Un zumbido es un sonido continuado y bronco, según la RAE. En ocasiones, se instala en el interior del oído, como un rumor pegado al cerebro que puede acabar convertido en fragor invalidante, obnubilando el pensamiento. Existen, eso sí, seres humanos capaces de elevarse por encima de ese murmullo constante y hacer caso omiso, como si no existiera. Son personas de especial resistencia al alboroto, de ideas firmes o, al menos, capaces de discernir los sonidos importantes de la batahola.

Otros, menos afortunados, al no disponer de un criterio claro, se ven contaminados por la alharaca reinante y flaquean en sus convicciones o se ven sumidos en un pozo de ideas muchas veces manipuladas, contradictorias o sin sentido, a pesar de que puedan ir en su contra. El retumbar incesante les dificulta alcanzar el estadio de reflexión, necesario para discernir lo güero de lo sazonado, lo verdadero de lo falso, lo sincero y coherente, de lo artificial e inconsistente.

También es cierto que algunos son especialmente proclives, gracias a su falta de madurez y ausencia de análisis, a dejarse contaminar por la maledicencia, la prédica y el adoctrinamiento. Son estos quienes se convierten en campo de cultivo propicio para las ideologías extremas y las políticas corrosivas que, sin aportar nada, corrompen y deterioran la convivencia. Comentarios que no deberían pasar de charla insustancial de café, crecen y se transforman en verdades incontestables a través de las arengas de algunos comunicadores mediáticos, que imparten su doctrina y marcan la senda de responsables políticos sin discernimiento. Y es sabido que, repitiendo machaconamente una mentira, esta consigue traspasar la frontera de lo real, para aposentarse en el imaginario común como si lo que pregona siempre hubiera estado allí y fuera irrebatible.

El bucle

Como digo, en esta migración de lo falso a lo certero, los medios de comunicación tienen un papel importante. Bien sea para combatir la calumnia o, por el contrario, para afianzarla. Así el zumbido pasa a ser un sonido continuado de base, que acaba por no distinguirse de los ruidos habituales, o, incluso, los anula a todos hasta hacerse hegemónico.

Esto pasa con la política de oposición que estamos sufriendo en todos sus ámbitos. Desafortunadamente, estamos anclados en una especie de bucle en el que el zumbido se ha convertido en algarabía, y esta ha normalizado el insulto y la descalificación hacia las personas y las instituciones. Y, lo que es aún peor, que en este escenario ya pocos se escandalizan de las barbaridades que profieren sus señorías desde los escaños del Parlamento o en la calle, en las manifestaciones camufladas y faltosas que promueven, animan y amplifican e incluso se echan de menos. Hay que gritar, insultar, quemar y golpear muñecos, descalificar a las personas para que el zumbido nos absorba a todos.

En este contexto, las llamadas a la prudencia y a la calma, la apelación a la razón y a la reflexión, no tienen lugar. Poco importa que el presidente de Gobierno apele a la pedagogía o a la didáctica, lo relevante es que la gente perciba que “le mojas la oreja” al otro; que el titular sea más escandaloso; que la mentira sea más grande porque así resulta más creíble. Mientras tanto, las bombas siguen cayendo sobre Gaza; la Fiscalía de la Corte Penal Internacional no hace nada; el Consejo General del Poder Judicial sigue sin renovarse; el extremismo, cada vez menos disimulado, se instala en nuestro devenir diario y es asimilado sin mayor pudor ya sea en el mundo de la justicia, en el de la política o en el de la convivencia diaria.

Ambiciones

Por el camino, muchos de los autodenominados líderes olvidan o aparcan el objeto real de la política, que no es otro que lograr el bienestar de la sociedad. Eso, en el caso de que alguna vez lo hayan tenido presente. Lo hemos vivido la semana pasada durante el tenso pleno del Congreso de los Diputados, celebrado, a causa de unas obras, en la sede del Senado. Se trataba de convalidar tres decretos ley cuyo contenido era de primordial necesidad para los ciudadanos. Uno aspiraría a presenciar un debate sosegado o agrio, pero de profundidad, ante la envergadura de los temas a los que se referían. Sin embargo, lo que vimos fueron actitudes y declaraciones cuanto menos decepcionantes. El hecho de que un partido nacido de un movimiento progresista se alineara con la derecha y la ultraderecha para tumbar medidas que beneficiaban a personas en situación vulnerable es un desastre. Debo reconocer que, a pesar de las excusas y explicaciones, me cuesta digerir eso que en política llaman sapos. Expresión que, por cierto, nunca me ha gustado, por el desprecio que supone hacia un ser de la naturaleza que hace mucho menos daño que algunos especímenes de la raza humana.

Me queda la sospecha amarga de que se pueden haber cruzado ciertas frustraciones o ambiciones fracasadas de algunos políticos sobre la realidad lacerante de millares de administrados. Verdaderamente, deseo estar equivocado y que exista una explicación solvente que, desde luego, no se ha dado.

Intereses

El caso de Alberto Núñez Feijóo, líder del PP y máximo exponente de la derecha por el momento, merece tratamiento aparte. Feijóo estuvo al frente de la Xunta de Galicia desde 2009 hasta el 2022, por lo que se entiende que ha debido conocer a fondo los entresijos de lo que supone estar en estas labores. Pero, como si de un novato se tratara, tras concluir el pleno y con la victoria parcial —pero victoria— del Gobierno, el jefe de la oposición, sin duda decepcionado al ver que el ejecutivo no había mordido el polvo, aseguró que si hubiera sabido que la política era esto, nunca habría decidido ser político.

La falta de diálogo incita a la confusión, que es una herramienta idónea para alcanzar otros fines más inconfesables. Y, mientras tanto, a nosotros, el zumbido nos lleva a obviar lo que deberíamos hacer y no hacemos

Parecería conmovedora la inocencia de este representante electo del pueblo de no ser porque lleva en política desde 1991, con lo que tiene una mochila de conocimientos y argucias muy completa. Si su finalidad es llegar a la Moncloa, y ello me parece legítimo, hará lo que sea preciso para conseguirlo, pero no debería olvidar el señor Feijóo que la política es también un servicio público y quienes la ejercen son, así mismo, servidores públicos y no pueden hacer lo que se les antoje. Incluso aquí, las acciones políticas tienen un límite. A riesgo de ser cansino, recordaré, por segunda vez en este artículo, el caso del Consejo General del Poder Judicial, y la negativa reiterada, incumpliendo la Constitución, a su renovación por parte del o de los líderes populares. He sido juez durante una gran parte de mi vida, y llevo el concepto de servicio público impreso en mi mente, de una forma indeleble. Por eso, me molesta hasta unos límites insoportables que se manipule a las personas desde la tribuna de la política o de la justicia por los que participan de aquella con la colaboración imprescindible de algunos actores del propio órgano de gobierno de los jueces y de algunas asociaciones judiciales que tan solo quieren el control, este sí, verdadero y total, de la judicatura a cualquier precio, aunque sea profundizando en el desprestigio del poder judicial. 

No entiendo por qué se tiene que acudir a un mediador, titular de una alta responsabilidad en la Unión Europea, para solucionar un tema interno como el del CGPJ español, ni lo que se pretende con ello, más allá del desprestigio y la incompetencia de quienes tienen la obligación de resolver esta cuestión, ni que, en esa dinámica, medren o estén de acuerdo las asociaciones que apoyan esta iniciativa a la vez que contribuyen a la banalización de ese órgano y del propio poder judicial y sus administradores. A estas alturas, los únicos que mantienen la dignidad son los titulares de ese poder, que son los ciudadanos, porque, los demás, unos por acción y otros por omisión, están contribuyendo a su destrucción.

Lo que intento transmitir es el valor que en una sociedad estructurada tiene la palabra dada, la importancia de cumplir en cualquiera de las facetas de la vida con lo asumido, la frustración por el incumplimiento o la pérdida de confianza en el discurso cuando se basa en argumentos vacíos. En definitiva, de la solvencia o falta de la misma de quienes nos representan desde la función pública en nuestra democracia, cuya calidad dependerá de cómo sean unos y otros.

La confusión

En algunos colectivos animales, los zumbidos dicen mucho de su forma de vida y de sus intenciones. Las abejas son animales muy sociables. Sus diferentes tipos de zumbidos sirven, por ejemplo, para señalar una amenaza. Es un mecanismo de supervivencia que coordina los comportamientos de todos los individuos de la colmena. Las avispas son más agresivas y su modo de ser no es tan afable entre ellas porque tienen que sobrevivir y cazar diferentes insectos para poder alimentarse; por este motivo, son más ariscas y tienen un mayor instinto de competitividad. Algunos políticos y quienes desde la justicia se prestan a la utilización, podrían identificarse con unas o con otras, pero la diferencia entre el primer ámbito y el segundo es que el zumbido en el Congreso o el Senado, en un órgano judicial o fiscal, en una asociación determinada de estas dos categorías no es para anunciar peligros o protegerse sino para expandir la contaminación, a través de medios de comunicación afines, que marcan la pauta o sirven de caja de resonancia entre quienes son los verdaderos titulares de esas altas instancias, en su perjuicio. 

De esta manera, los discursos vacíos de contenido se convierten en veneno que acaba con el sentido común. El premio Nobel José Saramago ya expresó sus dudas, personalizadas en sus propias palabras: “… me amarga la boca la certeza de que unas cuantas cosas sensatas que he podido decir durante la vida no habrán tenido, a fin de cuentas, ninguna importancia. Y ¿por qué habrían de tenerla? ¿Qué significado tiene el zumbido de las abejas en el interior de la colmena? ¿Les sirve para comunicarse unas con las otras?”

Esa es, a fin de cuentas, la pregunta. Pero dudo que interese responderla. La falta de diálogo incita a la confusión, que es una herramienta idónea para alcanzar otros fines más inconfesables. Y, mientras tanto, a nosotros, el zumbido nos lleva a obviar lo que deberíamos hacer y no hacemos: plantar cara a estos políticos irresponsables, denunciar a quienes son cómplices de ese ataque sistemático contra la democracia y recordarles que trabajan para nosotros, algo que parece no han tenido nunca presente.

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Baltasar Garzón es jurista y autor, entre otros libros, del ensayo 'Los disfraces del fascismo' (Planeta).

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