Hannah Arendt, la valla de Melilla y la banalidad del mal

Mercedes Yusta

La filósofa alemana Hannah Arendt huyó de la Alemania nazi en 1933 y se convirtió en una apátrida, como millones de otras personas, en su mayoría judíos (pero también, unos pocos años después que Arendt, muchas decenas de miles de españoles) que abandonaron sus países huyendo de la dictadura, la represión y la muerte en la convulsa Europa de los años treinta y cuarenta. Esa experiencia le demostró a Arendt la fragilidad de la condición humana, así como el hecho de que los derechos que supuestamente lleva aparejados, y que fueron muy oficialmente proclamados por la recién creada ONU en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, no estaban garantizados por esa mera humanidad. En su libro seminal Los orígenes del totalitarismo, publicado por primera vez en 1951 y reeditado en varias ocasiones, Arendt escribía lo siguiente:

“Fuimos conscientes de la existencia de un derecho a tener derechos (lo que significa vivir en un marco en el que somos juzgados por nuestras propias acciones y opiniones) y del derecho de pertenecer a alguna clase de comunidad organizada, solo cuando emergieron millones de personas que habían perdido y no podían recuperar esos derechos a causa de la nueva situación política global”.

En esta frase aparecía por primera vez una noción central en el pensamiento de Arendt, y fundamental para pensar algunos de los problemas más acuciantes de nuestra propia época: ese “derecho a tener derechos” que no está garantizado por la mera condición de ser humano. Las imágenes terribles de la valla de Melilla nos lo demuestran.

En estos momentos también emergen millones de personas “que han perdido y no pueden recuperar esos derechos a causa de la nueva situación política global”. Y lo que nos aterra a quienes consideramos insoportables esas imágenes de cuerpos hacinados y exhaustos bajo un sol inclemente, esos cuerpos en los que no es posible adivinar a simple vista si están vivos o muertos, no es solo que nos recuerdan las peores páginas de la historia del siglo XX. Es la justificación por parte de nuestros gobernantes democráticamente elegidos de esa barbarie institucional. Esa “operación bien resuelta” que supone admitir que ciertas categorías de seres humanos no tienen derecho a ser tratados como tales, derecho a tener derechos. Como también aterran los argumentos y eximentes que imagino en las mentes de muchos ciudadanos de bien, incluidos católicos practicantes, que admiten esa barbarie institucional como un peaje necesario para mantener el orden del sistema: después de todo, se trataba de un asalto ilegal y violento. Si han muerto es culpa suya. Sobre todo, no nos detengamos a pensar en lo que hay detrás de ese asalto o en las vidas que estas personas dejaron atrás: está claro que Sudán no es Ucrania, sobre todo porque Sudán está lejos y la información de la guerra civil que sufren sus habitantes no circula en los medios de comunicación españoles. Y además son negros y, en su mayoría, musulmanes.

Aterran los argumentos y eximentes que imagino en las mentes de muchos ciudadanos de bien, incluidos católicos practicantes, que admiten esa barbarie institucional como un peaje necesario para mantener el orden del sistema

Sí, escribo desde la cólera. Porque detrás de esas justificaciones veo un argumento inconfesable, un non dit, justamente impronunciable porque en realidad es inasumible en una sociedad que se dice democrática y en un orden social que, de creer a Mayor Oreja (o, desde otro punto de vista radicalmente opuesto, a algunos historiadores que han examinado muy seriamente las ocultas raíces jurídicas y filosóficas de nuestra democracia), estaría fundado en valores cristianos: la separación irreductible entre categorías de seres humanos, los que tienen derecho a tener derechos y los que no, los que tienen derecho a vivir y aquellos a los que se puede dejar morir. Las vidas que importan y las que no. Y me resulta insoportable pensar que nuestras avanzadas democracias lo admiten como un precio necesario para su estabilidad.

No debería hacer falta recitar de nuevo el manido poema del pastor protestante Martin Niemöller (“Primero vinieron a por los socialistas…”). Sabemos de sobras que los policías marroquíes que patrullan la valla de Melilla no van a venir a por nosotros. Se trata de lo que la indiferencia ante el dolor de los otros dice de nuestra condición moral, esa condición que tanto preocupaba, y con razón, a Hannah Arendt. La filósofa asistió en 1961 al juicio celebrado en Jerusalén contra el alto funcionario nazi Adolf Eichmann, responsable de la deportación y la muerte de millones de personas, en su mayoría judíos. Arendt quedó impresionada por la indiferencia de Eichmann ante las consecuencias de sus acciones: él no había matado con sus propias manos a nadie, solamente era un funcionario que había actuado con particular celo y había así permitido que el sistema funcionase con temible eficacia, una eficacia de la que Eichmann estaba orgulloso. Ese orgullo dejaba perpleja a Arendt, que concluyó que Eichmann no era un hombre intrínsecamente malvado: era un hombre incapaz de pensar. Un ejecutor. A esa ausencia de pensamiento Arendt la denominó “la banalidad del mal”. Y concluyó que es esa incapacidad de pensar lo que también implica la incapacidad de distinguir el bien del mal, lo que permite los grandes desastres de la historia.

Es momento de releer a Arendt. Y de que, como sociedad, empecemos a pensar.

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Mercedes Yusta es historiadora y catedrática de Historia Contemporánea de España en la Universidad Paris 8.

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