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¿Fin de la ecuación democracia = antifascismo?

Javier Franzé

La no asistencia de Salvini a los actos de conmemoración de la caída del fascismo en Italia, en un contexto de auge de la extrema derecha en Europa, quizá esté indicando el fin del consenso antifascista como base de la democracia en el Viejo Continente.

Esto no significa que el antifascismo deje de ser un valor importante para amplios sectores sociales, pero sí podría señalar que ha perdido su carácter de consenso transversal en la democracia europea.

La extrema derecha del Viejo Continente no es un agravio ser tildado de fascista o ser sospechoso de serlo. Pero no le resulta injurioso porque secretamente lo sea, sino porque lo coloca en un pasado que ya no tendría vigencia alguna en la vida democrática actual. “Fascista” estaría dejando de ser el peor insulto para una identidad democrática precisamente porque ya no significaría nada en el mundo democrático actual. Democracia y antifascismo se habrían escindido, ya no se implicarían mutuamente.

Esta resignificación de la democracia y del antifascismo está generando mucho desconcierto en el progresismo y en la izquierda, pues les arrebata la principal crítica (teórica) y arma (política) contra sus contrincantes. Es como si el adversario ya no se viera afectado por el golpe más eficaz que uno usaba hasta ayer.

Esto no indica más que la historicidad del significado de todos los conceptos e identidades políticas, que su sentido depende de su vinculación con otros. Cuando el contrincante cambia, uno mismo ha cambiado ya, lo sepa o no. Éste es el desafío que la extrema derecha le plantea a la izquierda y al progresismo, acertijo que no está siendo resuelto.

En España esto ocurre de un modo particular, porque la democracia inaugurada con la Transición no se apoyó en ese pilar antifascista, dada la política de olvido del pasado bajo la equiparación de “nacionales” y “republicanos”. Sin embargo, el anti-autoritarismo general en que se basó la democracia española hizo que el término “facha” fuera un agravio eficaz.

Por eso Vox se mofa abiertamente de ese mote, en una reapropiación que lo neutraliza. Cuando Abascal afirma “nos dirán que somos fachas” logra varios objetivos a la vez: corroe la base progresista del consenso democrático, muestra la “cobardía” de la “derechita” adocenada por el sentido común “progre” e interpela a los ciudadanos a liberarse de la dictadura de lo políticamente correctodictadura . Ser una derecha sin complejos consiste en la decisión de no asumir el discurso “progresista”, de no hacerse cargo del pasado franquista —como la “derechita cobarde”, temerosa de ser vista como “facha”— y, en el caso de que se lo endilguen, no pasa nada porque ya no tiene significado alguno en la sociedad actual. Es presentado como un pasado afónico.

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Si esto es así, explicaría lo inocua que está siendo la respuesta de la izquierda y el progresismo, que vincula el discurso de la extrema derecha siempre con el pasado: “la involución”, “lo retrógrado”, “lo casposo”, etc.

El fin del antifascismo como pilar de la democracia estaría marcando la corrosión de la democracia social de la segunda posguerra. Si el neoliberalismo erosionó lo social —el bienestar—, la extrema derecha —en muchos casos neoliberal, como Vox— estaría borrando lo político —el antifascismo—. La propia democracia social seguramente ha contribuido a su debilitamiento al presentarse como meras reglas del juego neutrales en la que todos caben. Es decir, al rebajar la exigencia de sustancia democrática a los actores que querían formar parte de ella.

Quizá ha llegado la hora en que la izquierda y el progresismo deban, sin olvidar el antifascismo, buscar más herramientas para construir sujetos democráticos, porque un orden político no se reproduce sin crear sujetos acordes a él. ____________Javier Franzé es profesor de Teoría Política en la Universidad Complutense de Madrid

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