Cincuenta años del 'Proceso 1001', el juicio contra CCOO que sentó al régimen de Franco en el banquillo

Cartel de Comisiones Obreras de Solidaridad de Bélgica denunciando las fuertes condenas del 'Proceso 1001'.

El sonido de la puerta al abrirse quebró el silencio sepulcral que inundaba la celda de Francisco Acosta. El reloj marcaba las cinco de la madrugada. Y tanto él como otros nueve dirigentes de CCOO tenían una cita clave en el Tribunal de Orden Público. El fiscal pedía para ellos 162 años de prisión. Solo por formar parte del sindicato. Ese, defender a los trabajadores, era el único delito cometido por aquellos diez hombres a los que se fue introduciendo desde primera hora de aquella gélida mañana en un furgón policial con destino al Palacio de las Salesas, hoy sede del Tribunal Supremo. Era 20 de diciembre de 1973. Arrancaba en la capital el juicio del Proceso 1001. Una causa contra el movimiento obrero que acabó pasando factura a la dictadura.

La relevancia que el régimen franquista daba a aquel procedimiento quedó patente desde el primer minuto. "Cuando salimos al patio, recuerdo el enorme despliegue de policías armados con ametralladoras", apunta en conversación con infoLibre Miguel Ángel Zamora, uno de los sindicalistas procesados. Una "parafernalia" para "intimidar" en la que también se detiene, más de medio siglo después, Acosta: "El furgón en el que nos montaron iba escoltado por media docena de coches, algunos de ellos oficiales y otros de la Brigada Político Social. Nos llevaban como si fuéramos los enemigos públicos número uno". De aquel trayecto, al sindicalista no se le ha olvidado el sonido continuo de la sirena policial, que "impregnaba" todo el ambiente de una cierta "preocupación".

Zamora, Acosta y los otros ocho dirigentes sindicales –entre ellos, Marcelino Camacho o Nicolás Sartorius– habían sido detenidos dieciocho meses antes. En un contexto marcado por la reactivación de las movilizaciones, tanto obreras como estudiantiles o vecinales, la Coordinadora General de Comisiones Obreras había decidido organizar un cónclave en una residencia de los frailes Oblatos de Pozuelo de Alarcón para trabajar, entre otras cosas, en una estrategia que les situase en una posición de relevancia a la salida de una dictadura que se veía cercana. Pero la reunión ni siquiera pudo celebrarse. Al filo de la una de la tarde, un gran operativo policial, al mando del cual se encontraba el jefe de la Político Social, irrumpió en la residencia y detuvo a los asistentes.

Tras dos días en la Dirección General de Seguridad, donde les recibió lo más granado del aparato represivo policial –desde los comisarios Saturnino Yagüe o Roberto Conesa hasta el inspector Antonio González Pacheco, alias Billy el Niño–, se decretó su ingreso en la cárcel de Carabanchel acusados de constituir "una amenaza" contra la "pacífica convivencia social" por "producir alteraciones laborales, paros y huelgas" con la finalidad de "subvertir el orden" siguiendo "consignas de organizaciones extremistas clandestinas". "Lo que realmente buscaba la dictadura con este proceso era lanzar a trabajadores y oposición democrática el mensaje de que si seguían luchando les podía pasar lo mismo que a nosotros", señala Zamora. Una amenaza en pleno auge de la lucha antifranquista.

Cuando aquel frío jueves los sindicalistas llegaron a la sede del Tribunal de Orden Público, fueron introducidos de inmediato en uno de los calabozos que había en el sótano. Y ahí estuvieron, todos juntos, hasta que los prepararon para el inicio del juicio. "A eso de las nueve, los policías nos sacaron de la celda y nos condujeron a través del patio hasta una escalinata al aire libre. Y allí nos colocaron a todos en fila", rememora Acosta. Con una fina lluvia cayendo sobre sus cabezas, los acusados vieron pasar los minutos sin que nadie les trasladase a la sala. Algo pasaba. No era normal semejante retraso en el inicio de un juicio de tal relevancia. Pero ninguno de los que esperaba de pie en aquella escalera del Palacio de las Salesas sabía qué.

"La tensión era tremenda"

Sus sospechas se incrementaron aún más cuando entraron en la sala. "Se notaba una especie de calma tensa", cuenta Acosta. No había público ni familiares. Y los abogados no paraban de hablar entre ellos y hacer gestos a los acusados. Los dos sindicalistas recuerdan al letrado Jaime Sartorius, que se encargó de coordinar las defensas, haciendo cosas raras con las cejas sin que ninguno fuese capaz de descifrar aquellas señales. Lo que el equipo jurídico trataba de trasladarles, recuerda la abogada Francisca Sauquillo, es la información que minutos antes habían recibido a través de una nota. El presidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco, acababa de ser asesinado. Casi a la misma hora que estaba previsto el inicio del juicio. Y a poco más de un kilómetro de distancia.

Aquel atentado trastocó por completo el inicio de una vista oral en la que la letrada había estado trabajando duro. "Entonces, nuestra única preocupación pasó a ser la de proteger a nuestros clientes", apunta Sauquillo. "La tensión entonces era tremenda", sostiene Cristina Almeida, la otra letrada que participó en aquel proceso. La sesión se suspendió durante horas. Y los acusados fueron trasladados, de nuevo, a los calabozos, donde por fin se enteraron de que el coche en el que iba Carrero Blanco había saltado por los aires. "Nos dimos cuenta en aquel momento de que nuestra vida podría estar en peligro", apunta Acosta. Mientras, en aquella celda, Camacho intentaba crear un clima de tranquilidad con algún que otro chiste sobre el dictador.

Pero no era sencillo estar relajado en aquel sótano. Y menos aún escuchando desde el calabozo el ruido de gritos, sirenas y carreras que desde la calle se colaba por la rampa del garaje. Los fascistas se habían desplazado hasta los alrededores del Tribunal de Orden Público y amenazaban a familiares y abogados. Sin embargo, los acusados pudieron respirar algo más tranquilos cuando un capitán de la Policía Armada se acercó a Marcelino Camacho y le dijo, señalando a un destacamento que se encontraba al fondo del pasillo, que estaba allí para garantizar la seguridad personal de todos. "Nunca me había sentido tranquilo por tener cerca a la policía", recuerda entre risas Acosta, que por aquel entonces apenas superaba la veintena.

El juicio, finalmente, se retomó por la tarde. Y lo hizo con alguna que otra provocación. Almeida, por ejemplo, recuerda a José María Gil-Robles, que ejerció como abogado de alguno de los sindicalistas, decir que le había "llenado de pena" la "muerte de un conductor de automóvil", en referencia al chófer de Carrero Blanco, sin ni siquiera mencionar al fallecido presidente del Gobierno. Una vista oral que se prolongaría un par de días más en el Palacio de las Salesas. "Fue horrible. Se cortaba continuamente a los abogados y no se nos dejaba desarrollar nada", señala Zamora, que recuerda lo duro que resultaba estar durante horas sentado en un banco sin respaldo. "Aquello no fue un juicio. No podíamos aportar nada, el tribunal estaba dispuesto a no aceptar nada", completa Sauquillo.

El franquismo pagó caro el juicio

El asesinato de Carrero Blanco cambió radicalmente lo que las defensas podían esperar de la vista oral. "El resultado iba a ser otro. Yo ya había visto la calificación del fiscal, que rebajaba las penas que inicialmente había solicitado. Pero al final, tras el atentado, decidió dejarlas en toda su plenitud", comenta Almeida. El tribunal impuso 20 años de prisión a Marcelino Camacho y Eduardo Saborido, mientras que a Nicolás Sartorius y Francisco García les castigaron con 19 años de cárcel. Para Juan Marcos y Fernando Soto, las penas fueron de 18 y algo más de 17 años, respectivamente. Y en el caso de Acosta, Zamora, Luis Fernández y Pedro Santiesteban, 12 años y un día de reclusión. Todas ellas, por el delito de asociación ilícita.

Pero el franquismo pagó cara aquella represión al movimiento obrero. "Su imagen internacional quedó totalmente tocada", resalta Sauquillo, que considera que el Proceso 1001 fue uno de los acontecimientos que marcó el camino hacia la transición democrática. "Permitió que desde fuera se siguiera viendo a España como una dictadura descarnada que pedía decenas de años de cárcel por una reunión de un sindicato, lo que resultaba inconcebible en el resto de Europa", señala, por su parte, Zamora. También influyó, además, que las defensas de los encausados representasen a prácticamente todo el espectro político –desde Gil Robles o Joaquín Ruíz-Giménez, que había sido ministro de Franco, hasta las comunistas Manuel López o Almeida–.

A día de hoy, los protagonistas de aquellos hechos recuerdan las muestras de solidaridad recibidas desde diferentes rincones del mundo. Un apoyo de Estados Unidos a Australia del que los sindicalistas eran plenamente conscientes estando en prisión. "Teníamos en la cárcel una radio clandestina a través de la que escuchábamos la Pirenaica o Radio Moscú", cuenta Zamora. Se celebraron centenares de mítines y actos de respaldo a los diez de Carabanchel en Francia o Italia. Y se sumaron a la causa un buen número de personalidades: desde el cantante Pete Seeger o el actor Marlon Brando hasta la activista negra Ángela Davis. Una internacionalización en la que, señala Almeida, jugaron un papel clave las mujeres.

Tras la muerte del dictador, el Tribunal Supremo revisó el caso, rebajando las penas hasta una horquilla de entre dos y seis años. Luego, llegaron los indultos. Y la amnistía. Ahora, cincuenta años después, Acosta se dedica a contar, cada vez que le dan la oportunidad, toda esta historia en los institutos a los más jóvenes. Es necesario que sepan de dónde viene la democracia que tanto costó traer. Que conozcan una parte del pasado que quedó "oculta" y que "fue decisiva". Que sepan apreciar la importancia de la lucha antifranquista.

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