El paseante solitario en la escalera

Subo y bajo la cabeza, muevo la perspectiva viendo gotear el grifo. Lo abro y dejo correr el agua. Fluye el líquido, y fluye, mientras siento que me invade la culpa. ¿Por qué malgasto este bien escaso, por qué no cierro el grifo? El peso sobre mi conciencia me paraliza. Resignado, dejo el grifo abierto. Salgo a la calle y en el kiosko de la esquina ya no venden periódicos; sólo fascines, pan de centeno, cacharritos y armas de todas clases. Abro el periódico en el implante 6G de mi brazo y leo. “Noboa quiere subastar territorios indígenas de la Amazonía ecuatoriana para la explotación petrolera”. Supongo que si gana las elecciones, sobre los tocones de millones de árboles se construirá― junto a los pozos negros y al precariado nativo― un complejo con pistas de hielo, campos de golf y salas de inmersión erótico-melancólica. Apago el implante 6G y me saco la arena de los zapatos. El desierto llega ya hasta la entrada de la ciudad. Un escorpión salta el cable óptico y me saluda con sus tenazas. Su mirada de superviviente me hiere. Me vengo abajo, todo es inútil. Para qué cerrar el grifo, para qué leer las noticias, para qué desear estar rodeado de naturaleza agradable e imposible. Nadie saluda, nadie mira a los ojos, el mundo se eclipsa virtual. 

Subo las escaleras vencido y el vecino asoma su rifle. “Soy yo, no te asustes”, le digo. Él, desconfiado, deja ver su nariz y el cañón, y dispara al aire. “Hoy no estoy de humor, me han cambiado en el trabajo por un robot”. ¡No puede ser! ¡Lo siento! Trato de consolarlo y le pregunto por su mujer. Él, sin bajar el arma, me dice que se ha tenido que ir del país por ser extranjera. “No sabía si seguirla o arrojarme al Manzanares”, me confiesa. Y añade: “¿Sabes? Hoy se aprueba en el teleparlamento la nueva ley sobre tenencia de armas. Es una lástima, al final, no se va a permitir comprar bazucas para la autodefensa. Y eso que mi partido lo ha peleado bien, pero esos demócratas…” Le objeto que quedan pocos y están acorralados. Rojo de ira, me mira furibundo y grita: “Esos mierdas están volviendo a leer los periódicos. Los muy imbéciles quieren saber qué ocurre de verdad, como si las redes no nos informaran…” 

El agua sigue fluyendo e inundando la casa mientras el espacio público se llena de arena seca, escorpiones y pistolas del calibre permitido

El agua sigue fluyendo e inundando la casa mientras el espacio público se llena de arena seca, escorpiones y pistolas del calibre permitido. La tierra arde por los trópicos y se derrite por los polos. Bajando de nuevo la escalera oigo comentar al francotirador que los países deben desaparecer, que lo mejor es que, quienes saben cómo ganar el dinero, nos manden. Así ganaremos nosotros también. Y asomándose al hueco de la escalera añade vociferando: “Que sepas que los Estados no saben más que cobrar impuestos y gastar”. Tímidamente contesto que los impuestos sirven para crear escuelas y hospitales y que, si perdemos el control democrático de las instituciones, las mafias se adueñarán de ellas y nos destrozarán. El estruendo de otro disparo me hace volver, subir más deprisa, y cerrar la puerta por dentro. Me asomo a la mirilla y veo que un nuevo mundo brotar del grifo. La visión es surrealista y la culpa paraliza mis pies. Por fin, consigo asomarme a la ventana. No veo a los manifestantes ni al proletariado. No hay pancartas ni tampoco policías, los sueldos no se pueden pagar. Sólo veo los muros de las urbanizaciones blindadas y los robots en las torres vigías. 

Por fin, el vecino atemorizado ha entrado a su casa. Abro la puerta, bajo al portal y salgo a la calle. El paseante solitario sigue a mi lado, siempre converso con él. Pero a diferencia de Machado, nunca he esperado hablar con Dios un día. Busco entre la arena, cojo el cable óptico y lo coloco a modo de megáfono para gritar: ¡Eh! ¿Hay alguien ahí?

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Sergio Hinojosa es licenciado en Filosofía por la Universidad de Granada y profesor de instituto.

Subo y bajo la cabeza, muevo la perspectiva viendo gotear el grifo. Lo abro y dejo correr el agua. Fluye el líquido, y fluye, mientras siento que me invade la culpa. ¿Por qué malgasto este bien escaso, por qué no cierro el grifo? El peso sobre mi conciencia me paraliza. Resignado, dejo el grifo abierto. Salgo a la calle y en el kiosko de la esquina ya no venden periódicos; sólo fascines, pan de centeno, cacharritos y armas de todas clases. Abro el periódico en el implante 6G de mi brazo y leo. “Noboa quiere subastar territorios indígenas de la Amazonía ecuatoriana para la explotación petrolera”. Supongo que si gana las elecciones, sobre los tocones de millones de árboles se construirá― junto a los pozos negros y al precariado nativo― un complejo con pistas de hielo, campos de golf y salas de inmersión erótico-melancólica. Apago el implante 6G y me saco la arena de los zapatos. El desierto llega ya hasta la entrada de la ciudad. Un escorpión salta el cable óptico y me saluda con sus tenazas. Su mirada de superviviente me hiere. Me vengo abajo, todo es inútil. Para qué cerrar el grifo, para qué leer las noticias, para qué desear estar rodeado de naturaleza agradable e imposible. Nadie saluda, nadie mira a los ojos, el mundo se eclipsa virtual.