Plaza Pública

Carta abierta a Felipe de Borbón

Francisco Javier López Martín

Felipe,

No interpretes como descortesía, ni mucho menos como injuria, o calumnia, el que me dirija a ti sin utilizar un tratamiento protocolario del estilo Señor, o Majestad. Es la naturaleza propia de estas cartas abiertas la que me impone utilizar el tuteo, escribir a quienes se las dirijo de persona a persona. No sólo porque no reconozca a nadie por encima de mí, tampoco a nadie por debajo, por cierto. Sino porque estas cartas se dirigen a personas, no en función de sus edades, cargos, títulos, funciones, responsabilidades, o profesiones.

Pensé comenzar, en un primer impulso, evocando una canción de Quintín Cabrera, ese uruguayo que se afincó en una España decadentemente dictatorial y murió en la democrática primavera de 2009, sin haber cumplido los 65, cuando sus amigos le preparaban un homenaje bajo el título "¡Adelante Quintín!", en el Auditorio Marcelino Camacho, que cedimos las CCOO de Madrid, como en tantas otras ocasiones lo hemos hecho, cuando la causa es justa.

Cantaba Quintín una canción, "Qué vida más diferente, la mía y la suya, Señor Presidente". Pensé que vendría al pelo comenzar así. Sobre todo cuando recordé las palabras de un viejo amigo, de aquellos que, por avatares de la vida, tuvo ocasión de entrever los privilegios –disponibilidad de rentas, canonjías, sinecuras y mamandurrias– que se movían alrededor de la ostentación de determinados cargos en Consejos de Administración: "Hay dos clases de vida y la nuestra no es vida".

Al final pensé que lo obvio aporta poco, aunque desgraciadamente haya que volcarse incansablemente en demostrarlo con cada vez mayor frecuencia. A fin de cuentas, no pienso, a estas alturas, que tu vida sea más afortunada que la mía. Naciste aquí, príncipe de una fastuosa dinastía en el exilio, nieto de un Juan Sin Tierra, que dependía, para su futuro, de los designios de un dictador sanguinario que, tan sólo un año después de tu nacimiento, se dignó declarar como sucesor a tu padre, con título de Rey.

Nací yo, siempre lo he querido ver así, como un príncipe más, de una dinastía de perdedores olvidados, exiliados de aquí y de más allá de nuestras fronteras, de los Nadies. Mi abuelo, afiliado a UGT, el PCE y combatiente en el Quinto Regimiento, marchó voluntario a defender la República y desapareció en la Guerra del Dictador. Nunca he sabido bajo qué tierra descansa. Mi otro abuelo, secretario de las Juventudes Socialistas Unificadas en su pueblo, sufrió la represión franquista de palizas y cárceles, tras ser acusado como "rebelde"ante los tribunales militares.

Ni tú elegiste dónde ir a nacer, ni yo tampoco lo hice. Somos hijos de quienes, cuando el negro pasado comenzó a pudrirse en una basilical tumba, bajo una losa de miles de kilos de peso, decidieron abrir las puertas a la política de reconciliación nacional que el Partido Comunista de España había decidido impulsar desde 1956: "El Partido Comunista declara solemnemente estar dispuesto a contribuir sin reservas a la reconciliación nacional de los españoles, a terminar con la división abierta por la Guerra Civil y mantenida por el general Franco".

Hay quienes hoy sostienen que no lo hicieron bien, pero yo pienso que lo hicieron todo lo bien que pudieron y supieron. Viví los casi últimos 20 años de la dictadura y los cerca de 40 de democracia. Visto lo cual, pese a todos los males que nos aquejan y que nos amenazan, los errores, desaciertos y disparates cometidos –y no son pocos–, no hay color. Se mire por donde se mire.

Has tenido dos hijas. Tengo también dos hijas, más mayores, y un hijo de la edad de las tuyas. Un día tus hijas, las mías, mi hijo, vivirán en el país que les leguemos. Hay cosas que tenemos que dejarles resueltas. No podemos permitirnos que soporten la pesada mochila de un futuro de desigualdades, injusticia y precariedad.

El consorcio de intereses económicos y políticos ha hundido sus raíces y ha extendido sus tentáculos en todas direcciones. Las personas, las instituciones, las empresas y no pocas organizaciones sociales, han –hemos– caído en la trampa de la aceptación de que las cosas son como son, hay que ser realistas, hay que aceptar el posibilismo. En algún momento hemos olvidado el pensamiento de Mandela, de quien conmemoramos el centenario de su nacimiento y a quien todo el mundo parece ahora admirar en nuestro país: "Siempre parece imposible hasta que se hace".

No sé si es posible cambiar la Constitución. Tampoco estoy seguro de que requiera grandes modificaciones, porque en cuanto tiene relación con el cumplimiento de muchos derechos constitucionales, se encuentra sin estrenar.

Sí me parece necesario un Pacto de Convivencia que nos libre de la corrupción, sea cual sea la institución o persona donde esa corrupción haya hecho nido. Que dignifique la política y los políticos. Que asegure derechos esenciales como el de la educación, vivienda, sanidad, servicios sociales, atención a la dependencia, pensiones, trabajo decente. Que defienda la libertad y la igualdad de toda la ciudadanía. Que resuelva la difícil cuadratura del círculo de compaginar la imprescindible solidaridad con los deseos de autogobierno de nuestras autonomías y hasta nuestros municipios.

En cuanto al régimen político que deba tener este país, imagino que eres hereditariamente monárquico, como yo soy genéticamente republicano. Probablemente queda fuera de mi alcance y hasta del tuyo, decidir esta cuestión. Aún así, no es la primera vez que rememoro la reflexión de Largo Caballero, quien después de la Guerra Civil, de su paso por las cárceles francesas y por el campo de concentración nazi de Sachsenhausen, escribía, en 1945, desde el Cuartel General de la Comandancia del Ejército Ruso de Ocupación, en Berlín, su Carta a un Obrero. Ahí recordaba su intervención en un mitin en el cine Pardiñas de Madrid: "Si me preguntan qué es lo que quiero, contestaré República, República, República. Hoy, si me hicieran la misma pregunta, respondería Libertad, Libertad, Libertad. Pero libertad efectiva; después ponga usted al régimen el nombre que quiera".

No es tarea sencilla, ya lo sé, pero es lo que hay y es lo que nos toca. Yo, por mi parte, que crecí cantando a Brassens en sus versiones españolas y siempre me he sentido incómodo desfilando tras una bandera, estoy dispuesto a dar un primer paso, aceptando que la bandera de nuestro país sea la de la Primera República española. Y como el escudo no aparece en la Constitución por ninguna parte, ya encontraremos uno que a todas y todos satisfaga.

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Puede parecer simplista y hasta ingenuo, pero por algún lado hay que empezar.

Gracias por tu atención y que la suerte y el acierto nos acompañen, Felipe, ____________________

Francisco Javier López Martín fue secretario general de CCOO de Madrid entre los años 2000 y 2013

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