Memoria histórica

40 años de dolor en secreto junto a una camisa con agujeros y una foto montada

Cecilia García Rubio, asesinada en Casas de Don Pedro (Badajoz) con 23 años estando embarazada, en un montaje fotográfico junto al que fue su marido, Santiago Mijarra.

"Siempre pensé que la mujer de la foto era mi madre. Lo daba por hecho, vamos. Y un día, una mujer que estaba mirando la fotografía, dice: ¡Qué guapa era Cecilia!". Sí que lo era. Se observa en la fotografía que ilustra este artículo, utilizada con el permiso de Petra Mijarra, de 62 años, hija de la segunda esposa de Santiago Mijarra, cuya primera mujer, Cecilia, embarazada, fue asesinada en 1939 por los franquistas. De ahí la confusión. Petra siempre dio por hecho que la mujer de la foto era su madre, Granada. Pero no. Se tuvo que enterar casualmente. No son temas fáciles de hablar. Los vivos no recordaban a los muertos como querían, porque incluso el duelo estaba limitado y perseguido.

Paloma Aguilar, catedrática de Ciencia Política y destacada investigadora sobre memoria histórica, se ha sumergido en ese mundo, o submundo, de estrategias privadas y secretas de duelo, a menudo forjadas en una creatividad obligada por la necesidad. Aguilar ha puesto la lupa en el pueblo de Casas de Don Pedro, en Badajoz, el primero en el que fueron exhumados restos de republicanos en Extremadura, en 1978. ¿Cómo lo hicieron?, se preguntaba Aguilar. ¿Cómo lograron los deudos reunir la fuerza para, con una democracia aún tambaleante, emerger de la prisión interior en que habían sido confinados junto con sus recuerdos y forzar aquellas exhumaciones? ¿Cómo habían mantenido vivos los recuerdos, a pesar del castigo de silencio impuesto?

El resultado de la búsqueda de respuestas es el artículo Del luto cercenado al luto recuperado: Estrategias de homenaje y recuerdo de las familias de las víctimas de la represión franquista, publicado en la revista estadounidense Memory Studies [ver aquí en inglés]. Es una intrahistoria del dolor íntimo de los derrotados. También el negativo de la fotografía de las cunetas, porque estas historias funcionan como recuerdo de la injusticia radical que suponen las fosas aún sin excavar. Como recuerda Aguilar, "en la mayoría de los casos, la dictadura no permitió que los supervivientes enterraran a sus familiares en cementerios y menos aún que les rindieran homenaje fuera del hogar".

Doble castigo

"El castigo impuesto a los familiares era doble: se les impedía hacer el duelo formalmente y se borraba el recuerdo de los muertos del espacio público, como si las víctimas no hubieran existido", anota Aguilar. Se prohibió toda mención pública a enterrados en tumbas sin marcas. "Sus familias vivían con el tormento de que al no poder dar a sus seres queridos un entierro digno, no garantizaban su descanso eterno", explica Aguilar. No es raro que los muertos adoptaran entonces, en unas mentes sacudidas por el dolor, "una forma espectral".

Se producía un conflicto entre la "ley del Estado", con sus humillantes restricciones al duelo de los enemigos vencidos, y la "ley del parentesco", que mueve inevitablemente al tributo. Esa tensión se desbordaba en los estrechos márgenes de maniobra de las familias de los muertos. Ahí se manifestaban lo que Aguilar llama "mecanismos de duelo alternativos", sustitutivos de las ceremonias funerarias convencionales. "El recuerdo de los 'desaparecidos' era cultivado en privado por sus familiares y, a veces, los lugares de las fosas comunes se marcaban con cruces, piedras u otros signos para evitar que fueran ocultados por la naturaleza y cayesen en el olvido. Esto fue de gran ayuda para localizarlos cuando, cuarenta años después de la guerra, comenzó la búsqueda de los restos de los ejecutados", expone Aguilar.

Tres familias

La autora centra su investigación en las estrategias de duelo durante la dictadura de los familiares de seis asesinados: los hermanos Casatejada López (Julián, de 19 años, y Alfonso, de 17), los hermanos Talaverano Soto (Petra, aunque todos la conocían como Eloísa, de 23, y Pedro, de 18) y los hermanos García Rubio (Cecilia, de 23 y embarazada, y Dionisio, de 25). Todos fueron asesinados en Casas de Don Pedro, excepto Dionisio, muerto a manos de los nazis en Francia en 1944. Cecilia y Eloísa fueron asesinadas porque sus respectivos maridos, Santiago Mijarra y Julián Arroba, se habían escapado de la ejecución y huyeron a las montañas, donde acabaron uniéndose a la guerrilla antifranquista. En venganza por esa fuga y para evitar que se reuniesen con sus maridos, las mujeres fueron sacadas de la capilla de la Virgen de los Remedios, donde estaban encarceladas, y fusiladas. Cecilia presentaba un embarazo avanzado.

Santiago Mijarra se entregó en el 41. Fue encarcelado, sentenciado a muerte y desterrado, pero no llegó a ser ejecutado. En el 44, volvió a casarse con otra mujer, Granada. Se instalaron en Casas de Don Pedro. Y cuando nació su primera hija, la llamaron Cecilia, como la primera esposa de Santiago, asesinada. Según la investigación de Aguilar, es un frecuente recurso de homenaje usar los nombres de los asesinados para mantener viva su memoria. Petra, la menor de los cuatro hermanos que acabaron teniendo, se muestra ahora fascinada por la discreta "generosidad" de su madre, también represaliada y que pasó cárcel. No sólo no quiso rivalizar con el recuerdo de Cecilia, sino que llegó a tejer una estrecha relación con la familia de esta, hasta formar parte de ella. Es lo que Aguilar identifica en el artículo como una "comunidad de memoria", tejida entre susurros por los familiares de las víctimas. "Siendo niña, yo pensaba que todos éramos familia, claro. Manoli, la sobrina de Cecilia, llamaba a mi padre tito Santiago y a mi madre tita Granada. Íbamos a sus bodas, a sus bautizos...", explica Petra. El vínculo era la memoria de Cecilia, la ausente.

Fotografías

La imagen de aquella mujer en la fotografía junto a su padre tardó tiempo en adquirir la identidad de Cecilia. Petra había oído toda la vida ese nombre, "Cecilia", pero no le había asignado aquellos rasgos. Hasta que oyó aquel comentario al vuelo: "¡Qué guapa era Cecilia!". "Se hablaba poco de ella en casa, supongo que para que yo no me hiciera cábalas raras. Se hablaba algo más de Gregorio, un hermano de mi padre que también fue asesinado. Yo me iba enterando de cosas, ya adolescente, por una hermana de mi padre que era muy parlanchina. Con nueve años me había ido con familia a Madrid. Procuraba no preguntar mucho. Más tarde, cuando me puse a currar, fui representante sindical de aprendizas. Tenía 16 años, siempre he sido muy precoz. No les decía nada a mis padres. Piensa que a mi padre le habían dicho: 'Si te metes otra vez en política, vas al talego'. Nos habían inculcado a todos mucho miedo a hablar o a decir".

Las historias de los familiares de víctimas de Casas de Don Pedro están hechas de mucha contención y silencio. Las exteriorizaciones del duelo adoptaban formas escuetas y doloridas. Aguilar detecta un frecuente uso de montajes fotográficos. "Una de las formas íntimas de rendir homenaje consistía en exponer sus fotografías en la casa. Esta manifestación de duelo privado, que ha sido investigada en detalle por [Jorge] Moreno [autor de El duelo revelado] en el caso de España, suele consistir en 'collages fotográficos en los que los desaparecidos se insertan junto a los miembros de la familia en una composición imposible'". Según Moreno, "la imagen no sólo opera como prueba evidente de la existencia de la persona, sino sobre todo como un lugar de memoria". Añade Aguilar que las fotografías eran a menudo procesadas para que los muertos aparecieran bajo la luz más favorable posible (cuidadosamente arreglados, elegantemente vestidos, con expresiones seguras de sí mismos). "Una forma de borrar de la memoria el dolor que su muerte violenta debió causarles", indica.

¿Quién no ha experimentado un punto de extrañeza en esas humildes casas de pueblo, donde habitan derrotados de la guerra, en cuyas paredes, de repente, emerge la fotografía de un hombre del que sabemos que vestía con la máxima sencillez y que se presenta vestido de traje y corbata? Petra duda que se padre se pusiera alguna vez una corbata como la que luce en la foto junto a su primera esposa. El duelo de los hermanos Talaverano Soto, Eloísa y Pedro, también está hecho parcialmente de fotografías. Ambos aparecen juntos en un montaje fotográfico en color que indignó a su madre, ya que el fotógrafo se tomó la libertad de poner un cigarro en los labios de Pedro, que nunca fumó. Parecen mayores de lo que eran cuando murieron, 23 y 18 años. "Es como si hubieran intentado representarlos a la edad que tendrían si la muerte no se los hubiera llevado tan pronto", apunta Aguilar en su artículo. El fallido collage fue sustituido por otro más austero en blanco y negro, que servía como recuerdo de los ausentes.

Una camisa agujereada

Josefa Miranda, conocida como Juli, de 67 años, es nieta de aquella abuela que se indignó con la fotografía de su hijo fumando. También su vida está rodeada de víctimas y recuerdos. Su hermano se llamó Celestino, en recuerdo de su abuelo, asesinado. No es el único caso. La saga se extiende entre nombres repetidos, en memoria de los muertos. "Fíjate. Mi hermano se llama Celestino no por iniciativa de mi madre, sino de mi padre, que no lo llegó a conocer. Mi abuela, que murió con 100 años, empezó a perder la cabeza ya con noventa y tantos. Pero era oír el nombre de 'Celestino' y su memoria se ponía de repente en marcha y empezaba a hablar", explica. Su abuela, la madre de la asesinada Eloísa, guardó toda su vida la camisa con la que murió su hija. Es una camisa con historia. Según un testimonio recabado por Aguilar, cuando mataron a las mujeres, las arrojaron a una zanja casi sin nada que las cubriera. "Los perros las desenterraron y se las comían", según dicho testimonio. Un pastor se compadeció y puso tierra encima de ellas, en un gesto de humanidad. Luego asumió el riesgo de llevar la camisa de Eloísa, ensangrentada y agujereada, a su madre. "Mi abuela viajaba con la mortaja y llevaba siempre ahí la camisa", recuerda ahora Juli. Cuando Escolástica, así se llamaba, falleció, vivido un siglo, la enterraron junto a la camisa de su hija.

Aguilar detecta en su artículo un "culto a los objetos de los seres queridos como forma de duelo, sobre todo si se les había arrebatado violentamente la vida en la plenitud de la juventud". Un ejemplo es un patrón de colcha que Eloísa había diseñado y que sus hermanas y sobrinas reprodujeron en varias ocasiones a lo largo de los años, expone Aguilar. Su madre usó la que Eloísa misma había bordado para cubrir a sus hijos cuando estaban enfermos, "como si tuviera poderes protectores o incluso curativos", y también la mostraron en la fiesta del pueblo en honor a la Virgen en agosto. "La forma sincera y respetuosa en que los familiares hablan de los objetos casi sugiere una especie de culto, porque les permite, en cierto modo, forjar una conexión con sus seres queridos", explica la autora en su artículo, que por momentos corta el aliento. La familia también guardó un bordado de la asesinada, con el que envolvieron los huesos de Escolástica cuando abrieron su nicho en el cementerio para añadir el cuerpo de uno de sus hijos. Más dudas tiene ahora Juli, que se emociona mientras habla, sobre el paradero de un laúd con el que Eloísa, que sabía cantar y bailar, amenizaba los bailes.

"Mi madre y mi abuela, que eran uña y carne, nos lo tenían dicho: 'Nada de llorar en la calle'. No se podía. Estábamos vigilados. Se hablaba poco. Porque cuando surgía el tema, ya se ponían a llorar. Y lo único que decíamos los hermanos era 'ya está, no pasa nada, no se puede hacer nada'. Ahora me arrepiento de no haber preguntado más", explica Juli, que recuerda cómo su madre y su abuela siempre evitaron que le pusiera cara a los nombres de victimarios que había escuchado. "Yo le decía a mi madre: 'Cuando los veamos, señálamelos, por favor, quiero saber quiénes son'. Pero ella nunca lo hizo".

Felisa Casatejada

En el artículo de Aguilar emerge la imponente figura de Felisa Casatejada, hermana de Julián, de 19 años, y Alfonso, de 17, ambos asesinados. En su familia "el trauma fue tan profundo que dejaron de celebrar los cumpleaños o cualquier otro tipo de fiesta como la Navidad, como si vivieran en una especie de duelo perpetuo, aunque estrictamente privado, ante la imposibilidad de hacerlo públicamente", expone Aguilar. El padre, que tenía que pasar todos los días por la finca donde estaban enterrados de camino al trabajo, miraba siempre hacia el lugar y decía en voz baja: "Pensar que tenéis que estar ahí, enterrados como perros". Felisa guarda los cables con los que cree que sus hermanos fueron atados para matarlos "como si fueran una especie de tesoro", explica la autora. "Para ella, son una prueba evidente de los crímenes que se negaron en su momento y también un objeto muy querido porque, según ella, estuvieron en contacto con sus hermanos", se lee en el artículo publicado en Memory Studies. Celedonio, hijo de Felisa, explica a Aguilar cómo se transmitía la importancia del lugar del enterramiento, aun sin el menor reconocimiento oficial de este: "Se nos inculcó a mis hermanos y a mí desde que éramos pequeños; y [mi madre] nos lo enseñaba siempre que salíamos al campo [...]. Estaba grabado en su mente a sangre y fuego [...]. Conocía la finca y cuando íbamos por ahí, siempre decía: ahí es donde mataron a mis hermanos". Tres de los hermanos de Felisa dieron a uno de sus hijos el nombre de un hermano asesinado: o Julián o Alfonso.

Felisa fue la líder de esa "comunidad de memoria", forjada clandestinamente, que afloró tras la muerte de Franco. Las víctimas pasan entonces de "fantasmas políticos" a "ciudadanos póstumos", apunta Aguilar. Abandonan su "forma espectral" y comienzan a ser objeto de derechos, añade. En la Transición, la resistencia adquirida por las familias se convierte en acción cohesionada. Los herederos de las víctimas logran atención mediática, a través de la revista Interviú, e impulsan la recuperación de los restos. "Solicitaron los permisos necesarios. También recaudaron fondos para pagar una excavadora, comprar un terreno en el cementerio de la Iglesia, construir una bóveda y comprar flores", señala Aguilar. La primera exhumación tuvo lugar en la finca de Casa La Boticaria el 13 de mayo de 1978. Después de vigilar los restos en el campo durante dos noches, se celebró un multitudinario funeral y los restos fueron colocados en el mausoleo colectivo del cementerio del pueblo, y en el lugar de la exhumación incluso fueron colocadas banderas republicanas, socialistas y comunistas. El reportaje publicado por Interviú también tuvo para las familias, observa la autora, la forma de un "homenaje póstumo". "Los familiares pudieron trascender el ámbito local. Se avivó el deseo de acciones similares, mostrando a todo el país que estas iniciativas tan anheladas empezaban por fin a ser factibles", añade.

No fue fácil. Felisa fue sometida a una fuerte presión por el gobernador civil durante todo el proceso, sobre todo cuando la reivindicación de reparación trascendió el ámbito del consuelo familiar y adoptó una forma más ideológica. Es una de las concreciones de esa "comunidad de memoria" fraguada durante la dictadura. Muchos familiares de los ejecutados mantuvieron un contacto regular entre sí, aunque ejerciendo la necesaria discreción y precaución, y esto se mantuvo así incluso cuando algunos emigraron a Madrid por razones económicas. Muchos de los miembros de las familias analizadas no sólo se vieron obligados a abandonar Casas de Don Pedro, sino que vivieron durante varios años en chabolas de las afueras de Madrid porque no podían pagar el alquiler. Más tarde se trasladaron a barrios populares como San Blas y Vallecas", señala Aguilar. Estas "comunidades informales" ayudaron a facilitar la coordinación necesaria para que, una vez que la situación política cambió, "pudieran recuperar los restos de los muertos y rendirles homenaje".

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El logro y el precio

Las familias pagaron un precio. Celedonio, hijo de Felisa Casatejada, le cuenta a Aguilar: "Nos hicieron la vida prácticamente imposible [...].. Después de todo eso con los restos [...] fue una persecución". José, un sobrino de Felisa que ya entonces vivía en Madrid, añade: " Fue mi tía la que lo pasó peor […] porque fue ella la que se quedó en el pueblo". Felisa era carnicera. Aparecieron pintadas que decían que tenía "huesos de rojos" para "hacer cocido", como recuerda ahora Juli. No sabían que, a esas alturas, Felisa era ya indestructible. Había décadas de resistencia y de convicción a sus espaldas. Aún vive en Casas de Don Pedro, y Aguilar, que la ha entrevistado en dos ocasiones, se ha planteado en parte esta investigación como una forma de reconocimiento a aquellas mujeres, audaces y valientes como Felisa, que se atrevieron a llevar a cabo estas iniciativas de reparación y justicia nada más comenzar la Transición.

"Mi padre murió con 64 años, antes de la exhumación. Pero allí estuvo mi madre, Granada. Piensa que ella no tenía los restos de ningún familiar [directo]. Los que estaban enterrados eran la mujer de su marido y su cuñado. Pero ella estaba allí la primera. Es increíble lo de mi madre...", cuenta Petra. También recuerda cómo fue el empeño de los más jóvenes el que llevó a poner las banderas, a pesar de que el ambiente en el pueblo se cortaba con un cuchillo. "Los mayores no querían, había mucho miedo, claro". Juli, que fue la encargada de elaborar la primera lista de personas que se reunieron en Madrid para continuar la búsqueda de restos óseos, ya que en el verano de 1978 se produjo una segunda exhumación, relata cómo se paseaban por el pueblo los falangistas con sus camisas azules. "Sonaba por la calle el Cara al sol. En casa, mi padre cogió y puso La Internacional, lo recuerdo. Hace poco intenté poner la cinta cuando murió Anguita, pero ya no funcionaba". Como objeto de memoria, la cinta sí que funciona.

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