Del disparo en la cabeza de un niño palestino como una de las bellas artes

Ignoro si cuando Hegel preparaba sus lecciones sobre estética, que impartiría en la Universidad de Berlín en el invierno de 1828, tuvo ocasión de consultar la primera entrega de Del asesinato considerado como una de las bellas artes, que Thomas de Quincey había publicado en la revista Blakwood's Magazine de Edimburgo en febrero de 1827. En cualquier caso, resulta tentador confrontar ambas reflexiones gestadas casi de forma paralela. En sus lecciones, el pensador alemán intuía un agotamiento del arte como expresión y reflejo del espíritu y la verdad, una cualidad que, a su juicio, se encarnaría a partir de entonces en la filosofía. Por el contrario, De Quincey, lejos de asumir el fin del arte, ampliaba sus manifestaciones con una nueva disciplina que venía a sumarse a la pintura, la escultura, la música o la poesía: el crimen.

En cierto modo, ambos autores estaban en lo cierto; al menos en parte. Pese a su resistencia con las vanguardias, el arte llegó exhausto a las últimas décadas del siglo XX, exhalando su estertor final mientras atravesaba las puertas de la posmodernidad. El filósofo y crítico Arthur Danto no solo certificó esa muerte, sino que incluso se atrevió a fijar la fecha de defunción: el 21 de abril de 1964, cuando Andy Warhol presentó en la Stable Gallery, en la calle 74 East de Manhattan, sus Cajas de Brillo, réplica de los envases de lavavajillas que se comercializaban en los supermercados. Ese día el arte dejó de existir para dar paso, como destacan Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, al imperio de la estetización banal que caracteriza al capitalismo actual.

En una cosa, sin embargo, se equivocó Hegel. En este nuevo tiempo, no es la filosofía la que ha sustituido al arte, como él esperaba, sino aquel fenómeno que De Quincey se atrevió a incluir entre las bellas artes: el asesinato. Ahora bien, si el escritor inglés abordó su provocadora propuesta desde la corrosiva mirada del sarcasmo y la ironía, hoy la supremacía del crimen se asume con naturalidad desde la óptica hegemónica del cinismo. Para comprobarlo basta con observar la indiferencia con que cada mañana desayunamos apáticos mientras, a través del televisor o las pantallas de nuestros móviles, asistimos en directo al genocidio del pueblo palestino.

De hecho, si alguien ha sabido interpretar los nuevos tiempos, este ha sido, sin duda, Benjamín Netanyahu. Su maestría, en cualquier caso, no es ninguna sorpresa si pensamos que Israel lleva perfeccionando su técnica destructora desde hace 78 años. Hoy a esa habilidad siniestra se le ha sumado el espíritu estético de la época, ese que transforma cualquier intervención en un simulacro, un juego donde la verdad y la mentira flirtean con el desconcierto de un espectador abocado a elegir entre entregarse al espectáculo o huir del espanto. La visión de la tierra arrasada en Gaza se convierte así en icono vacío que provoca fascinación, hastío, asco. Pero, sobre todo, parálisis. Porque, ahogada en el torrente de imágenes sin fin que escupen las redes sociales, esa visión parece incapaz de despertar la más mínima reacción después de que la estetización vacua del mundo haya neutralizado los últimos resortes de resistencia ética que nos quedaban.

Frente a ellos, millones de personas se entregan al narcisismo virtual de las redes, a la indiferencia con que, con la inocente y sencilla fricción de un dedo sobre la pantalla, pasan aburridos de la imagen de un niño gazatí desnutrido a un tierno meme de gatitos

Si Warhol nos presenta como arte la copia de una vulgar caja de lavavajillas, Netanyahu convierte su masacre en Palestina en un pastiche del Antiguo Testamento, un epílogo artificioso que completa el impío y sanguinario trabajo que se tomó Yahvé para hacer de Israel su pueblo elegido. A la vez, plagia la inventiva de De Quincey para presentarnos el disparo en la cabeza de un niño, o en el sexo de los hombres y mujeres que esperan un inexistente saco de harina, como si una de las bellas artes se tratara. Mientras tanto, el desplazamiento forzado de cientos de miles de personas se representa como una coreografía impecable y las vísceras de los cuerpos desmembrados por las bombas se transmutan en manifestaciones grotescas de impresionismo abstracto. Hasta el teatro del absurdo tiene cabida en sus argumentos al justificar, en nombre de la lucha contra el antisemitismo, el asesinato de más de 60.000 semitas árabes. Por ello, las matanzas en Gaza y Cisjordania no son para Israel un crimen contra la humanidad sino la concreción más pura de aquel arte total al que aspiraba Wagner.

Todo es burdo y soez. Tan burdo y soez que preferimos imaginar que es falso, una performance, un simulacro. Porque admitir la verdad duele, provoca un dolor tan intenso que Edipo optó por arrancarse los ojos al contemplarla. Aunque a veces, arrancarse los ojos no es suficiente. El capitán Yosef-Haim Ashraf, un reservista israelí de 28 años decidió arrancarse el alma y hace unos días explotó junto a su cuerpo una granada en un bosque cerca de Tiberíades. Según el diario hebreo Haaretz, una de las voces más valientes y autorizadas en denunciar el genocidio palestino, desde el inicio de la ofensiva en Gaza al menos 46 militares israelíes se han suicidado.

Tal vez parezca que no son muchos comparados con la complicidad que hoy asume la mayoría de la sociedad israelí, con excepción de algunas ONG que claman en el desierto exigiendo sanciones contra su país. Como pueden parecer pocos los miles de manifestantes que denuncian las atrocidades en Palestina por las calles de todo el planeta. Frente a ellos, millones de personas se entregan al narcisismo virtual de las redes, a la indiferencia con que, con la inocente y sencilla fricción de un dedo sobre la pantalla, pasan aburridos de la imagen de un niño gazatí desnutrido a un tierno meme de gatitos. Sin embargo, aunque ínfima, la presencia de esos desesperados causa pavor. Por eso, Netanyahu no cesa de arrancarnos preventivamente los ojos, como a Edipos presentidos, y más de 200 periodistas han sido asesinados desde que comenzó la ofensiva.

Sí, Israel no quiere que nada rompa el encantamiento que transforma su carnicería en una experiencia estética. Y los gobiernos occidentales asumen con entusiasmo el marco de la farsa sangrienta. Por eso su respuesta a la matanza se aleja del ámbito de la diplomacia: no hay sanciones, ni bloqueos, ni intervenciones militares humanitarias. Aquí solo cabe la crítica, más benévola o dura, pero solo la crítica. Y por supuesto, no la crítica política sino la crítica estética, como si las cancillerías europeas no fueran más que patéticos miembros honorarios de la ficticia Sociedad de Conocedores del Asesinato inventada por De Quincey, divagando hasta el aburrimiento sobre las cualidades artísticas del último crimen. 

Sin embargo, nada de eso impide que cada mañana el mundo se levante con un insoportable sabor a sangre en el paladar. Un sabor dulzón, caliente y viscoso que se adentra por la garganta como un salfumán de remordimiento y culpa que corroe nuestras entrañas. Si el regusto sanguinolento consigue superar las barreras de la indiferencia, ese día te entran ganas de arrancarte los ojos. Incluso, en algunas ocasiones, te invade el deseo de arrancarles el corazón a los canallas.

Ignoro si cuando Hegel preparaba sus lecciones sobre estética, que impartiría en la Universidad de Berlín en el invierno de 1828, tuvo ocasión de consultar la primera entrega de Del asesinato considerado como una de las bellas artes, que Thomas de Quincey había publicado en la revista Blakwood's Magazine de Edimburgo en febrero de 1827. En cualquier caso, resulta tentador confrontar ambas reflexiones gestadas casi de forma paralela. En sus lecciones, el pensador alemán intuía un agotamiento del arte como expresión y reflejo del espíritu y la verdad, una cualidad que, a su juicio, se encarnaría a partir de entonces en la filosofía. Por el contrario, De Quincey, lejos de asumir el fin del arte, ampliaba sus manifestaciones con una nueva disciplina que venía a sumarse a la pintura, la escultura, la música o la poesía: el crimen.

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