La publicación de The Lonely Crowd en 1950 despertó inquietud en la sociedad americana. El estudio, dirigido por el sociólogo David Reisman, mostraba cómo la clase media americana tendía a definir su consumo, su ideología, su religión y su forma de vida no desde ideas y deseos propios, sino buscando la aprobación de los demás. El sueño americano parecía así más amenazado por el conformismo y aburrimiento que por los misiles de Moscú. Las agencias de publicidad, que entonces vivían una auténtica revolución, tomaron nota y buscaron un modelo alternativo que fuera revulsivo social y, sobre todo, renovado motor del consumo. Nació así la juventud.
Frente al americano gris, la juventud sería paradigma de inconformismo, vitalidad, frescura, deseo constante de novedad. El cine proyectará aquel ideal. László Benedek fue pionero al presentarnos en Salvaje (1953) a un Marlon Brando motero e inadaptado. Le seguiría Semilla de maldad (1955), de Richard Brooks, una historia de adolescentes inadaptados que, además, al incluir en su banda sonora el Rock around the clock, de Bill Haley & His Comets, llevó por primera vez el rock a la pantalla. Pero la película que fijó aquel imaginario será Rebelde sin causa (1955), de Nicholas Ray. La muerte de su protagonista, James Dean, reforzará el mito juvenil.
Aquel título condensaba la esencia del modelo. Lo joven deberá ser individualista e inadaptado; pero, sobre todo, deberá carecer de causas. Sus metas las señalarán unas agencias publicitarias empapadas de contracultura, espíritu hippie e incluso ansias revolucionarias. Una revolución nihilista y sin causa. Si no acatabas esas premisas, desaparecías. Por eso, Gilles Tautin, el adolescente de 17 años que murió ahogado en el Sena acosado por la policía cuando apoyaba a los huelguistas de la fábrica Renault, o los obreros de la Peugeot, Henri Blanchet y Pierre Beylot, asesinados por la gendarmería, serán borrados de los publirreportajes del 68. Y la misma suerte correría quien osara salirse de un guion que exigía buscar playas bajo los adoquines del Barrio Latino para, como pedían los airados jóvenes burgueses, llevar la imaginación al poder.
Aquella era, de hecho, la única reivindicación que el poder iba a asumir: volverse multicolor y hedonista. Para los publicistas del 68, el objetivo “revolucionario” no era la justicia social sino consolar con imaginación el desasosiego existencial de James Dean. Eso y transformar la rebeldía en reclamo consumista, claro. En España el modelo tardó en llegar, pero llegó, como reflejó en 1980 una famosa canción: el futuro ya está aquí / y yo caí / enamorado de la moda juvenil / de los precios y rebajas que yo vi. Aunque Radio Futura renegó pronto del tema (que nunca volvió a interpretar), el éxito fue abrumador. La moda juvenil había fagotizado las esperanzas de la lucha antifranquista.
En realidad, Pier Paolo Pasolini ya nos había advertido mucho antes. Tras los disturbios en Valle Giulia, el 1 de marzo de 1968, escribió un duro poema contra los estudiantes: Tenéis cara de hijos de papá / que la buena casta no engaña / la misma mirada maligna. Como contraste provocador, Pasolini veía en los policías el rostro de los campesinos y de los obreros. Su conclusión fue demoledora: En Valle Giulia, ayer, / se desarrolló, pues, un episodio / de lucha de clases: y vosotros, amiguitos (bien que en el bando / de la razón) erais los ricos, / mientras que los polizontes (que estaban en el bando / equivocado) eran los pobres.
Desde entonces los hijos rebeldes de aquellos ricos no han dejado de enriquecerse vendiéndonos el sueño de una eterna juventud. La realidad entera adaptó su engranaje cultural, social y económico al modelo. Todo se hizo joven y creativo. Los trabajos se flexibilizaron contra el aburrimiento. La formación se hizo continua, hasta transformarnos en perennes aprendices. La precariedad se reconvirtió en freelance, como si el falso autónomo fuera un intrépido corresponsal de guerra que cambió su macuto por la mochila de Glovo. Y el mundo se llenó de experiencias: desde ser trotamundos de Ryanair hasta sentirse alegres universitarios en piso compartido por no poder pagar una vivienda.
Vidas jóvenes en cuerpos jóvenes. Los grandes almacenes se llenarán de ropa desenfadada; los gimnasios moldearán nuestros músculos; las industrias farmacéuticas y alimentarias nos atiborrarán de proteínas y el negocio de la estética nos facilitará desde un corrector de arrugas al bisturí más diestro. España ronda el millón de tratamientos estéticos al año, un negocio que factura ya 4.000 millones de euros. Estar joven no tiene precio. Ni edad. La Sociedad Española de Medicina Estética estima que el 20% de los pacientes tiene entre 16 y 24 años. Nunca se es suficientemente joven para el canon de TikTok o Instagram. El neoliberalismo se legitimaba así con indumentaria juvenil y los multimillonarios, como Elon Musk o Mark Zuckerberg, se presentaban como desenfadados universitarios en una fiesta de fin de curso. Pero llegó 2008 y descubrimos que no estábamos invitados a esa fiesta.
El neoliberalismo se legitimaba con indumentaria juvenil y los multimillonarios, como Musk o Zuckerberg, se presentaban como desenfadados universitarios en una fiesta de fin de curso. Pero llegó 2008 y descubrimos que no estábamos invitados a esa fiesta
Pese a ello, el capitalismo hollywoodiense no tenía recambio para la película juvenil que nos había vendido. Se hizo preciso, pues, actualizar el argumento para no perder el favor de un público que ya se cuestionaba algunos personajes. Especialmente, el más delicado de todos: el malvado. Cada vez más espectadores pensaban que ese papel les correspondía a los ricos, por eso los guionistas oficiales trabajaron a fondo para ofrecer una larga lista de malvados alternativos a los que debería enfrentarse el héroe juvenil: el migrante, la feminista, el sindicalista, el izquierdista. Y el viejo. El viejo, y no el rico, era el responsable de que los excluidos de la fiesta vieran amenazado su consuelo al botellón; el viejo con sus privilegiadas pensiones, con su dependencia de una sanidad pública que la vitalidad juvenil no necesita.
Esta vez, además, era preciso no dejar cabos sueltos. Era imprescindible introducir en el guion una definitiva vuelta de tuerca que ni Henry James hubiera podido imaginar. Y para ello, encontraron inspiración en un fenómeno juvenil chino. Una de las cosas que sorprende del metro de Beijing es cruzarse con muchachas ataviadas con vestidos de la dinastía Han. Es el pujante movimiento Hanfu, reflejo de un orgullo nacional que vincula el desarrollo actual del país con el esplendor milenario del imperio chino. Pero en Occidente no hay orgullo sino, especialmente entre los jóvenes varones, un profundo sentimiento de decadencia. Había pues que adaptar el modelo. Y para ello, los publicistas sustituyeron a James Dean por el patético Ignatius J. Reilly, aquel protagonista de La conjura de los necios, la novela de John Kennedy Toole, que no veía otra salida a su frustración vital que regresar al orden teológico feudal.
Incapaz de ofrecer futuro, el capitalismo nos vende pasado como lo último en moda joven. Era la jugada maestra: lograr que las generaciones Z y Alfa renunciaran al mañana para reivindicar el ayer más vintage y casposo. La operación fue un éxito arrollador. Bastaba con ver cómo, por ejemplo, los españoles más jóvenes, espoleados por las redes sociales, se aprestaban a considerar cool la defensa del franquismo, de la cruz borgoña y de Don Pelayo.
Nada parecía detener aquel movimiento tan jovialmente reaccionario. Hasta que, de repente, un día sucedió lo imprevisto. Las ciudades se llenaron de hombres, mujeres y trans, de niños, jóvenes y viejos, de migrantes, nativos y apátridas, gritando por las calles Palestina libre. Y el nerviosismo volvió a apoderarse de los guionistas. Porque una multitud que grita Palestina libre es un sujeto peligroso capaz de recordar o soñar causas perdidas. O lo que es lo mismo, dispuesto todavía a imaginarse el futuro.
________________
José Manuel Rambla es periodista.
La publicación de The Lonely Crowd en 1950 despertó inquietud en la sociedad americana. El estudio, dirigido por el sociólogo David Reisman, mostraba cómo la clase media americana tendía a definir su consumo, su ideología, su religión y su forma de vida no desde ideas y deseos propios, sino buscando la aprobación de los demás. El sueño americano parecía así más amenazado por el conformismo y aburrimiento que por los misiles de Moscú. Las agencias de publicidad, que entonces vivían una auténtica revolución, tomaron nota y buscaron un modelo alternativo que fuera revulsivo social y, sobre todo, renovado motor del consumo. Nació así la juventud.