Plaza Pública
Carta abierta al padre Francisco
Querido Francisco:
No escribo tu nombre real, para que nadie se anime a incordiar tu retiro, alejado de la trivial, mustia y frívola vida mundanal en la que nos hemos ido aventurando, como sin darnos cuenta. Me acordé de ti cuando andaba embarcado en la recopilación de artículos para ese singular libro-recuerdo sobre el bicentenario de Carlos Marx que unos cuantos iluminados decidimos echar a andar, sin mucha esperanza de que pudiera terminar viendo la luz, a la vista de lo exiguos que fueron los primeros resultados de nuestra cosecha.
Pensé que, entre las invitaciones a escribir sobre el de Tréveris, faltaba una dirigida a alguien que pudiera pensar sobre Marx y la religión, Marx y dios, o el infinito y Marx. No sé, una reflexión que fuera un poco más allá de la conocida referencia de que la religión es el opio del pueblo. Una cita que, por otra parte, no era originaria de Marx y Engels, sino que ya había sido esbozada por pensadores anteriores como Kant, Feuerbach, o Heine, entre otros. De hecho, Engels estudió, en algún momento, el papel de las ideas religiosas como sustentadoras de no pocas revoluciones.
Me apetecía que alguien hablara en el libro del camino recorrido por los seguidores de Marx, hasta llegar a la teología de la liberación, pasando por Rosa Luxemburgo, Gramsci, el diálogo marxismo-cristianismo, Mariátegui, o el padre Llanos y sus jesuitas del Pozo del Tío Raimundo, los curas obreros, con sus flamantes carnés del Partido Comunista y de las CCOO.
Recordé aquel tiempo, relativamente lejano, en términos de una vida humana, cuando fui tu alumno. Días en los que bajabas a Villaverde en una vieja Vespa, para echar una mano al párroco de la iglesia del Pino, alojada en unos sótanos que, pasados los años, han sido gimnasio y abandono. Todos recordamos siempre a ese puñado de maestros que dejaron su huella en nosotros.
Conservo aún uno de aquellos cuadernos en los que tomaba apuntes de tus enseñanzas de Filosofía y Ética. En una de sus páginas apunté algo sobre el compromiso: Nada de contemporizaciones y oportunismo en este mundo. Seguir aquellos principios te ha obligado a renunciar a cargos, privilegios, a la orden religiosa a la que pertenecías. Me animé a pedirte que escribieras un artículo para el libro.
Declinaste la invitación y me lo explicaste, pidiendo comprensión. Llevabas más de ocho años en lo que denominabas bendita “soledad” en un pueblo de la costa, jubilado e intentando reponerte de las demandas judiciales que políticos y constructores habían interpuesto contra ti. El presunto delito consistía, básicamente, en haber aceptado el reto de ser alcalde de una rica localidad e intentar poner un poquito de orden en los mangoneos inmobiliarios.
Aún no habían estallado los escándalos de las tramas urbanísticas en ayuntamientos, ni la Gürtel, la Púnica, ni decenas de casos similares. El dinero circulaba, la riqueza fluía, los maletines y las bolsas de basura cargadas de fajos pasaban de unas manos a otras, los bolsillos se llenaban y todo el mundo prefería hacer la vista gorda. Quien se oponía amenazaba con matar la gallina de los huevos de oro. El rey debe morir para que todos sigan viviendo. Hermoso el libro de Mary Renault, construido sobre el mito de Teseo.
Me contabas que te fuiste para liberarte de todo y de tantos que habían agotado una vida que tan sólo quería ser honesta y comprometida. Que te habías desvinculado de todas las colaboraciones profesionales, sociales, vecinales, políticas, partidarias, sindicales, que te unían al pasado. Desde tu terraza contemplas el mar y las estrellas. En la terraza cuidas tus plantas, te entregas a la lectura y, cada vez con más frecuencia, te dedicas a imaginar qué habrá sido de los alumnos y las alumnas a los que diste clase. Qué será de sus vidas.
Me recuerdas, salvadas de nuevo las distancias de un tiempo relativo que siempre termina por conducirnos al infinito, a aquel Jaime Gil de Biedma que, hastiado de "un viejo país ineficiente", al que consideraba, "algo así como España entre dos guerras civiles", aspiraba a vivir "en un pueblo junto al mar, poseer una casa y poca hacienda y memoria ninguna".
Y, pese a tu negativa a escribir el artículo, pese a vivir en ese pueblo junto al mar, te molestas en contarme que El Manifiesto Comunista te "convenció de que la única felicidad, a la que el ser humano puede aspirar, está en esta vida y no en otra transcendente. También que el ser humano ha de dejar de contemplar e interpretar la naturaleza y el mundo como grandiosa creación de Dios (secular mito, leyenda y superstición) y convertirse en artífice, creador, transformador de la naturaleza, del mundo y de su propia vida, construyendo su propio destino y futuro".
Francisco, lo intentaste. Arriesgaste con tu decisión y empeño. Acabaste pagando un precio demasiado alto. Tu destino, o el del alcalde de Seseña, Manuel Fuentes, debieron hacernos reflexionar como ciudadanía y debieron llamar a la puerta de la conciencia de los partidos. Las bases económicas de nuestras haciendas municipales se sustentaban en la gestión del suelo y eso había contaminado todo, corrompiendo a demasiadas personas, instituciones, empresas.
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Quienes hoy se muestran agraviados, ofendidos y escandalizados, bien pueden acabar mañana imputados. El cinismo y la hipocresía se van adueñando del paisaje árido y yermo a marchas forzadas, abonando la tierra patria para que fructifiquen en ella las malas hierbas del populismo y del neo-fascismo que se nos viene encima.
Te pedí permiso para publicar tu carta en forma de artículo, cambiando nombres y referencias personales. Aceptaste. Hoy aquel artículo figura en el libro Dígaselo con Marx. Su título, Bendito Marx, y la firma, Padre Francisco, Fraile y Maestro jubilado, fueron elegidos por los editores. En todo lo demás, he procurado ponerme en tu lugar, meterme en tu piel, comprender qué clase de mundo te ha conducido hasta la bendita soledad. Tentadora y laboriosa soledad. ___________________________
Francisco Javier López Martín fue secretario general de CCOO de Madrid entre los años 2000 y 2013