¿Guerras olvidadas o guerras invisibles?
¿Qué pasa con Palestina, con Afganistán, con Yemen o con Somalia? ¿Acaso estos desastres no importan? ¿Por qué lo que está pasando en Ucrania copa titulares, portadas e incluso penetra, simbólicamente, en el espacio público de nuestras ciudades? –pienso en las colosales banderas de Ucrania que hoy hondean junto a las españolas en la plaza de Colón, en Madrid–.
Si hay algo que el conflicto en Ucrania ha puesto de manifiesto es la voluntad de movilización social que la población española aún mantiene. El mantra del “no a la guerra” ha inundado las calles de las principales ciudades españolas y ha hecho que personas con inclinaciones políticas a priori incompatibles –desde los reductos antibelicistas hasta los agentes neoliberales– se hayan unido bajo el mismo paraguas. No obstante, este afán debería ser transversal. Por eso, pese al entusiasmo y la conmoción, no puedo parar de pensar en aquellos conflictos abiertos por los que no nos congregamos de esta manera. Ucrania lleva semanas acaparando los noticieros, las tertulias… y no es para menos, lo que está ocurriendo al este de Europa es un desastre. Pero lo que pasa en Palestina también es un desastre. Y lo que pasa en Afganistán. ¿Qué queda del horror de lo sucedido este último verano en Afganistán con la toma de poder por parte de los talibanes? El nivel de seguimiento y cobertura mediática fue apabullante. Pese a ello, hoy ya nadie habla de eso. Y es que parece que hay sociedades que llevan el conflicto, el enfrentamiento, el dolor, el caos y la devastación en su ADN.
Desde nuestra óptica más eurocentrista tendemos a entender Oriente Medio como una región que convive con la fatalidad y que no puede desapegarse de ella. Y esto no es así. Nadie se acostumbra a la guerra y al sufrimiento, nadie se lo apropia y nadie lo entiende como algo inherente a su país, a su pueblo o a su familia. Nadie busca huir de su casa y nadie disfruta viendo morir a sus seres queridos. ¿Por qué ya nadie llora lo que ocurre en Gaza? ¿De verdad somos tan ingenuas e irresponsables como para pensar que Palestina está condenada al conflicto crónico e incesante? ¿Qué pensarán en Gaza, sometida a un bloqueo total desde hace 15 años, de nuestra pasividad ante el hostigamiento diario que su pueblo sufre?
¿Por qué nuestros líderes no dudan en coordinarse eficientemente ante el desafío migratorio que supone la llegada de refugiados ucranianos y, por el contrario, siguen haciendo la vista gorda ante lo que ocurre en el Egeo o el Mediterráneo?
Hace ya varias semanas que la Unión Europea activó la directiva de protección temporal para aceptar a los refugiados ucranianos sin solicitud de asilo. Además, la Comisión Europea, ante lo que desde Bruselas se ha catalogado como “la mayor crisis humanitaria del continente en muchos años”, ha desplegado fondos adicionales y ha animado a sus Estados miembros a reducir los trámites burocráticos para facilitar la llegada de los refugiados ucranianos. Aquí, llama la atención la unanimidad con la que los 27 han respondido ante esta situación, y es que, al parecer, el conflicto en Ucrania ha servido de bisagra para aliviar las tensiones que enturbiaban el ambiente en el seno de la comunidad tras el estallido de la crisis de covid-19, el desafío del Brexit o el auge de los gobiernos ultranacionalistas en Polonia o Hungría, entre otros. La legendaria consigna del enemigo común vuelve a servir de leitmotiv para generar consenso en épocas de crispación y desencanto. Indudablemente, todo esto son buenas noticias y hace que algunos recuperen la esperanza en una institución que ha perdido fuelle y apoyo social en los últimos años. No obstante, y sin ánimo de desmerecer el esfuerzo, creo importante pormenorizar esta cuestión para reflexionar sobre el porqué de la inminente y eficaz coordinación de la Unión Europea en su ayuda al pueblo ucraniano y su impasibilidad ante el dolor de otros pueblos.
Este 18 de marzo se han cumplido seis años desde la firma de la declaración conjunta de la Unión Europea y Turquía en la que ambos actores acordaron que todas las personas que llegaran irregularmente a las islas del Egeo serían devueltas a Turquía. En esta ocasión la Unión Europea no mostró su voluntad por acoger a los refugiados palestinos, sirios o iraquíes que huían de la guerra –guerras en las que, además, no estaría de más plantearnos cuál fue el rol y la implicación de nuestros Estados–. De esta forma, el número de migrantes en situación de irregularidad creció exponencialmente en Turquía hasta alcanzar, hoy por hoy, la escalofriante cifra de cuatro millones de personas, según datos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), haciendo de Turquía el país con mayor número de refugiados en el mundo. La Unión Europea selló, de esta manera, su frontera oriental y delegó en las autoridades turcas la gestión del reto migratorio. En consecuencia, las rutas alternativas de entrada a nuestro continente empezaron a cobrar fuerza.
Son bien conocidas las imágenes de familias ahogadas en el Mediterráneo o la represión policial de las autoridades griegas en la frontera con Turquía. Además, los delitos de odio y el racismo empezaron a inundar no sólo Grecia y Turquía, sino todos los Estados europeos limítrofes que, ante la ininterrumpida llegada de migrantes –en su mayoría, árabes– a sus fronteras, sucumbieron ante los argumentos xenófobos esgrimidos por la ultraderecha en su defensa acérrima de las fronteras y la identidad nacional. Resulta paradójica la comparación entre el trato que las poblaciones árabes y el pueblo ucraniano han recibido ante una crisis de características similares. ¿Qué diferencia a estas poblaciones? ¿Por qué nuestros líderes no dudan en coordinarse eficientemente ante el desafío migratorio que supone la llegada de refugiados ucranianos y, por el contrario, siguen haciendo la vista gorda ante lo que ocurre en el Egeo o el Mediterráneo?
En los tiempos que corren, muchos sacan a pasear el argumento de la proximidad geográfica para justificar su preocupación por lo que pasa en Ucrania. Pero ¿y qué pasa con los cientos de personas que diariamente intentan cruzar el estrecho de Gibraltar y mueren en el intento? ¿Acaso estas personas no están también cerca? La relación es escalofriantemente desigual hacia un pueblo que tendrá libre acceso a la educación y al mercado laboral y hacia un pueblo cuyo devenir hemos dejado en manos de un gobierno con tintes claramente autoritarios. Quizás, como afirman muchas, la diferencia reside únicamente en su color de piel. Los ataques contra Ucrania se sienten como una amenaza al conjunto del bloque europeo. Oriente Medio y sus poblaciones siguen siendo la otredad, y es en comparación –o contraposición– con estos pueblos que construimos nuestra identidad colectiva y nos reafirmamos en nuestra idiosincrasia y nuestra superioridad moral con respecto a otras poblaciones.
Además, como venía diciendo, tenemos la convicción de que hay poblaciones que nacen y están condenadas a morir con la desgracia de la guerra. Esta afirmación, por supuesto, es totalmente equívoca, pero lo que sí está claro es que, si seguimos resignándonos ante esta realidad, la situación de estos pueblos nunca va a cambiar. Y aquí, la responsabilidad es de todas. Ahora que sentimos el empuje, es el momento propicio de poner nuevamente sobre la mesa y sacar a debate cuestiones que parecen olvidadas. Ahora más que nunca, con la ayuda de todos los agentes sociales, en nosotras está el volver a instigar el debate sobre los conflictos que siguen abiertos y que día tras día se cobran la vida de miles de personas. No son guerras olvidadas, son guerras invisibles.
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Naiha Varela es experta en Relaciones Internacionales y analista de la Fundación Alternativas