailar, silbar, mirar a la gente, sentirme joven y libre; tengo sed y hambre de todo eso, y debo esforzarme para disimularlo. Imagínate que los ocho empezáramos a quejarnos y a poner mala cara. ¿Adónde iríamos a parar? A veces me hago esta pregunta: «¿Existe alguien en el mundo capaz de comprenderme, sea o no judío, y que viera en mí a la muchacha que pide nada más que una cosa: divertirse, gozar de la vida?»". Sencillamente, es imposible no empatizar con la joven Anna. Su primera regla, su primer beso, su tristeza navideña; casi te olvidas leyéndola de que acabó siendo asesinada en un campo de concentración muy poco tiempo después de escribir que solo quería ir a bailar como cualquier chica de su edad.

Recuerdo también ver de manera compulsiva la película de Anastasia, mi favorita de pequeña, especialmente en Navidad. La película comienza con una bella escena invernal donde la Emperatriz de los Romanov regala a su nieta Anastasia una joya preciosa. Toda la familia baila en una fiesta, son guapos y felices. Esa felicidad se rompe violentamente porque los comunistas llegan a Palacio, los matan, e instauran un nuevo régimen en el que la gente lo pasa muy mal. Te lo cuentan cantando: "San Petersburgo duerme, en su fría oscuridad, mis pobres calzoncillos se me van a helar. Con este nuevo orden hay poco que comer, nos queda el chismorreo, lo que es de agradecer, ¡hey!". La película fue un éxito de taquilla, al más puro estilo FOX de Tucker Carlson, y consiguió que una generación entera de niñas no solo quisieran ser princesas, sino que aprendieran la lección: lo que hicieron los comunistas está mal, no se puede volver a repetir.

No he hablado nada de Palestina estos días en los que he vuelto a casa. Lo pienso mientras mis amigos discuten sobre si comer o no en no sé qué bar porque el dueño es de derechas. Una amiga lleva una pegatina en la carcasa del teléfono que pone Free Palestine y cuando encuentro un hueco le pregunto si no se le hace raro no haber hablado de ello. Me dice, con razón, que ya lo hablamos cuando empezaron los ataques y que está claro lo que pensamos. Siento que estoy siendo la pesada del grupo, comparto en Instagram una fotografía en la que la mitad de un árbol de navidad es Gaza en llamas, y dejo muy claro, como todos mis amigos de izquierdas, que All I want for christmas it´s free Palestine.

¿Cómo hemos llegado aquí? ¿Cómo puede incomodar más en nuestro país quien habla de los asesinatos en Gaza que los propios asesinatos?

¿Pero de verdad es lo que queremos? Con cada vez más normalidad convivimos con cosas que son horribles. Esta semana, la presidenta de la comunidad de Madrid ha derogado las leyes que protegen al colectivo LGTBIQ, el fascista Ortega Smith ha agredido físicamente en el pleno del Ayuntamiento a Eduardo Rubiño, hemos compartido horrorizadas vídeos de compañeras argentinas que están viendo cómo se instaura un régimen de tintes orwellianos y profundamente antidemocrático a pasos agigantados, se ha consolidado en Europa un Pacto Migratorio que va a seguir burocratizando la muerte de refugiados y migrantes en nuestras fronteras, hemos vuelto a ver televisado el discurso de nuestro jefe del Estado, en el que, por si tenías alguna duda de qué hacer con todo lo anterior, te recuerda que es un deber moral luchar contra el germen de la discordia, siendo ésta, para el monarca, el principal problema de la democracia en los tiempos que corren. La lección: No es disenso, es crispación. ¿Cómo hemos llegado aquí? ¿Cómo puede incomodar más en nuestro país quien habla de los asesinatos en Gaza que los propios asesinatos?

Compartimos compulsivamente memes en los que nos reímos de que no hablaremos de política en la cena de Navidad, en los que nos celebramos por no celebrar ya la Navidad con nuestra familia porque se ha hecho insoportable. Nos compadecemos: siento que tengas que sufrir a tu cuñado, cenaré cordero solo por no discutir con mi madre, ni un TCA, ni un duelo, ni la pobreza, ni la soledad me van a joder la cena. Lo único que le pedimos ya a la Navidad es que no sea conflictiva y nos contamos cuentos y cuentos y más cuentos, incluso spots políticos, en los que nos conjuramos contra la crispación, el ruido y el disenso: Tengamos la fiesta en paz.

A mí me encanta la Navidad, creo profundamente en el sentimiento de comunidad en el que nos dejamos mecer durante estos días. Creo a pies juntillas en que lo colectivo, lo común, lo que hacemos juntas, es lo mejor que tenemos como humanidad. Pero, por dios, por la Navidad, por tu abuela o por lo que sea en lo que tú creas, no confundamos lo común con lo unánime, lo democrático con lo uniforme, la crispación con lo totalitario, el disenso con la discordia o el ruido. Si la democracia es una cena de Navidad a la que toda la familia debe venir, recuerda que solo hay cena si tú también te sientas a cenar. No dejemos que la banalización del mal hoy siga siendo un meme que compartimos a cambio de nuestro silencio en una cena. Sigue contando tu cuento, sea Palestina libre, feminismo, o la república; sin ti, tampoco hay Navidad. 

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