Los conservadores genuinos son de ‘extrema izquierda’
Aunque pueda sorprenderle, si usted se considera conservador tiene más sentido que apoye a eso que los medios de derechas denominan "extrema izquierda". En lenguaje pervertido constitucional: a los enemigos de España.
Hace ya más de quince años que Paul Krugman escribió La conciencia de un liberal. Su libro resultó tener una tonalidad profética en el sentido de que los niveles de desigualdad de los 00s eran perfectamente comparables a los de los años 20 del siglo pasado en los Estados Unidos. La historia volvió a rimar, como diría Mark Twain, en forma de grave crisis económica: La Gran Depresión en el 29 y la Gran Recesión en el 2008.
Todos conocemos las consecuencias catastróficas que supusieron estas crisis económicas y todos (deberíamos) ser conscientes de los efectos traumáticos que han tenido para las distintas democracias. En aquella época era la irrupción del fascismo y ahora es el renacer de un nuevo movimiento autoritario con opciones reales de acabar con el sueño de la democracia liberal.
Quiero aprovechar para recordar un pasaje no demasiado explorado del ensayo. En el libro, Krugman asoció el conservadurismo verdadero a los que defendían la igualdad. La idea es buena y apropiada porque precisamente la tarea de una persona conservadora genuina en nuestra era es que los insoportables niveles de desigualdad no acaben por destruir los endebles cimientos de la democracia.
Lingüística y política van de la mano. La idea de fondo es que cualquier persona que se considere conservadora debe hacer justicia a la palabra: debe ante todo conservar (primera acepción de la RAE). Justo lo opuesto a lo que han hecho los partidos políticos considerados de centro derecha y centro izquierda en buena parte de los países occidentales: destruir los cimientos de nuestra sociedad a través de la aplicación de medidas neoliberales o su versión más dulce, tercera vía. La propaganda de los medios de comunicación ha permitido situar en el espectro de la extrema izquierda a todo lo que suponga cuestionar esa especie de consenso neoliberal, aunque a día de hoy es indudable que esa mal llamada “extrema izquierda” es la que mejor muestra su compromiso por conservar la democracia a través de una agenda socialdemócrata renovada. Quizá también por una sencilla razón: el neoliberalismo es anticonservadurismo en todas sus formas.
La adopción de este camino destructivo no es casual. Responde a lo que decía Adam Smith a finales del XVIII: son las élites económicas las que, aparte de conspirar contra el público, determinan las políticas de los Gobiernos. La forma histórica de impedirlo ha sido cuando la ciudadanía ha sido capaz de organizarse para presionar a los gobernantes para que elijan el interés común frente al interés de “los amos de la humanidad”, como decía Smith.
Conservar requiere a día de hoy frenar la avaricia sistémica de las élites económicas, tal como hizo Franklin Delano Roosevelt (FDR) hace casi un siglo, cuando criticaba a sus rivales la teoría económica del derrame: “se ayuda a unos pocos favorecidos y esperan que parte de su prosperidad se filtre, se escurra, al mundo del trabajo, al agricultor, al pequeño empresario. Esa teoría pertenece al partido de los Tories, y yo habría esperado que la mayoría de los Tories hubieran abandonado este país en 1776”.
Sin embargo, hay que tener en cuenta que para conservar no solamente hace falta un presidente valiente, sino una ciudadanía movilizada. De ahí la célebre y popularizada frase de FDR de “oblíguenme a hacerlo”. Roosevelt pudo ser el mejor presidente de Estados Unidos porque la población estaba verdaderamente movilizada.
Richard Rorty proféticamente dijo en los años noventa que si la desigualdad económica seguía aumentando entonces podía imaginar a un presidente fascista en la Casa Blanca declarando la guerra a China
La primera tarea de cualquier persona conservadora es precisamente conservar la democracia. En el fondo, quizá lo que dijera Krugman no tuviera mucho mérito. Ya lo dejó caer uno de los filósofos liberales más importantes del siglo XX, Richard Rorty, cuando también proféticamente dijo en los años noventa que si la desigualdad económica seguía aumentando entonces podía imaginar a un presidente fascista en la Casa Blanca declarando la guerra a China.
No requiere mucho esfuerzo imaginar a ese presidente. Ahí tienen a Donald Trump y todas las advertencias de una gran variedad de medios de comunicación alertando de que la democracia estadounidense puede estar ante su final. Desde luego que la situación no invita al optimismo viviendo el país la mayor crisis política desde la Guerra de Secesión.
En España, la situación no es tan traumática, pero empieza a descontrolarse. La derecha española lleva años dirigiéndose hacia ninguna parte con un Pablo Casado más desencajado que nunca. No es capaz ni de lidiar con VOX ni con el ala más fanática de su partido, que repite las mismas máximas reaganistas de VOX. A día de hoy no es exagerado decir que la función principal que desempeña la derecha española nada tiene que ver con conservar. Así se entiende no solo la demagogia con la que el PP actúa en Cataluña, sino también la sorprendente polémica con Antonio Garamendi cuando al hablar de los indultos dijo que “si esto acaba en que las cosas se normalicen, bienvenido sea”.
En España también tenemos un problema muy grave de polarización. Sin duda, la izquierda ha cometido errores, pero estos son insignificantes si se comparan con todo el derroche de electoralismo y de sectarismo de una derecha cada vez más desdibujada. Es cierto que hay una herencia de la era Zapatero, cuando, además, ciertos medios de comunicación de derechas empezaron a alimentar bulos más típicos de regímenes dictatoriales que de democracias serias. Ahí quedará para siempre El Mundo y la conspiración del 11 de marzo…
Eso último sirve para ver el origen, pero no para hacerse a la idea de la magnitud del problema. Los medios alimentan cansinamente lo que ahora se conoce como “guerras culturales”. Estas impiden cualquier debate racional, facilitando el más absoluto desprecio hacia el mensaje científico. No hay película que aborde mejor esto que la parábola de No mires arriba.
El panorama no es muy bueno. Los centros derecha e izquierda son incapaces también de atajar el problema de la catástrofe medioambiental, mientras que la extrema derecha directamente lo niega o no le da importancia. Es el turno entonces de esa mal llamada extrema izquierda, porque no solo hacen falta medidas mucho más ambiciosas para reducir la desigualdad y conservar la democracia, sino también para descarbonizar nuestra economía. Así fue como los verdaderos conservadores pasaron a ser de extrema izquierda. No dar estos pasos significa, como en la película, el impacto de un meteorito que va a hacer imposible la vida en la Tierra. Así de simple, como las conclusiones del prestigioso Boletín de Científicos Atómicos que volvió a situar el reloj del Apocalipsis en 100 segundos para la medianoche. Nunca el peligro había sido tan alto.
Recordemos que esa extrema izquierda no existe. Es solamente el producto de grandes esfuerzos propagandísticos para difamar contra las propuestas que mejor respetan el discurso de los científicos. Como lleva diciendo años Carlos Fernández Liria, es la derecha la que a día de hoy es “verdaderamente antisistema”. Sus políticas y sus tácticas son las recetas idóneas para que todo esto salte por los aires. Quizá en un pasado esto no habría sido más que trágico, generando mucho sufrimiento. Pero actualmente ha pasado a ser apocalíptico, existencial. Queda muy poco tiempo (los científicos hablan de una década) para evitar un cataclismo que haga muy difícil la vida humana en la Tierra. Y buena parte de ello depende de que los conservadores genuinos se coloquen en el lado bueno de la historia. No hay alternativa.
__________________________
Isaías Ferrero es autor de 'El Futuro del Liberalismo. Hacia un nuevo consenso socialdemócrata'