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La intransigencia moral se apodera del debate político y agudiza el deterioro de la democracia española

Publicidad anónima contra Pedro Sánchez en el metro de Madrid.

Los ejemplos se suceden a diario. Esta misma semana hemos podido escuchar al senador Pedro Rollán (PP), miembro del equipo de Alberto Núñez Feijóo, rechazar la ley de vivienda porque entre los partidos que la apoyan está Bildu. “La ley de vivienda se levanta sobre las cenizas del atentado de Hipercor”, proclamó. O a Emiliano García-Page (PSOE), el presidente de Castilla-La Mancha, que él, “con los asesinos de ETA”, en referencia también a Bildu, “ni a la vuelta de la esquina”.

Apelar a las emociones para hacer política y basar los planteamientos de los partidos en nosotros frente a ellos, entendidos los unos y los otros como encarnación antagónica del bien y del mal, en vez de sostener las propuestas sobre argumentos y construir a partir de ahí un diálogo útil, se ha convertido en la norma en España. 

No sólo de los partidos, sino de los medios de comunicación. Y por supuesto, de muchos ciudadanos. ¿Cuántos lectores de infoLibre están dispuestos a admitir que cuando escuchan hablar a Alberto Núñez Feijóo o a Isabel Díaz Ayuso anteponen la opinión que tienen sobre ellos a lo que están diciendo? ¿Cuántos lectores de Abc escuchan de verdad lo que dicen Pedro Sánchez o Ione Belarra en vez de ceder a la tentación de oponerse por principio a cualquier cosa que salga de sus labios?

Los expertos distinguen entre polarización ideológica y afectiva. La primera hace referencia a la distancia que separa al eje izquierda-derecha tanto en opiniones como creencias. Cuando se agudiza y acaba dividiendo el terreno de juego en dos campos enfrentados por la desconfianza mutua, la democracia acaba dañada. Los argumentos desparecen y todo pasa a girar en torno a la lógica del enfrentamiento.

La segunda, en cambio, alude a las emociones y los sentimientos. Y aunque cada vez con más frecuencia aflora en el ámbito de la política, no se asienta en la ideología sino en el apego hacia “nosotros” y la animadversión hacia “ellos”.

El resultado de esa combinación es una sociedad cada vez más intolerante, menos dispuesta a dialogar e incapaz de sentir empatía fuera de la burbuja de referencia de cada cual.

Liberarse del objetivismo moral

Se trata de un fenómeno al que contribuyen, además, comportamientos como el que el filósofo Byung-Chul Han bautizó como “el enjambre digital” en un ensayo publicado en 2014 . Según este autor, las masas actúan en la actualidad como un solo cuerpo que reacciona a impulsos como la descalificación o el halago y huye del intercambio y la reflexión sosegada.

En un artículo reciente publicado por infoLibre, la politóloga Cristina Monge llamaba la atención sobre este problema y reflexionaba acerca de la necesidad de “devolver el debate a la esfera de la política, liberándolo del objetivismo moral y la preponderancia de las emociones”.

El profesor de Filosofía de la Universidad Carlos III Gonzalo Velasco explica en un ensayo que acaba de ver la luz —Pensar la polarización (Gedisa, 2023)— que la polarización afectiva es “una consecuencia del objetivismo moral”. Quienes lo practican, asegura, “creen que sus opiniones morales son correctas en un sentido objetivo y, por tanto, invalidan las opiniones morales opuestas por considerarlas errores. El objetivismo moral, por tanto, no es una creencia moral, sino una actitud hacia las creencias que pueden derivar en intransigencia, ceguera e intolerancia”.

Y en eso radica el problema. Actuar de ese modo, explica el sociólogo del CSIC Luis Miller, deja al margen la discusión racional. “Es algo de lo que se queja a diario el Gobierno: mientras hablamos de cuestiones identitarias y emocionales no estamos haciéndolo sobre políticas concretas”. Estamos perdiendo la oportunidad de hablar sobre lo que realmente importa.

El dominio de la moral sobre la esfera pública “impide profundizar y desvelar el debate real de la política, que en realidad gira en torno a quién gana y quién pierde con una determinada medida”, precisa Cristina Monge en conversación con este diario. Tiene que ser “un debate sobre el poder”. Si lo hacemos “sobre las emociones y la moral, es imposible llegar a acuerdos, pero si lo planteo viendo quién gana y quién pierde es mucho más fácil” tender puentes.

Las emociones convierten a los votantes en hooligans en lugar de votantes racionales

Mariano Torcal — Catedrático de Ciencia Política de la Universitat Pompeu Fabra

Mariano Torcal, catedrático de Ciencia Política de la Universitat Pompeu Fabra y autor de De votantes a hooligans (Catarata, 2023) confirma que “las emociones convierten a los votantes en hooligans en lugar de votantes racionales. Condicionan totalmente los elementos de valoración por parte del votante, que simplemente reacciona a las emociones más básicas a partir de los sentimientos hacia los distintos partidos y sus líderes”, lo que “elimina cualquier posibilidad de evaluar propuestas y ver en qué medida se corresponden o no con sus preferencias”.

Cuando se censura globalmente al Gobierno de Sánchez, por ejemplo, se le está tratando de quitar “legitimidad”, señala Torcal. “Es una manera despectiva y derogativa de calificar”. Y “calificar significa clasificar. Y clasificar significa apelar a identidades que no tienen un contenido concreto”.

No es esta la única consecuencia negativa de que la moral domine el debate político. Al moralizar en política, señala Miller, “tendemos a ver a los de los otros partidos como alguien que defiende posturas moralmente incorrectas”. Así que ya no hacemos una evaluación sobre políticas concretas sino “un juicio sobre quién formula esas políticas. Y ya no se trata de estar más o menos de acuerdo” sobre un asunto, “sino de definir a esa otra persona de forma buena o mala”. Y al descalificar un argumento simplemente por quién lo dice, estamos empobreciendo el debate, explica Miller.

Prometer derogar el sanchismo, por seguir con el ejemplo anterior, es utilizar un “argumento moralizante”, pero también lo es cuestionar el liderazgo de Feijóo dentro del PP, advierte Miller. “Derogar toda la obra de alguien es algo vacío, nunca se ha hecho”, recuerda, “ni sería posible, es un argumento retórico que tiende a moralizar el debate situando una línea entre buenos y malos”. 

Y es que, insiste Monge, “con la moral no se negocia: si para mí un tema cualquiera, como puede ser el de las energías renovables, lo tomo desde el punto de vista moral, sobre el bien y el mal, cualquier cosa que no sea 100% renovables no la puedo aceptar. Si es moral, de ahí no me puedo mover”. Pero si el debate es racional, se abre la puerta a los matices, al acuerdo y a la posibilidad de pactar que si no es el 100% sea el 80%.  

Ocurre lo mismo con Bildu, explica la también presidenta de +Democracia: “Yo te considero un asesino porque pactas con Bildu y no puedes pactar con Bildu aunque hacerlo impulse una medida positiva”.  

El factor emocional

¿Debe la política guiarse entonces por un diálogo racional alejado de los sentimientos? ¿Deberíamos dejarlo en manos de una inteligencia artificial sin corazón? Gonzalo Velasco responde categóricamente que no. “Las emociones no deben ser expulsadas del debate público. Pensar que en cuestiones de razón pública y de política todo debe ser deliberación, diálogo racional y valoración de las opciones por sus consecuencias no se ajusta al modo en que las personas determinamos cuáles son nuestras elecciones y nuestras decisiones”. Hay un “factor emocional en la toma de decisiones racionales de los individuos y de los colectivos y no es del todo malo”. Entender la gravedad de un problema como la emigración, pone como ejemplo, es más fácil “gracias a la emoción que nos produce un relato o la fotografía de un niño en una playa de Turquía” que a través de cifras y estadísticas.

De ahí que el verdadero problema, para Velasco, no sean tanto las emociones como la moralización del debate político. La razón es que cuando vemos un acto inmoral no lo juzgamos malo porque vaya en contra de nuestros principios y valores de una manera racional, sino que “primero nos emocionamos, sentimos indignación, rabia, lo que sea. Y después ya procesamos la justificación de por qué lo consideramos malo”. 

La consecuencia es que pasamos a considerar que todo es “indignante, todo nos suscita rabia y por lo tanto la primera reacción que tenemos ante el debate político es la misma que tenemos ante un acto inmoral”. Él pone ese ejemplo en su libro: “El problema es que reaccionamos ante un debate de política fiscal sobre los impuestos como si presenciáramos un asesinato, cuando lo que requiere ese debate es una reflexión más lenta, más pausada”.

En ese comportamiento, añade Velasco, hay algo de “pornografía moral”. “Sentimos una cierta gratificación al sentirnos indignados”, como cuando los líderes del PP reaccionan a la presencia de exmiembros de ETA en las listas de Bildu.

Sobran ejemplos, a derecha e izquierda, de partidos y políticos que han hecho de la moral, de las líneas divisorias entre el bien y el mal, su forma de entender la política. Pero hay, aparentemente, algunas excepciones. 

El problema es que reaccionamos ante un debate de política fiscal sobre los impuestos como si presenciáramos un asesinato, cuando lo que requiere ese debate es una reflexión más lenta, más pausada

Gonzalo Velasco — Profesor de Filosofía de la Universidad Carlos III

A Miller, un poco en broma, le tienta citar al PNV, porque “es quizá de los pocos partidos que no acaba de encajar en uno de los bloques. Una vez que estás en la política de bloques es muy difícil no acabar con argumentos divisivos y moralizantes”. Velasco, “quizás por una cuestión de preferencias personales”, confiesa, cree que "al menos hay un esfuerzo explícito en Yolanda Díaz y también en Íñigo Errejón. Ambos se identifican como progresistas, y por lo tanto de izquierdas, pero su mensaje principal no es identitario, sino que suelen hablar de políticas concretas y del beneficio que generan para los españoles”.

“Yo creo que los que hacen un ejercicio pragmático de debate político son los sindicatos”, completa Monge. “No ha pasado siempre, pero últimamente están tratando de ver en cada propuesta quien gana y quién pierde que es interesante”.

Lo cierto es que, si profundizamos en el ejemplo de la derogación del sanchismo, el proyecto político del PP, se puede ver cómo el objetivismo moral impide a quienes lo abrazan aceptar ninguna propuesta que proceda de Pedro Sánchez “porque se considera que todas están conectadas con dos inmoralidades primigenias”, explica Velasco. La primera atribuye al presidente “una cierta tendencia al totalitarismo” que no es otra cosa que “una percepción libertaria que ha introducido sobre todo [Isabel Díaz] Ayuso”. 

“La otra sería la concesión inmoral e inconstitucional a los intereses de los independentismos”. A partir de ahí, cualquier cosa, desde una subida de impuestos a una medida contra el cambio climático, se considera conectada “con estos dos pecados primigenios”, se juzga como un “error absoluto, una inmoralidad” que impide cualquier clase de diálogo. 

Velasco, igual que Torcal, cree que se puede observar objetivismo moral a izquierda y derecha, pero sostiene que en estos momentos no es así como se está guiando la izquierda. “En buena medida porque está en el Gobierno”, precisa. Eso ha hecho que ponga más el foco en medidas y propuestas concretas, desde la ley de vivienda a la reforma laboral o las leyes de igualdad. 

La estrategia de la derecha

La derecha, en cambio, sí tiene una necesidad de ”identificar al otro como malo y a sí misma como los no malos. Porque no tiene ninguna propuesta alternativa. No tienen nada que proponer, por ejemplo en materia económica, ni ningún otro modelo de país en el que la gestión de derechos esté siendo exitosa”. De ahí esa “victimización constante y esa desconsideración absoluta hacia el rival político”.

“La izquierda no está jugando tanto a esto como podría hacerlo en algunas otras ocasiones”. Cuando lo hacen, razona, es para buscar un efecto concreto, como cuando Sánchez habla de las élites para disputar electorado a Podemos o a Sumar. Pero ahora en campaña, aventura, “supongo que no lo hará tanto porque intenta que sus medidas políticas no tengan que ser absolutamente identificadas con la izquierda”, de manera “que alguien que pueda estar en una posición moderada pueda considerarlas buenas”.

En todo caso hay ejemplos, recuerda, que demuestran que la izquierda también ha jugado al objetivismo moral. Uno de ellos tuvo lugar cuando intentó agitar el miedo a la extrema derecha, que era una manera de decir que “nosotros somos los buenos y ellos son los absolutamente malos”. Otro fue la utilización del neoliberalismo, sobre todo tras la crisis financiera de 2008, “como una manera de validar las propias posiciones de antemano” sin tener que entrar a defenderlas. Y otro, que Velasco asocia a Pablo Iglesias, fue “una cierta identificación con la victimización de la cultura obrera”. No es en sí mismo “algo bueno, es un medio para superar una situación de explotación para ir a una vida mejor”, pero “cuando te identificas tanto con esa victimización como ha hecho Pablo Iglesias, entonces generas una especie de cultura del resentimiento frente a poderes externos”.

Torcal concede que “todos los actores políticos juegan un poco” al objetivismo moral. En parte porque si un actor lo hace empuja al resto “a responder en los mismos términos. Es un proceso que se retroalimenta”. No obstante, en su opinión, a partir de las elecciones andaluzas, el PSOE “fue consciente de que entrar en ese intercambio de descalificaciones” e intentar "asustar a los votantes con que vienen la derecha y la extrema derecha no les reportaba resultados”. Y a partir de entonces “adoptó una estrategia de políticas públicas”, de hablar de “contenidos y logros”.

Lo que no significa, aclara, que no se defienda en los términos en los que se ve interpelado por la derecha. “Es difícil salir de esa dinámica”, pero aun así no se puede equiparar, en su opinión, el comportamiento de los dos bloques. “En el caso de España ha habido un Gobierno muy ejecutivo“ y una “apuesta por discutir aspectos concretos”.

Tenemos que acostumbrarnos a diferenciar la mirada política de la mirada moral y poner a cada una en su sitio. Eso es un compromiso que tenemos que asumir entre todos

Cristina Monge — Politóloga

En última instancia, ¿cómo se devuelve el debate político al carril de los argumentos? ¿Cómo se sale de la espiral del objetivismo moral?

Cristina Monge apela a todos los implicados. Desde los creadores de opinión a los medios de comunicación, pasando, naturalmente, por los políticos. “Tenemos que acostumbrarnos a diferenciar la mirada política de la mirada moral y poner a cada una en su sitio. Eso es un compromiso que tenemos que asumir entre todos”. Y “eso pasa por eliminar la descalificación” y utilizar argumentos, que es algo “mucho más difícil” que limitarse a decir que algo está mal, por ejemplo, porque es neoliberal o comunista.

“Es complicado salirse de esa dinámica”, señala Torcal. Ocurrirá “en el mismo momento en que el Partido Popular, desde la oposición, se dé cuenta de que su crecimiento electoral por esa vía está limitado. Porque cuanto más apele a las emociones y cuanto más se polarice” la política, más se estancará el voto en cada bloque y sus posibilidades de crecer serán menores. Si no cambia, podrá “mantener la lealtad de sus votantes más extremos e incluso puede disputarle el voto a la extrema derecha, pero limitará su crecimiento entre los votantes más indecisos”. 

Más allá de que el PP llegue algún día a constatar que está siguiendo una estrategia errada, el autor de De votantes a hooligans es más bien pesimista sobre la capacidad de nuestros políticos para reflexionar a medio plazo sobre las consecuencias que la polarización tiene sobre la democracia. “No lo van a hacer”. Y entre tanto, los datos indican que la probabilidad de un deterioro de la calidad democrática, lo que los anglosajones llaman democratic blacklash (regresión democrática), no para de aumentar. 

Velasco, igual que Monge, apela a la “responsabilidad respecto a las manifestaciones en el espacio público”. “Una de las cosas que sabemos por los estudios de polarización es que la de las élites es mucho mayor que la de la ciudadanía media, que tiende a elegir posiciones intermedias mientras que los portavoces políticos suelen tenerlas extremas y muy radicales”.

Además, recuerda el profesor de la Carlos III, las personas más alineadas con el objetivismo moral son también “las que más participan en los partidos políticos y en redes sociales”. “Los muy convencidos están sobrerrepresentados, por lo tanto tendríamos que generar sistemas de mediación para que tanto en partidos políticos como en redes sociales y en otros lugares de la esfera pública, estas personas hiperconvencidas no fuesen las únicas representadas, no fuesen las únicas que consiguen ascender para ser portavoces”.

Nuevas normas

A esa medida habría que sumar, añade Velasco, lo que él llama unas “nuevas normas para la esfera pública digitalizada en la que vivimos. “Dependemos de las redes sociales para enterarnos de la información, de la opinión de los demás” y el comportamiento en ese espacio no está claro. Vemos “en Twitter cómo políticos, portavoces y militantes hacen cosas que no harían en otras esferas, ni públicas ni privadas.

“Hay ambigüedad y una cierta irresponsabilidad” como consecuencia de una “ausencia de reglas de respeto ético y comunicativo que sí tenemos en otros ámbitos” y que, a juicio de Velasco, habría que corregir. Eso interpela a las plataformas que diseñan los algoritmos que son el corazón del espacio digital y también a los políticos que las utilizan. “Debería haber en una cierta deontología” para detener “la pornografía moral, esa gratificación que buscan en el escándalo los usuarios de las redes sociales”.

Es la sociedad civil quien tiene que generar isntrumentos capaces de presionar a los partidos políticos para que cambien

Luis Miller — Sociólogo e investigador del CSIC

Luis Miller suscribe esta opinión y va más allá: en su opinión, es necesario regular las redes sociales. Ya se está hablando de ello desde hace tiempo, tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido, pero no en España, algo que le llama poderosamente la atención. “Sabemos que buena parte del problema viene porque los algoritmos hacen que el consumo de este tipo de productos sea muy adictivo”, así que “el siguiente paso” debería ser “regular” las redes sociales para que dejen de reforzar el objetivismo moral. 

El debate político, secuestrado por el moralismo y las emociones

El autor de Polarizados (Planeta, 2023) cree que apelar a los políticos para que “se porten bien” también debería formar parte de la solución, pero para hacerlo de forma efectiva, subraya, hace falta que el tejido social tome la iniciativa. “En España, al contrario que ocurre en otros países, no hay movimientos sociales todavía que denuncien esta moralización de la política. Yo creo que esto debe surgir en algún momento, porque ha surgido en otros países. Sí hay una demanda social para cambiar el tono de la política, pero todavia no se ha organizado ningún tipo de asociación o fundación” para impulsar el cambio. Es la sociedad civil, subraya Miller, quien tiene que generar isntrumentos capaces de ”presionar a los partidos políticos paa que cambien ese tono”. Es un cambio de actitud al que están llamados también los medios, asegura en línea con Monge, así como los generadores de opinión, porque son claves a la hora de “desenmascarar” el debate moral. 

En Estados Unidos son varias las organizaciones que trabajan para abrir conversaciones entre personas que piensan de forma muy distinta. Lo hacen, de momento, a pequeña escala. One America Movement, por ejemplo, apuesta por poner en contacto a líderes locales de diferentes religiones y les entrenan para abrir debates constructivos entre personas de ideologías opuestas. El MIT y la Universidad de Arizona también lo hacen, en ambos casos dentro de la comunidad universitaria, para abrir ese diálogo.

La paradoja es que para reconstruir una democracia saludable están utilizando técnicas desarrolladas para hacer frente a situaciones posconflicto como las vividas en los Balcanes o en Colombia, pero que ahora empiezan a ser útiles en sociedades que creíamos inmunes a este enfrentamiento identitario.

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