El circo electoral

Parecía que iban aprendiendo. Más de tres años de una gestión más que aceptable, habiendo capeado la pandemia con bastante eficacia, al igual que los demás países de nuestro entorno, y que ahora, al afrontar la crisis de la guerra de Ucrania, ha puesto sobre la mesa medidas correctas y adecuadas, como ha reconocido la propia Unión Europea. Era una primera experiencia de gobierno de coalición, difícil de gestionar, difícil de interiorizar, pero que la desidia y chapucería de la etapa Rajoy y unos resultados positivos hacían aceptable para el conjunto de la ciudadanía.

¡Ah, pero se acercan elecciones, el ciclo que se convierte en un bucle! Y no una ni dos, sino tres a distintos niveles: municipales, bastantes autonómicas y generales. Y volvió a aflorar el “quítese usted para ponerme yo”, el sectarismo, la tribu, y con ellos, el desdén por el otro, la sordera de trinchera, el circo infantiloide con fieras rugientes y payasos sin gracia. Como decía Max Aub en Campo de sangre: “Lo español: el puñado y tirar p’adelante”. En nuestro caso a menudo no se va p’adelante, sino que todo queda en palabrería vacua, funambulismo, o espectáculo trilero, sin tener en cuenta ni la fuerza propia ni las circunstancias del entorno. Quizá sí, pero en la Europa del convulso y cibernético siglo XXI, el puñado tiene capacidad para destruir, pero no para levantar nada sólido. 

¿A santo de qué tanta inquina?, ¿por qué estas luchas cainitas? Asumo, ingenuo, que no hay una voluntad expresa de poner la alfombra roja, de los rojos, para el desfile del PP hacia la Moncloa. Pero tanto espaviento exagerado borra de la mente de los futuros votantes los logros innegables en la gestión de unos años dificilísimos. El ciudadano de a pie tiene memoria de pez, se rige más por la emoción que por la razón, y es mucho más fácil indignar con lo negativo (cierto o no), que convencer con lo positivo, que ha sido mucho. Y vuelvo a mi duda sobre cuál es el objetivo. Porque si son sólo un puñado de votos, apañados vamos. 

La emoción, el choque mediático, prevalece sobre el razonamiento y la evaluación sosegada de los pros y contras de cada opción, incluidos los de la viabilidad de un nuevo gobierno de coalición

Parece evidente, aunque penoso, que ante unos comicios sea más rentable desacreditar al contrincante que realzar las virtudes propias. Y dado que los votos en disputa son bastante estables, se busca cicateramente rebañar unos cuantos boletos de las propuestas más cercanas y no de los que promueven políticas opuestas a las propias. Pero no se tiene en cuenta que, si bien hay cierto trasvase en cada elección, lo que es prácticamente inamovible es el volumen de votantes a derecha y a izquierda. Así que, siendo inevitable una salida hacia un gobierno de coalición, el que Podemos consiga cuatro votos socialistas, o al revés, no hará avanzar hacia la posibilidad de seguir con una política de izquierdas (con todos los matices que se quiera, esta ha sido la que se ha llevado a cabo hasta ahora).

El maestro Odón Elorza decía hace poco en infoLibre, el pasado día 9 de marzo: “A gran parte de la sociedad progresista y en general a quienes viven con temor el discurrir de las crisis y las incertidumbres globales, esta situación los lleva al desánimo y a la desorientación”. Lo más dramático es que se olvida la tendencia clara al aumento de la abstención (10 millones de votos en 2019). ¡Es ahí donde se debiera picar piedra, y no lanzarla a la cabeza del vecino! No se tiene en cuenta, o el orgullo prevalece sobre el razonamiento, que tanta diatriba a cara de perro, tantos dimes y diretes e incluso insultos, solo incrementan el número de los que, decepcionados, no irán a votar. En el mejor de los casos no se pasarán al bando contrario, pero el asco les impedirá votar en el ámbito en el que siempre se han movido. 

He dicho que la emoción, el choque mediático, prevalece sobre el razonamiento y la evaluación sosegada de los pros y contras de cada opción, incluidos los de la viabilidad de un nuevo gobierno de coalición. Ello es explotado por los populismos que, a caballo de las redes sociales, cuentan con un voto fiel y se benefician del abandono de los seguidores de las otras opciones. En los insultos, en las bravuconadas, siempre nos ganará la derecha, prepotencia de quien tiene los medios, menosprecio de la capacidad de análisis del electorado. Y sin embargo se sigue pertinazmente con la pelea barriobajera al reclamo de unos comicios. 

¿Alguien puede imaginar una victoria absoluta de alguna opción de izquierdas? (No, no te rías, lector. Al final hablo de la utopía). Pues entonces, todos los dardos lanzados ahora serán ascuas sobre las que tendrá que andar el gobierno entrante, obligado a dar botes circenses para no abrasarse. Aún resuenan los insultos flotando en el aire de las Cortes a raíz de un tema donde hay muchos más acuerdos que desacuerdos, pero donde los personalismos, las prisas y la chapucería han tomado el timón de una nave al pairo. ¡Cuánta energía malgastada! ¡Cuántos recelos y cuentas pendientes enturbiando el día a día y el mañana a mañana!

Más allá del teatro electoralista que se represente, ante las disputas en una coalición, al menos cada uno debiera tener presente su peso específico, su activo en votos y escaños. En la necesaria y a menudo ausente cultura del pacto, se olvida la propia debilidad, que redunda en la de todos. No prevalece quien más grita, o quien tiene la frase más aguda; el resultado electoral de cada uno también debiera verse reflejado en los matices del acuerdo final. 

Y como lo prometido es deuda, ahí va la utopía. La que nos mostraría a los dos grupos en cuestión, más otros con propuestas en parte afines, asumiendo ya desde hoy que en el futuro estarán obligados a entenderse, a promulgar conjuntamente las leyes que hagan avanzar al país por el camino de la solidaridad y la justicia, evitando que se implanten de nuevo el amiguismo y la codicia. Así de claro. Tan claro que incluso podría ser percibido por muchos y muchas votantes como una apuesta de futuro a la que valdría la pena dar apoyo, un futuro tan sólido que haría empequeñecer las discrepancias actuales, lo del dedo y la luna y quién mira qué. Recuerdo una cita de Santos Juliá acerca del Manifiesto del Frente Popular que ganó las elecciones de febrero de 1936: “inmediatamente volvió a encenderse, en aquella mitad de España que se sintió derrotada en las elecciones de 1933, la esperanza de un nuevo triunfo, inspirada no tanto por lo que el pacto decía, sino por el simple hecho de decirlo, por la escueta razón de su existencia”. ¡Cuánta gente de izquierdas, e incluso neutral, fue a votar entre los que no lo habrían hecho de no haberse alcanzado el acuerdo! ¡Cuánta gente de izquierdas se hubiera quedado en casa, o incluso habría votado opciones de derechas, de haberse comunicado el no acuerdo con exabruptos similares a los de hoy, en aquellos duros y gélidos primeros días de 1936! Lo importante no fue que Izquierda Republicana rebañara unos cuantos votos al PSOE, o que este consiguiera que algún comunista le votara. Lo relevante fue que se impidió la permanencia y ascenso de las derechas filofascistas a un poder que ya no habrían soltado.

En el manifiesto, se mencionaban las coincidencias, y también las discrepancias, como por ejemplo en el tema de la banca pública. Pero ello no fue óbice para que la ciudadanía percibiera una cultura del acuerdo, lo que influyó sin duda en los resultados. Así que, ochenta y siete años después, habiendo pasado una guerra, una larga y oscura posguerra, una ilusionante transición, y también los gobiernos de Aznar y Rajoy, vuelvo a mi utopía, con el apunte de que posiblemente necesitaría de alguna cura de humildad y de ciertos mutis de los que viven en la ambitiosa paupertate, la presuntuosa pobreza (en votos se entiende): ¿Sería posible extraer, entre las vocingleras discrepancias, una lista de puntos de acuerdo, asumibles ya ahora en la eventualidad de tener que formar gobierno? ¿Podría, ya ahora, instaurarse una mesa permanente de puesta en común, de práctica del acuerdo, con voluntad de ídem, aislada de los focos y con algún psicólogo de soporte? 

Acabo con una frase de Cicerón, de la que ahorro el latinajo: “Errar es propio de cualquier persona, pero obstinarse en el error sólo lo es del necio”.

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Antoni Cisteró es sociólogo y escritor. Es autor de 'Participar hoy. Notas para una participación eficaz' y miembro de la Sociedad de Amigos de infoLibre.

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