Regresar a los clásicos siempre resulta inspirador. “En un mundo podrido y sin ética, a las personas sensibles solo nos queda la estética”. La sentencia se la debemos a Makinavaja, navajero, filósofo y poeta surgido de la imaginación de Ivá que Carlos Suarez adaptó para el cine justo cuando la Barcelona olímpica se llevaba por delante el mítico Barrio Chino, hábitat natural del entrañable último choriso. Su lapidaria frase, sin embargo, lejos de perder actualidad, parece haber ido ganando vigencia con el paso del tiempo hasta el punto de que hoy es asumida por personas hipersensibles de la más variada condición.
Amy Odell, por ejemplo, podría perfectamente haberla incluido en su artículo para The New York Times sobre la reciente boda veneciana de Jeff Bezos y Lauren Sánchez. A la periodista y escritora, especializada en asuntos de moda y sociedad, le interesa poco el capitalismo depredador que el dueño de Amazon promueve a golpe de algoritmo y explotación laboral. Para ella, lo verdaderamente insufrible en estos tiempos sin ética es la ordinariez estética que exhiben los nuevos ricos.
Odell puede comprender que los megarricos expolien la riqueza colectiva, pero le hiere a la vista tanta lujosa ostentación de mal gusto. Le resulta insoportable esa imagen hipermasculina de millonarios musculados, peinados hacia atrás y con abultados nudos Windsor en sus corbatas. O los vestidos plagados de lentejuelas, los diamantes, las siluetas ajustadas, los peinados con mucho volumen y los implantes de pecho con que se exhiben las mujeres. Es, a su juicio, la manifestación de la cultura hortera de la era Trump. Pero en su artículo, Odell evitará cualquier reproche a la élite. Simplemente se limitará a añorar aquellos tiempos pasados en los que “el minimalismo y el lujo discreto estaban de moda” entre los magnates.
La misma melancolía es compartida por Graydon Carter. El que fuera todopoderoso director de la revista Vanity Fair anda estos días promocionando sus memorias. En ellas evoca aquel tiempo en el que el buen gusto era marcado por la selecta sociedad de Manhattan. Quienes vivían fuera, en Queens, Brooklyn, Staten Island o Bronx, eran percibidos, según explica en una entrevista en El País, como gente “un poco ordinaria, grosera y no muy inteligente”. Lejos de considerarlo un prejuicio social, Carter ve en ello la clave de los nuevos tiempos: “Trump venía de Queens y siempre fue muy ostentoso y mandón”.
La vieja vanidad justa y comedida ha sido reemplazada por la actual ostentación desbocada. No sorprende por ello que haya titulado sus memorias When the Going Was Good, cuando las cosas iban bien. La resonancia de Stefan Zweig es evidente: estamos en una nueva era. Pero para Carter lo que la caracteriza no es el destrozo social y ambiental que vivimos, sino la ordinariez absoluta que nos rodea: “Ver a las Kardashian en portada de una revista es el fin de la civilización tal como la conocíamos”.
La estética, refugio melancólico para recordar el mítico paraíso perdido del buen gusto. Aunque también puede convertirse en coartada para justificar adhesiones a los nuevos tiempos. Algo de eso hay en Arturo Pérez-Reverte, nuestro eterno aspirante a enfant terrible. Frente a la mediocridad chusquera que, a su juicio, caracteriza a los políticos españoles, el académico no oculta su admiración por la supuesta grandeza de miras de Giorgia Meloni. Y es que el novelista se sintió tan sobrecogido escuchando un discurso de la heredera del fascista Movimiento Social Italiano, plagado de lugares comunes y reaccionarios sobre la superioridad de Occidente, que le entraron unas “enormes ganas” de ser italiano. Eso sí, se cuidó mucho de aclarar a qué tipo de italiano se refería (¿Pasolini? ¿Gramsci? ¿Pirandello? ¿Berlusconi? ¿Salvini?), consciente de que el modelo que más se ajustaba a su deseo era el de camisa negra 2.0., algo que, por pudor estético, claro, debió de parecerle poco elegante para un personaje de su alcurnia. Al menos hasta que surja una nueva Leni Riefenstahl que convierta el postfascismo en una experiencia estética cautivadora.
Basta con observar cómo muchos de los que se indignan con la vulgaridad estética de las diatribas de Abascal se sienten cómodos limitando a un ingenioso y creativo tuit su respuesta a las cacerías humanas como las de Torre Pacheco
Estos ejemplos pueden llevarnos a pensar equivocadamente que esta reivindicación de la estética como refugio melancólico o coartada integradora son exclusividad del discurso conservador. No es cierto, pues abundan los sectores progresistas españoles, mediáticos y políticos, que echan mano de ella como consuelo. Basta con observar cómo muchos de los que se indignan con la vulgaridad estética de las diatribas de Abascal se sienten cómodos limitando a un ingenioso y creativo tuit su respuesta a las cacerías humanas como las de Torre Pacheco.
O esos ríos de tinta virtual que provoca el tono soez de Miguel Tellado, Ester Muñoz o Esperanza Aguirre, como si escandalizara más no estar a la altura del verbo florido de Cánovas del Castillo que los ataques al salario mínimo, las pensiones, los derechos laborales o los servicios públicos.
Son los mismos, por cierto, que etiquetan como choni a Ayuso, destilando la misma soberbia clasista que los vecinos de Graydon Carter en Manhattan. O los que se regodean satisfechos ridiculizando y mofándose del cuñao, como si enfrente de un cuñao tonto no hubiera irremediablemente otro cuñao, por muy de listo que este vaya.
En cualquier caso, no le falta razón al personaje de Ivá al reivindicar la estética como la última barricada de las personas sensibles. Eso sí, conviene recordar que para Makinavaja la estética nada tiene que ver con coartadas ni consuelos. Es todo acto de rebeldía que nos atrevamos a emprender, como el que protagonizó el ultimo choriso al descerrajarle cuatro tiros a un corrupto y torturador antes de pronunciar, con elegancia anarquista, su célebre frase.
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José Manuel Rambla es periodista
Regresar a los clásicos siempre resulta inspirador. “En un mundo podrido y sin ética, a las personas sensibles solo nos queda la estética”. La sentencia se la debemos a Makinavaja, navajero, filósofo y poeta surgido de la imaginación de Ivá que Carlos Suarez adaptó para el cine justo cuando la Barcelona olímpica se llevaba por delante el mítico Barrio Chino, hábitat natural del entrañable último choriso. Su lapidaria frase, sin embargo, lejos de perder actualidad, parece haber ido ganando vigencia con el paso del tiempo hasta el punto de que hoy es asumida por personas hipersensibles de la más variada condición.