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El fin de la unidad

En la fascinación, sin duda acompañada de hartazgo e incluso de rechazo, con la que desde toda Europa se ha seguido el ritual por la muerte de Isabel II, habita –creo– una profunda y sintomática mirada nostálgica. No por la probable simpatía que el reinado más mediático de la historia ha tenido y tiene en muchos europeos, ni por la imponente pompa con la que se ordenó y se despidió, ni siquiera por el modo supuestamente virtuoso con el que ejerció un poder presuntamente vacío (quizá la forma de poder más llena que haya, capaz incluso de acoger y opacar una herencia colonial infame). 

Me refiero a otra cosa, a una nostalgia (paradójica, contradictoria pero, con todo, creo que ampliamente compartida) por la desaparición, común en todas las democracias occidentales, de un lugar simbólico –pero con indudables efectos prácticos y materiales– que buscaba representar, y en cierta forma lo lograba, la unidad de las diferencias (sociales, ideológicas, políticas o culturales) de un país. O que permitía, en todo caso, imaginar como posible y deseable esa unidad de lo diferente. Nostalgia, por tanto, de un mundo (el de la reina Isabel II pero, más allá de ella, el de esas democracias europeas salidas de la segunda guerra mundial) que parecía poder encontrar un símbolo, un espacio, un pasado siempre rememorado o una institución en los que quedaran reunidas y armonizadas las múltiples partes de una realidad en conflicto. Una unidad de lo múltiple y heterogéneo que todo indica se ha vuelto hoy irrealizable o inimaginable. Y de ahí, claro, la nostalgia. 

Incluso entre la mirada más descreída o crítica, esa que se sitúa a menudo en lo otro mismo de esas formas de representar la unidad de lo social (la mirada de quien la impugna o la niega, sin duda cargado de razones pero siembre con el riesgo de necesitarla una y otra vez, de recurrir a esas formas de unidad para nombrarse y decirse frente a ellas, contra ellas), incluso en esa identidad antagonista al orden perdura, en un juego de espejos con las más aguerridas miradas monárquicas, constitucionalistas o democráticas de toda la vida, esa nostalgia por un mundo que podía encontrar, nombrar o imaginar la representación de una unidad de lo diferente. Fuese para reivindicarla y celebrarla, o para encontrar en ella el objeto del rechazo que dota de identidad y razón políticas, la representación de una unidad posible de lo social que da orden y estabilidad, que representa así la sociedad y las instituciones políticas como un cuerpo que necesita de todas sus partes, por enfrentadas que parezcan (cuerpo social, cuerpo político), se nos aparece seguramente hoy como una falta, como una ausencia que nos acecha y preocupa. 

Una suerte de presencia fantasmática que inquieta y perturba la tranquilidad de muchos. Otros, claro, celebran esta ausencia, por más que algo de ellos mismos desaparezca también cuando quiebra (eso, precisamente, que les constituía al definirse contra lo que hoy se desvanece). Es habitual nombrar los temores por el final de esas formas de representar la unidad como el de una insoportable polarización social (es decir, la imposible unidad de los contrarios), o como una guerra cultural sin tregua. Como si habitáramos ya un mundo en el que habríamos dejado de compartir un lugar común (un monarca virtuoso, una nación sin divisiones, una constitución ejemplar, un contrato social que nos pacificó, unos consensos o unos pactos fundantes de ese cuerpo político). Y como si, también y en paralelo, hubiésemos dejado de compartir un tiempo (un pasado en el que alguna forma de acuerdo, conquista, victoria o movilización representada como más o menos unitaria permitía imaginar un futuro compartido, esto es, un horizonte común).

Claro que representar o imaginar una unidad de las diferencias no significaba, y esto no es menor, representar o imaginar la unidad de todas las diferencias. Cualquier forma de unidad política se funda siempre sobre exclusiones significativas, sobre lo que se acepta y lo que no, también sobre cursos de acción posibles pero que –esa es muchas veces la virtud perversa del orden que define– quedan imposibilitados y, en este ejercicio de negación y exclusión de posibilidades y alternativas, acaba fundando su legitimidad. Es precisamente por ese juego de inclusiones y exclusiones, de cursos de acción legitimados y otros negados, que hoy podemos hacer de la nostalgia por la unidad perdida de lo social una suerte de celebración, pues con su quiebra podríamos esperar que reapareciera esa posibilidad siembre negada por la construcción excluyente de la unidad. Como si pudiera retornar así lo que siempre había sido reprimido. Pero conviene no ignorar que estas lógicas celebratorias están cargadas de paradojas, pues, ¿acaso disponemos de alternativas a mano para construir otras imágenes, otras relaciones sociales e institucionales u otros símbolos capaces de representar otra unidad de las diferencias sociales? ¿Qué aparece debajo de la rocosa institucionalidad que había estructurado los Estados de derecho europeos y sus formas de representar la unidad? Sin duda, no será fina arena de playa en la que retozar juntos lo que encontremos, como soñaba el mayo del 68 con encontrar bajo los pavés de Saint Germain dès Pres. 

Es habitual nombrar los temores por el final de esas formas de representar la unidad como el de una insoportable polarización social (es decir, la imposible unidad de los contrarios), o como una guerra cultural sin tregua

Recordaba hace unos días Pablo Bustinduy que la más que probable (y cuando este artículo se publique me temo que ya confirmada) victoria del posfascismo de Meloni en las elecciones italianas debería preocupar tanto como aquello que la acompaña y explica: el fin de la era antifascista italiana. El fin de un entramado institucional, cultural y político que operaba como unidad de las diferencias, pero que lo hacía, por un lado, para evitar a toda costa la victoria del Partido Comunista, mientras, por otro lado, edificaba ese orden de las diferencias, tal y como recordaba Jónatham Moriche con quirúrgica precisión, en un “compacto e implacable mecanismo de poderes públicos y privados, reglados y también salvajes (entre estos últimos, la mafia en sus distintas expresiones territoriales, los servicios secretos y otras cloacas del Estado italiano y la OTAN, y el terrorismo de extrema derecha, a menudo actuando en repulsiva colusión)”. Un orden tan fallido como fallida, por no decir inexistente, fue la estrategia política que, desde su derrumbe conTangentopoli, pretendió refundarlo. 

No es este el lugar para explicar las razones que llevaron a que el principio del derrumbe de aquella era antifascista tuviera lugar en paralelo a otro derrumbe no menor, el de ese amigo/enemigo interno que fue el Partido Comunista Italiano (y su más que sintomático viacrucis posterior de refundaciones y fugas a la socialdemocracia primero,  para ir después al centro y ahora a la nada), ni su incapacidad para leer los procesos de transformación social y política que supusieron los ciclos de luchas de los años 70, y que supusieron el inicio de su final. Tampoco podemos detenernos en la incapacidad manifiesta del Movimiento 5 Estrellas, en ese momento populista que recorrió como un fantasma la Europa de la crisis financiera de 2008, para articular una alternativa a la deriva autoritaria, tecnocrática y neoliberal de las dos décadas hegemonizadas por Berlusconi. Ni del suicidio asistido, para sí y para la política italiana, que supuso su gobierno con el posfascismo de Salvini, y sus posteriores escarceos con la misma tecnocracia neoliberal que se supone había venido a combatir. 

Baste quizá, para los objetivos de esta columna que se hace ya larga, mostrar aquello que se dibuja en el horizonte, el juego perverso de alternativas que lo define: bien la polonización de Italia, como anticipaba nítidamente Steven Forti hace unos días, que no es sino la superación del neoliberalismo tecnocrático por la vía de la imaginación fascista de la unidad social, a saber, una comunidad política como resultado, precisamente, de negar, anular y perseguir toda diferencia: inmigrantes, mujeres, feministas, sujetos antagonistas, personas lgtbiq+, es decir, de representar la unidad de la comunidad como aquello que está siempre amenazado por el otro, por esa diferencia que debe ser sacrificada; o bien la continuación de una tecnocracia neoliberal que, como analizó Luciana Cadahia en un libro imprescindible, resulta de llevar ese sacrificio de la diferencia, esa erradicación de lo otro, al interior mismo del sujeto, para anular o neutralizar en el sujeto mismo, en todo sujeto, todo aquello (todo deseo, toda pasión, toda contradicción y vínculo con el otro) que, como diferencia inasumible, impida su funcionamiento o su plena realización como una unidad cerrada sobre sí misma, acaso como una mercancía en un mercado sin política, mera agregación de existencias individuales. 

No hay, ya concluyo, manera de evadir la pregunta por las formas de representar una cierta unidad de la diferencia. Su nostalgia actual, esa que identifico en la mezcla de fascinación y rechazo que ha producido el entierro de Isabel II como fin de una era, muestra un vacío que estamos, quizá, obligados a pensar y combatir. Ignorar esta necesidad, o sustituirla por la siempre a mano unidad de la izquierda, nos desarma frente a las dos alternativas que dibujaba, esas que responden perversamente a la pregunta por la unidad: una negando, persiguiendo o anulando a todos aquellos sujetos que representan una diferencia inasumible para una imagen totalitaria del cuerpo social; otra acogiendo la diferencia siempre que quede encerrada sobre sí misma, desgajada del resto, incapaz por tanto de comunicar y, por tanto, de articularse políticamente. 

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Jorge Lago estudió Sociología en Madrid, París y Bruselas. Ha sido investigador en la Complutense y el CNRS francés, y es hoy profesor de Teoría Política Contemporánea en la UC3M, además de editor de Lengua de Trapo.

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