Nacionalizar el tiempo

Paula Barreiro Cores

Sócrates, durante el juicio que terminó con una copa de cicuta en su mano para cumplir su condena a muerte, no dejó de apelar a un elemento que se encontraba en la sala en la que estaba siendo juzgado: la clepsidra. El reloj de agua que ordenaba el transcurrir del tiempo de los griegos funcionaba demasiado deprisa para un señor que estaba completamente convencido de que si, de alguna manera, consiguiese detenerlo o ralentizarlo, saldría sin castigo de aquel acto. Los encargados de decidir la sentencia “hablan siempre con prisas, pues les acucia el agua que va cayendo”. Y así no hay manera de dejar a la razón que haga lo suyo. 

Este mismo personaje tenía muy clara la importancia del tiempo, y, sobre todo, que sin él jamás podría haber diálogo, conocimiento y, por supuesto, política. Lo demostró durante toda su vida siendo, básicamente, el pesado del pueblo. El que hartaba al zapatero cada día preguntándole qué es un zapato y el que enrollaba a sus conciudadanos en conversaciones de horas y horas en el ágora o en los banquetes para averiguar qué son algunas cosas sin importancia, como la verdad, la justicia o el amor. Muchos de sus diálogos, escritos por Platón, terminan sin conclusión precisamente por la falta de tiempo, dejando claro que éste es condición necesaria para llegar a algunos acuerdos. 

Hay un clásico aforismo latino que sintetiza este asunto a la perfección: primum vivere, deinde philosophari. Y es que sólo te puedes permitir pensar, filosofar, honrar aquello que nos hace humanos y que nos distingue de los animales cuando tus necesidades básicas están cubiertas, cuando no tienes hambre, ni sueño, ni mucho frío, ni mucho calor. Una vieja anécdota de Tales de Mileto cuenta que, al caminar distraído mirando a las estrellas, se cayó en un pozo y una esclava se rio de él preguntándole por qué iba tan interesado en las cosas del cielo mientras ignoraba lo que tenía a sus pies. Una posible respuesta a esa pregunta es que Tales tenía mucho, muchísimo, tiempo. El suficiente como para pasar de las cuestiones terrenales y dedicarse a las más altas; mientras que a la criada sus urgencias la tenían lo suficientemente ocupada como para no poder permitirse alzar el cuello y contemplar lo que había por encima de ella. 

Nada de esto se quedó en la Antigua Grecia, sino que a lo largo de toda la historia de nuestro pensamiento no dejaron de crecer las preguntas, con sus consecuentes intentos de respuestas, en torno a este fenómeno: ¿qué es el tiempo?, ¿qué mide el tiempo?, ¿qué pasa cuando el tiempo pasa?, ¿estaba el tiempo antes de que llegásemos?, ¿es el tiempo invención nuestra?, ¿el tiempo está en nosotros?, ¿está fuera?, ¿es absoluto?, ¿es relativo?, y muchas más. 

Cuando a San Agustín le preguntaron qué era aquello contestó lo siguiente: “si nadie me lo pregunta, lo sé; si me lo preguntan y quiero explicarlo, ya no lo sé”. Y es posible que no haya cambiado demasiado la cosa, a pesar del paso de los siglos. Es muy difícil definir el tiempo y más aún quedarnos satisfechos con alguna definición. Intuitivamente podría parecer que es algo bastante humano. Sólo nosotros lo medimos y actuamos según él, hasta el punto en que nos esclaviza sin que podamos evitarlo. En 1830 los revolucionarios parisinos demostraron tenerle bastante manía al tiempo, llegando a disparar contra los relojes en una hazaña simbólica que a su transcurrir no le hizo ni cosquillas. Si el tiempo es cosa de seres humanos, ¿por qué, aunque nos pusiésemos todos de acuerdo en aborrecerlo, nos resultaría imposible terminar con algo que nosotros mismos hemos creado?, ¿pueden nuestras creaciones hacerse independientes hasta el punto de ser ellas las que nos sometan? 

Hace unos días, entre la vorágine de afirmaciones grandilocuentes que se dan en el contexto de una campaña electoral, el político francés Jean Luc Mélenchon realizó una declaración que no por su altisonancia debe considerarse menos relevante. “Vamos a nacionalizar el tiempo”, exclamó entre vítores en un mitin en Toulouse. Insistió, en ese mismo sentido, en lo fundamental de adecuar los ritmos vertiginosos de la producción a los ritmos de la naturaleza, necesariamente más tranquilos si se pretende conservar esta y permitir su reparación. Y producir de manera más lenta es también producir menos, claro, o por lo menos ajustar dicha producción a lo realmente necesario. 

La expresión popular que reza “el tiempo es oro” cobra más literalidad que nunca. Es oro en el sentido de que tiene un valor enorme, pero también es oro de verdad. El tiempo es dinero, porque sólo puedes disponer de él con cierta libertad cuando lo tienes

La planificación ecológica concreta que de esa “nacionalización del tiempo” derivaría no es el objeto de este artículo, pero, desde luego, ha dado en el clavo al concederle una relevancia tan radical. Planificación ecológica es también planificación económica, y no tenemos otra alternativa que nos permita aguantar aquí mucho rato. Vivimos una época cada vez más acelerada, determinada por una velocidad productiva igualmente en continua aceleración que, además de ser incompatible con las posibilidades que nos ofrece el planeta, es incompatible con el propio desarrollo de la dignidad humana. 

La expresión popular que reza “el tiempo es oro” cobra más literalidad que nunca. Es oro en el sentido de que tiene un valor enorme, pero también es oro de verdad. El tiempo es dinero, porque sólo puedes disponer de él con cierta libertad cuando lo tienes. Nadie en su sano juicio escogería estar colgado arriesgando la vida al trabajar en una obra o encerrado en la oficina antes que tener tiempo que gestionar libremente en sus apetencias o necesidades, y, sin embargo, para lo segundo parece que hay que pasar por lo primero. 

El capital ha entendido muy bien la importancia del tiempo y por eso decidió, hace tiempo ya, emprender una encarnizada lucha por apropiárselo. Parece estar claro que su propósito principal es dejarnos sin un solo segundo del que no pueda extraer rentabilidad, ya sea mediante la producción, ya sea mediante el consumo desenfrenado al que nos empuja; y no hay duda de que nos va ganando con una ventaja descomunal.

El ser humano, en palabras de Kant, es un fin en sí mismo y así hay que tratarlo, tanto en nuestra propia persona como en la de cualquier otro. No es un medio para nada, y mucho menos para que otro obtenga el máximo beneficio. Y por eso la disputa por el tiempo es la disputa por la dignidad. No hay posibilidad de una vida digna de ser vivida sin tiempo libre. No hay vida digna mientras pasemos más tiempo en el trabajo que con nuestra familia. Y esto es precisamente lo que cualquiera con voluntad transformadora debería disputar. 

Para evaluar la propia vida, Nietzsche preguntó: “¿qué pasaría si un día o una noche se introdujera a hurtadillas un demonio en tu más solitaria soledad para decirte: “Esta vida, tal como la vives ahora y la has vivido, tendrás que vivirla no sólo una, sino innumerables veces más; y sin que nada nuevo acontezca, una vida en la que cada dolor y cada placer, cada pensamiento, cada suspiro, todo lo indeciblemente pequeño y grande de tu vida habrá de volver a ti, y todo en el mismo orden y la misma sucesión […]” ¿No te arrojarías entonces al suelo, rechinando los dientes, y maldiciendo al demonio que te hablara en estos términos?”. Mediante dicha interrogación, nos invita a construir una vida que podamos querer repetir innumerables veces. Y una vida así no pasa por entregar nuestro tiempo al capital.

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Paula Barreiro Cores es estudiante de Filosofía y Derecho en la Universidad Complutense y codirectora de la sección 'En Teoría' del programa 'El vuelo de la lechuza' de la radio del CBA.

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