Cuento de Navidad Verónica López Sabater
Me siento por momentos una bomba. El obús estará bien fabricado, presto a cumplir su misión. La única descarga de su culpabilidad es que no se autoabastece ni decide hacia dónde va, si su objetivo está más o menos claro. Me imagino artefacto destructivo, pero pensante. Enseguida dejaría de serlo. Las emociones me podrían. Temblaría nada más que me subiesen –no lo había pedido- al avión destructor. Colocada en el sitio pertinente de la bodega me recalentaría tanto que empezaría a temblar. También algunas de mis vecinas. Si el viaje fuese largo, tanta energía acumulada podría provocar una deflagración. Me conforta ese posible fracaso de la maldad, en forma de bomba anónima.
Cuando sueño esto -no provocar daños en quienes ninguna culpa tienen-, me veo en zona de guerra mirando al cielo por ver si caen las bombas. Durante este trance suenan las sirenas, indican que cargas anónimas están preparadas para cumplir su función básica: causar la destrucción allá donde caigan. A quienes aprietan el gatillo no les tiemblan las manos, emocionarse es un signo de cobardía en cualquier guerra.
A quienes aprietan el gatillo no les tiemblan las manos, emocionarse es un signo de cobardía en cualquier guerra
Cuando era niño, en mi pueblo explosionó una bomba sin detonar, dejada ahí por la despiadada guerra (in)civil del 1936-39. Un chatarrero intentaba extraerla. No estaba muy profunda pero se resistía. Alrededor del hoyo toda una chiquillería observaba las maniobras. De pronto explotó, el desastre provocado todavía me hace enmudecer; me salvé por tener fiebre y estar en cama en casa. Murió el chatarrero, destrozado, y muchos niños acabaron muy damnificados por la metralla, largo tiempo. Jorge fue uno de ellos; a su lado hubiese estado. Su reciente fallecimiento me ha recordado que el proyectil tenía como objetivo existencial causar el mayor daño posible, en otro tiempo, a otras personas.
Mientras esto sucede, los políticos del eje del bien dicen que son necesarias más bombas, que con tanta guerra se les acaban las existencias. El mandamás de esos políticos europeos y mundiales amenaza a quienes no gasten más dinero en armas. Parece que el presidente del Gobierno de España se niega a construir el futuro sobre armamento. ¿A cambio de qué? Suponemos que movido por una emoción humanitaria. Sabedor de que una vez que la bomba explota -ha dejado de serlo- se convierte sobre todo en desastres generados. En muertos y en supervivientes maltrechos. En Aragón, quienes gobiernan ahora quieren apuntalar los empleos con industrias de guerra. Dicen que para defender la paz (sic).
¡No a las guerras! Todas.
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Carmelo Marcén Albero es doctor en Geografía por la Universidad de Zaragoza y especialista en educación ambiental.
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