Hubo un tiempo en que Miguel Gila visitaba casi a diario mi ciudad, Sagunto. No lo hacía para contar chistes, ni para subirse a un escenario. Venía, como recordaba en sus memorias, para traer munición a los brigadistas checoslovacos encargados de las baterías antiaéreas que protegían su cielo de los ataques de los aviones italianos y alemanes al servicio de Franco. Y es que Sagunto, que albergaba la única siderurgia en suelo republicano y era nudo en las comunicaciones entre Valencia y el frente de Aragón, fue uno de los lugares más bombardeados durante la guerra. Tanto fue así que Juan Negrín la convirtió en ejemplo para su consigna de resistencia en el frente y en la retaguardia: el 5 de junio de 1938, tras más de 130 bombardeos fascistas, el gobierno de la República otorgaba a la ciudad el distintivo al valor y la medalla al deber a los trabajadores siderúrgicos.
Esta anécdota hizo que me resultara especialmente entrañable la mítica imagen de ese Gila con casco y armado con su eterno teléfono, que insistía en comunicar con el enemigo. Aquellas disparatadas antihazañas bélicas suelen presentarse como un alegato contra la irracionalidad de la guerra. El propio cómico, para protegerse del franquismo, favoreció esta lectura al dotar a su personaje con un halo de ingenuidad. Sin embargo, Gila no presentó a su antihéroe con las ropas del paisano, del desertor o del cobarde, sino que lo vistió con el uniforme anónimo del soldado, advirtiendo así al espectador de que, en la absurda guerra que le iba a presentar, el cómico tomaba partido, elegía bando y asumía la trinchera desde la que les hablaba.
Frente a este avance del atavismo irracional, abanderado por los cachorros de la derecha extrema y la extrema derecha, no caben las medias tintas
Y esa trinchera dejaba poco margen para las dudas en aquella España marcada por la Victoria. Cuando el humorista hablaba de ese enemigo que no dudaba en agredir “a una mujer que no era de la guerra”, los espectadores tenían fresco el recuerdo de los civiles asesinados en Gernika, en Madrid, en Almería, las decenas de muertos que el 22 de diciembre de 1937 provocó el bombardeo de un mercado en Sagunto. Cuando ironizaba sobre las carencias de armamento que sufría su personaje, eran muchos los que evocaban las dificultades de un ejército republicano asfixiado por las políticas de no intervención de las potencias supuestamente democráticas. Por eso, a menudo me he preguntado si aquellas historias que Gila nos contaba sobre ese cañón que le llegó sin agujero o aquel proyectil que debían reutilizar porque no tenían otro, no las habría vivido en persona durante sus viajes a mi pueblo. En suma, toda aquella colección de disparatados chistes bélicos era, sobre todo, un acto de memoria de los perdedores que, con el subversivo recurso de la risa, reivindicaban su dignidad.
La ternura que Gila proyectaba sobre aquel soldado que se sabía derrotado, pero que aun así permanecía en su trinchera, contrasta con la despiadada mirada que el cómico lanzaba contra otro de sus grandes personajes: el paleto. Con él, el humorista no busca tanto ridiculizar el mundo rural como las tradiciones carpetovetónicas de una España profundamente franquista que se autoproclamaba tradicionalista. Supuestas costumbres que el cómico presenta en su absurda brutalidad y que hoy vuelven a ser reivindicadas con orgullo por quienes, frente a los valores ilustrados, se presentan como los defensores de un rancio esencialismo patrio en el que se combina el neoliberalismo trumpista con el regusto a cuartel y sacristía, con el olor a mierda y sangre de los toros y con la religiosidad casposa de los antiguos lanzadores de cabras desde el campanario de Manganeses de la Polvorosa. Eso sí, para actualizar sus espectáculos, Gila debería hoy sustituir la boina calada de su caricaturesco personaje por los pantalones beiges y el chaleco cayetano. O, lo que es peor, por la camiseta negra ceñida de los gimnastas del Núcleo Nacional.
Frente a este avance del atavismo irracional, abanderado por los cachorros de la derecha extrema y la extrema derecha, no caben las medias tintas. Toca cerrar filas y, como Gila, elegir trinchera democrática. Y hacerlo no con la desesperación de la resistencia, sino con la determinación de aspirar a la ofensiva para conquistar derechos y nuevos territorios de justicia social. Para ello, eso sí, habrá que tener cuidado para no caer en la tentación de disfrazar de purismo ideológico o de estrategia de comunicación lo que, en el fondo, no es más que una broma pesada de muy mal gusto político. De lo contrario podríamos acabar parafraseando al cómico eterno: “¡Habéis ‘matao’ a la democracia, pero lo que me he reído!”
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José Manuel Rambla es periodista.
Hubo un tiempo en que Miguel Gila visitaba casi a diario mi ciudad, Sagunto. No lo hacía para contar chistes, ni para subirse a un escenario. Venía, como recordaba en sus memorias, para traer munición a los brigadistas checoslovacos encargados de las baterías antiaéreas que protegían su cielo de los ataques de los aviones italianos y alemanes al servicio de Franco. Y es que Sagunto, que albergaba la única siderurgia en suelo republicano y era nudo en las comunicaciones entre Valencia y el frente de Aragón, fue uno de los lugares más bombardeados durante la guerra. Tanto fue así que Juan Negrín la convirtió en ejemplo para su consigna de resistencia en el frente y en la retaguardia: el 5 de junio de 1938, tras más de 130 bombardeos fascistas, el gobierno de la República otorgaba a la ciudad el distintivo al valor y la medalla al deber a los trabajadores siderúrgicos.