Valentía y generosidad

Juan Manuel Zaragoza

En mayo de 1998, la Friedrich Ebert Stiftung, la fundación cercana a la socialdemocracia alemana más antigua e importante, invitaba a Bruno Latour, entre otros intelectuales, a una conferencia dedicada a la innovación en ciencia, tecnología y política. La elección, por supuesto, estaba más que justificada, en tanto que Latour era todavía miembro del Centre de Sociologie de l’Innovation, en la École de Mines de Paris, y uno de los pensadores más relevantes en el campo de los estudios de Ciencia, Tecnología y Sociedad (CTS). El momento, por otra parte, no era tampoco irrelevante. En mayo de 1998 Europa estaba en medio de lo que ahora llamaríamos, de forma un tanto pedante, un “cambio de ciclo”. Justo un año antes, en mayo de 1997, el Partido Laborista de Tony Blair acababa con casi 20 años de gobiernos conservadores, y apenas unos meses más tarde, en septiembre de ese año, el SPD ganaría las elecciones alemanas, venciendo a la UCD de Helmut Kohl, y conformando el primer gobierno bicolor, liderado por el socialista Gerhard Schröder, al pactar con el partido ecologista. Las posibilidades de influir en la acción de gobierno no eran, por tanto, descabelladas. ¿Quién sabe si de esa conferencia saldrían ideas que irían a parar al programa electoral de los socialistas alemanes?

En ese contexto, Latour se presenta frente a la audiencia con un texto titulado Ein Ding ist ein Thing. A (Philosophical) Platform for a Left (European) Party, en el que, de forma tal vez inesperada, dada su fama de pensador “conservador”, lo primero que hacía era criticar a la izquierda por su mimetización con la derecha, que se instanciaba en el uso de un mismo vocabulario vacío que incluía, como estrella invitada, la palabra “innovación”. La izquierda, decía Latour, debe distinguirse de la derecha. Debe tener su propio lenguaje. El dilema, claro, es que este lenguaje no podía ser igual tras la caída del muro. Debían inventar algo nuevo. Lo que Latour proponía a continuación era un conjunto de 10 puntos que, en su opinión, podían servir para marcar esa diferencia. De entre ellos me detendré, únicamente, en el primero, que Latour llama: ¿Debemos modernizar la modernización?

Uno de los problemas de esta nueva izquierda post-muro de Berlín, dirá Latour, es que ha entrado en una competición con la derecha por ser el que más y mejor moderniza la modernidad. Al hacerlo, nos dice Latour, la izquierda está obviando lo que tantos pensadores, antes y después de la caída del Muro, habían calificado como postmodernidad, modernidad reflexiva o hipermodernidad. Básicamente: la Modernidad es un proyecto agotado.

Sólo la derecha puede creer en el relato de un Progreso que signifique menos regulación, menos impedimentos, más libertad en el futuro que en el pasado. Lo único de lo que podemos estar seguros es, por el contrario, de que sea cual sea el tema que elijamos, de la ecología a la genética, de la ética al derecho, el futuro será aún más enmarañado que el pasado.

Es aquí, en este punto, que el momento en que Latour escribe y el nuestro, en el que lo leemos, se cruzan. Al igual que él, nos encontramos en un momento de cambio de ciclo, aunque de signo contrario. Y, al igual que en ese momento, necesitamos dar un golpe de timón para variar nuestra dirección. Seamos, también, conscientes de las diferencias: ahora mismo, como señalaba Xan López en un artículo escrito hace unos días, la izquierda tiene un discurso claro, de defensa del Estado de derecho y del bienestar que no es una copia del de la derecha. Un discurso, además, exitoso, que gana audiencias de forma progresiva. Sin embargo, también como entonces, somos incapaces de dar el paso siguiente. Y esto es así porque este paso de decisión requiere de una valentía de la que, hasta el momento, la izquierda no ha hecho gala.

Y es que dar ese paso supone cambiar radicalmente lo que hemos considerado que debía ser la izquierda. Pasa por abandonar lo que hemos llamado “progresismo” y pasa, también, por abandonar la lucha por la emancipación como horizonte. No, no queremos más libertad, ni la de tomar unas cañas, ni la de aparcar en la puerta de la guardería de los niños, ni la de desregular el mercado sanitario para favorecer “la competencia”. Lo que queremos, de lo que tenemos que hablar, es de cómo conseguimos las condiciones de habitabilidad que merecemos (esto incluye, claro está, un debate sobre la libertad, pero ya no como objetivo último, sino como otro elemento que hace vivible la vida). Porque ese es el problema que nos ha dejado la modernidad. Ese es el problema al que debemos hacer frente: cómo mejorar la habitabilidad de un planeta que nuestra desaforada huida hacia adelante ha desestabilizado hasta el punto de ponerla en entredicho. ¿Será la tierra habitable (para los humanos) en 2100? Esa es la pregunta a la que debemos responder.

Obviamente, no se trata de una tarea fácil. No sólo para la izquierda, sino para todos. Esto es lo que explica la desorientación a la que nos vemos sometidos, esto es lo que explica el temor a la pérdida de privilegios de las élites, pero también de las formas de vida de las clases trabajadoras. Es lo que explica la llegada de inmigrantes hacia un norte que se supone más resiliente y también la lucha por cerrar las fronteras ante la más que certera escasez de recursos futuros. Es lo que explica, o eso creo, el repliegue conservador del que se da cuenta de que el mundo cambia y, en ese cambio, podemos perder pie y quedar a la deriva. ¿Quién no sentiría la tentación de volver a encerrarse en el hogar, con los tuyos, tras una puerta de seguridad e intentar que la vida no pierda su “normalidad”?

Estamos, sin embargo, cada vez más “enmarañados”. Perdidos, con menor capacidad de maniobra. Estamos, literalmente, en medio de un cambio de mundo. Y esto nos aterra. Y, ante el terror, sólo tenemos un antídoto, ya desde Homero: la valentía y la generosidad.

Hoy, en este momento en que toca repensarnos, esa cosa que se llamó el espacio del cambio debe ser valiente. Valiente para decir lo que ya sabemos: que ante un nuevo mundo las recetas del pasado son estériles. Que debemos inventarnos de nuevo. Que no hay vuelta atrás. Que todo, cada vez más, está más enmarañado y que habitar este nuevo mundo no nos pide desenredar la madeja sino, al contrario, dejar que esta nos atrape. Porque al limitar nuestros viejos movimientos –aquellos que, para realizarse, debían romper los hilos que nos unían, “emancipándonos”–, nos permiten explorar nuevos pases de baile, inventar una nueva danza.

En un mundo en cambio hay que ser muy cuidadoso con aquello que descartamos, ya que podría sernos de utilidad en el futuro. Pero también tenemos que ser valientes para tomar opciones arriesgadas

Dejemos las metáforas. Debemos ser valientes para señalar que no hay agua para todos. Que no podemos comer 32 kilos de carne por persona al año. Que no podemos desplazarnos en coches individualmente. Que debemos acabar con formas de producción inhumanas, que esquilman la tierra, explotan a los animales y precarizan a los trabajadores. Debemos ser valientes y llamar al pan, pan, y al vino, vino.

Pero esto no basta. Esto también deberíamos haberlo aprendido en este ciclo del que venimos. Decir la verdad no basta. Ser el oráculo, el profeta… ¿desde cuándo fue un buen negocio? Que le pregunten a Casandra. No, convertirse en el ermitaño que mira al mundo desde lo alto de su columna y señala los pecados del mundo no es lo que necesitamos. Aunque la columna tenga formato podcast. Al contrario, de lo que se trata ahora es de ser generosos.

Generosos para incorporar a todos, todas y todes. Porque a todos nos afecta el problema de la habitabilidad y esto debe constituirnos en una nueva clase, entendida no como una realidad previa que deba explicar nuestros intereses y gustos, sino como una forma de asociación que nos vincula a partir de aquello que compartimos. Pero en tanto que no es algo previo, objetivo, debe ser construido. Y es en ese construir de una nueva clase (ecológica, dirá Latour muchos años más tarde) donde la generosidad es fundamental. ¿Qué forma de generosidad es necesaria? No sólo la de escucha, no sólo la apertura, sino otra más difícil: debemos ser capaces de bailar. De inventar nuevos pasos de baile, una coreografía entera… y compartirla.

Dejemos las metáforas. Debemos ser capaces de ofrecer alternativas a los agricultores intensivos, atrapados en las dinámicas de producción de las cadenas globales agroalimentarias. No basta con señalar que su modelo no es sostenible, hay que dar alternativas reales que les permitan abandonarlo sin poner en riesgo el plato de comida que deben poner sobre la mesa, pero también, no lo debemos olvidar, sin despojarlo del orgullo de ser capaz de sostener y sostenerse, sin humillarlo, sin señalarlo como el enemigo, sin hacerle doblar la testuz. Al contrario, se trata de hacerlos conscientes de que, también ellos, se encuentran atrapados por la cuestión de la habitabilidad. Incluso más: que ellos son, porque así es, actores fundamentales para encontrar una respuesta a nuestra pregunta: ¿será nuestro planeta habitable en 2100? Debemos ser generosos y bailar con ellos, con ellas, con elles.

Es la generosidad del trabajo. Porque sí, para crear esa nueva clase (ecológica) hay que trabajar. Hay que unir, atar los intereses. Hay que ofrecer alternativas y esto implica imaginación, pero también capacidad de transformar nuestras historias de otros futuros (futuros vivibles) en políticas públicas. En formas que nos permitan sostener la vida, la de los nuestros, la de los otros. Algo tan sencillo que no sé cómo pudimos olvidarlo. Hacer converger la realidad y el deseo no es fácil. Es necesario un esfuerzo inmenso. Es esa, también, la generosidad que necesitamos.

Y no, no es necesario impugnar el capitalismo. Llevamos años haciéndolo, denunciando sus excesos, y bueno, digamos que no ha sido, precisamente, un éxito. Pero es que denunciar es fácil, basta con levantar la voz. Es más difícil, más cansado, trabajar para identificar aquellos aspectos más lesivos, más terribles, más inhumanos. Ver qué es lo que los sustenta, dónde se distribuyen las cargas, qué los convierte en “inevitables”. Y, una vez hecho este trabajo, emprender el desmontaje (a la fuerza lento) de esos resortes. Este es un trabajo pesado, que lleva su tiempo, cansado. También en esto tenemos que ser generosos.

Esto es lo importante, pero no podemos obviar lo urgente. En menos de dos meses hay Elecciones Generales. Unas elecciones que se producen como consecuencia de unas autonómicas que han sido desastrosas para el “espacio del cambio”. Podemos (en sus infinitas variables) se ha convertido en extraparlamentaria en Madrid, País Valencià y Canarias, y reducido a la insignificancia en el resto (excepto, tal vez, Navarra). El papel de Yolanda Díaz, comprometido tras unas decisiones cuestionables durante el desarrollo de la campaña, sale también “tocada” de esta derrota, aunque su nivel de exposición ha sido menor que el de Podemos, que pierde casi toda su capacidad de presión en la futura confluencia (si la hay), y que sustentaba en un supuesto “músculo” territorial que, se ha visto, no era tal. Reconducir este desaguisado, en apenas unos días, parece imposible.

Valor y generosidad. No hay otra forma. Valor y generosidad para irse, valor y generosidad para quedarse. Para avanzar, pero también para poner pie en pared. Pero dejemos las metáforas.

La cúpula de Podemos, (Ione Belarra e Irene Montero,) debe dar un paso al lado. Y, con ellas, deben hacerlo todos los que las rodean. Esto no es pedir la desaparición de Podemos. Pero sí evidenciar el fin de un ciclo. Los que no han sabido llevar este barco a buen puerto no deben hacerse cargo de la nueva singladura. Deben ser, también ellas, valientes y generosas. Hay que constituir una gestora que pilote un proceso de transición hacia la aparición de nuevos liderazgos, de nuevas ideas, de proyectos nuevamente ilusionantes para las mayorías. Y, también, la integración en Sumar.

Una integración que debe ser generosa por todas las partes. Respetuosa con lo que significa Podemos, con su breve pero brillante historia. Pero también consciente de cuál es la situación real del partido a día de hoy. Esto implica, por parte de Podemos, el abandonar exigencias que se sostienen únicamente con un desproporcionado esfuerzo de la imaginación. Y, por parte del resto de fuerzas, el apoyo a aquellos y aquellas que, desde Podemos, tienen voluntad de mirar hacia el futuro.

Pero, ¿para qué sería ese proceso de convergencia? En primer lugar, desde un punto de vista estratégico, para contener la sangría. No se trata del viejo sueño de la unidad de la izquierda, eso ya deberíamos haberlo dejado atrás, sino de aprender de lo ocurrido en Huesca, donde un 20% de los votantes repartieron su voto entre cinco grupos de izquierda, sin que ninguno de ellos lograse representación al no alcanzar el 5% mínimo requerido. Es por tanto una venda sobre una herida que supura. Necesaria, pero no suficiente.

Pero es sobre todo necesario para que el espacio del cambio concluya ese proceso desmodernizador que ya ha iniciado, que se encuentra recogido en muchos de los documentos realizados por los grupos de trabajo que puso en funcionamiento Sumar hace unos meses —y en muchos de los de Podemos, cuando Podemos tenía grupos de trabajo—, y que de forma inteligente han intentado delinear ese nuevo futuro conservando aquellos aspectos ilustrados que merece la pena conservar. En un mundo en cambio hay que ser muy cuidadoso con aquello que descartamos, ya que podría sernos de utilidad en el futuro. Pero también tenemos que ser valientes para tomar opciones arriesgadas. Si la democracia es un experimento colectivo, a veces es necesario dar saltos sin saber dónde vamos a aterrizar exactamente.

Volvamos, otra vez, a Latour. Al final del texto con el que iniciábamos esta reflexión, Latour intenta resumir su propuesta en unas pocas palabras, como si tuvieran que encajar en un argumentario de partido.

Se puede resumir en pocas palabras, aunque ninguna de ellas, estoy de acuerdo, sea excesivamente popular: algo más que la modernización está actuando en el mundo, lo que ofrece una ocasión única para que Europa y la izquierda se restablezcan con un nuevo orgullo. Hay una flecha del tiempo, hay energía que puede ser desatada, pero conduce a la coexistencia más que a las revoluciones; la emancipación, incluso en materia de vida personal, puede que ya no esté a la orden del día.

Obviamente, no le sale bien, y él lo sabe. Pero hay, escondida entre todas esas palabras “no excesivamente populares”, una que merece ser la pena rescatada: esperanza. Debemos, pese a todo, tener esperanza. Confiar en que la valentía y la generosidad nos llevarán a pensar, por fin, en cómo será ese nuevo mundo que debemos construir.

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Juan Manuel Zaragoza es profesor de Filosofía de la Universidad de Murcia.

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