Derechos para las prostitutas

En los últimos años se ha ido consolidando, en mi opinión de manera mal intencionada, la idea de que existen dos feminismos en España, con dos posiciones irreconciliables y que mujeres de todos los rincones del país nos adherimos a cada una de ellas como un todo incluido. Estos dos trajes que nos han cosido a las feministas tienen un patrón particularmente estrecho en lo que se refiere a la prostitución. 

Según este relato, el abolicionismo de la prostitución estaba indisolublemente unido a las posiciones más transexcluyentes en el debate sobre la legislación que debía regular los derechos de las personas trans. Así, si comprabas el pack abolicionista, optarías por soluciones de carácter más punitivista a problemas complejos que estaba planteando el feminismo, como por ejemplo pudimos observar con la subida de penas en la ley de libertad sexual o la judicialización de la persecución de mujeres que ejercen su derecho a la interrupción voluntaria del embarazo. Además, esta posición venía acompañada de una buena dosis de argumentos moralistas y puritanos sobre la sexualidad y los cuerpos: ninguna mujer es libre para elegir. 

Si, por contra, tu pack era el del regulacionismo de la prostitución, asumirías también las posiciones más queer en el debate sobre la ley trans y, frente a esa otra agenda atravesada por la judicialización y la moralización de los problemas, apostarías por una defensa a ultranza sobre la libertad: todas las mujeres somos libres para decidir. 

La caricatura de ambas posiciones ha sido tal que año tras año hemos visto cómo las preguntas más importantes que se hacían cada 8 de marzo versaban con más frecuencia sobre los motivos de la supuesta división del movimiento feminista que sobre las propias demandas del movimiento feminista. En este ambiente, no ha sido sorpresa ninguna que, ante la reciente presentación de una ley abolicionista por parte del PSOE, existan dos tipos de reacciones. Aquellas que prometen que ésta es una propuesta que va a terminar con la prostitución en nuestro país, siendo éste el mal supremo que sufrimos ahora mismo las mujeres; y las que aseguran que si lo que el Partido Socialista plantea se llevase a cabo, sería mucho mayor el sufrimiento de las mujeres que ahora ejercen la prostitución. ¿Cuál de las dos dice la verdad?

Si algo he aprendido estos años sobre el feminismo es que, ante cualquiera de sus preguntas sobre cómo se ordena el mundo hoy y cómo debería ordenarse mañana para ser más igualitario, casi nunca hay respuestas simples. También, que quienes afirman tenerlas no suelen estar debatiendo sobre ese orden de mañana, sino sobre quién tiene más poder hoy. No es de extrañar, en este sentido, que el Partido Socialista necesite recordar que en el feminismo mandan, aunque quizás sea un último intento desesperado de apuntalar posiciones en un mundo que cada vez se cree menos ese escenario con dos únicos polos en el debate, sea cual sea el tema. El feminismo ha cambiado este país y, con ello, ha crecido en la capacidad de ofrecer soluciones a cada problema que pretende resolver. Cada vez somos más conscientes como sociedad de que no es posible acabar con las desigualdades que puedan existir en el ámbito de los cuidados o del trabajo con una única medida, como también lo somos de lo difícil que resulta cambiar la cultura sexual que atraviesa relaciones y pantallas con una única reforma del Código Penal. 

El debate sobre la prostitución no puede versar ya solamente sobre si queremos abolir o regular la posibilidad de prestar servicios sexuales a cambio de dinero. Lejos del debate moral, sobre la voluntad o sobre la libertad, necesitamos garantizar derechos

La prostitución es un problema enormemente complejo. No podemos obviar, en primer lugar, que no existe un único modelo de prostitución. Durante los años de Montero como Ministra de Igualdad, pasaron por Alcalá 37 mujeres que habían sido tratadas y obligadas a ser explotadas sexualmente; mujeres que tras conseguir salir de ese bucle, volvían a ejercer otras formas de prostitución para ganarse la vida porque las alternativas económicas que las instituciones ofrecían no eran reales; mujeres que ganaban miles de euros ejerciendo la prostitución; mujeres que lo hacían en pisos y autoorganizadas, mujeres que habían escapado de lo peor de la industria proxeneta; mujeres que habían encontrado cierta autonomía en cobrar por sexo. Mujeres prostitutas que querían seguir ejerciendo la prostitución. Mujeres prostitutas que necesitaban dejar de serlo. Me atrevo a decir que en ninguna de aquellas conversaciones encontramos otra cosa diferente al dolor, a la frustración o a la tremenda sensación de desamparo y abandono por parte del Estado. El problema es de tal magnitud que definirse como abolicionista o regulacionista parece sencillamente insuficiente. No digamos ya si a tal cóctel se añade la habitual confusión con la trata o la explotación sexual. 

No parece realista pensar que con una única reforma penal nuestro país va a dejar atrás esta realidad tan compleja. Y, para ello, hay que recordar algunos aspectos. En primer lugar, año tras año, los informes de la Fiscalía General del Estado nos señalan cómo los delitos vinculados al proxenetismo quedan impunes, siendo que la mayoría de ellos no prosperan y, en este mismo sentido, sí que es interesante una reforma de los tipos penales vinculados al proxenetismo. Pero, e incluso aunque la propuesta por el Partido Socialista fuera la mejor de las reformas, no podemos pretender que ésta sirva para proteger a todas las mujeres en situaciones de tanta vulnerabilidad. Recordemos que, como señalan las organizaciones que trabajan sobre el terreno, entre un 70 y un 90% de las mujeres que ejercen la prostitución son migrantes en situación administrativa irregular. Aún considerando que todas ellas son víctimas y asumiendo el relato abolicionista de la prostitución que habla de la misma como una violencia más contra las mujeres, ¿qué protección les ofrece una persecución penal de su actividad? ¿Va a darles este tipo penal una casa, un trabajo alternativo, una salida? Pensemos, por ejemplo, en el modelo tan estudiado e imitado por todo el mundo de protección de las víctimas de violencia de género en el ámbito de la pareja o expareja. Como país, no solo ofrecemos un tipo penal que persigue los malos tratos, sino todo un modelo de protección social y, muy especialmente, de prevención de la violencia que hace que cualquier mujer que la esté sufriendo sepa que tiene un teléfono para llamar e informarse como es el 016, casas de acogida, ayudas económicas y laborales, reparación del daño, protección a sus hijos e hijas, etc. ¿Qué les estamos ofreciendo a las prostitutas si reflejamos en este espejo la propuesta actual del abolicionismo socialista? Parece que muy poco. 

El debate sobre la prostitución no puede versar ya solamente sobre si queremos abolir o regular la posibilidad de prestar servicios sexuales a cambio de dinero. Mientras nos entretengamos con esta pregunta, siempre habrá miles de mujeres que paguen con sus vidas esta frivolidad. Lejos del debate moral, sobre la voluntad o sobre la libertad, necesitamos garantizar derechos

No es sostenible pensar ya que no hay que perseguir penalmente la explotación de la prostitución, tampoco parece fácil imaginar contextos en los que las mujeres sean del todo libres, sobre todo libres en lo económico, como para elegir una actividad que no está regulada como trabajo y que, por tanto y por definición, aunque les dé dinero, siempre les va a dar precariedad. Pero tampoco es en absoluto realista querer acabar con una actividad sexual que implica a tantos hombres y tantas mujeres en condiciones de vulnerabilidad sin ofrecer medidas claras para educar a los primeros y para garantizar los derechos de las segundas. 

Incluso si la tarea es abolir la prostitución entendida como una institución que siempre explota a las mujeres (afirmación con la que no estoy de acuerdo, todo sea dicho), ¿no sería más sensato al menos escuchar qué es lo que necesitan las mujeres que están en esta situación? Una pista: papeles, casa y trabajo.

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Ángela Rodríguez es secretaria de feminismos de Podemos y exsecretaria de Estado de Igualdad.

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