María Teresa Sáez: “Balbás y Tamayo me vendieron”

Balbás y Tamayo me vendieron. Yo quería romper con la disciplina del partido. Darle una lección al grupo de Simancas por la arrogancia y el desprecio con que nos trataron a la gente de la base. Yo no tenía los contactos de Balbás ni los de Eduardo, ni sus intereses, ni su ambición de poder. Cuando él me dijo: 'Mira, Maite, no vamos a votar la Mesa, nos vamos a salir de la Asamblea", acepté porque entendí que era el momento de plantarse ante una situación verdaderamente injusta e insoportable en la Federación Socialista Madrileña. Obedecí porque a través de Tamayo, era Balbás el que estaba dando una orden. Me engañaron. Manipularon mi descontento y nunca se atrevieron a decirme quiénes estaban detrás de todo esto. Así traicionaron al partido y así me traicionaron a mí, porque me usaron para sus fines. Cuando empecé a dudar de Balbás y Tamayo, ya era tarde para volver. Me había quedado en medio de dos odios, y preferí romper con todo. Me convirtieron en una traidora sin haber pactado nada con nadie, sin haberme vendido. Salí de la política. Tuve que guardar silencio y afrontar las consecuencias que nunca afrontaron Balbás y Tamayo y todos los que se beneficiaron de esta desgracia”. 

Es la amarga conclusión a la que llega María Teresa Sáez después de cuatro horas de conversación. En diez años nunca había hablado con un periodista.

el ENCUENTRO

–Yo no hablo de lo que pasó. Nunca he hablado, ni lo voy a hacer ahoraNo quiero saber nada de política. Lo siento mucho, no voy a hablar con usted.

Ésas fueron las primeras palabras de María Teresa Sáez tras una semana de asedio. Que estuviera arisca, que hablara a la defensiva y cortante, era lo normal después de diez años en la diana pública. Sin embargo, su versión de los hechos, por más reacia y escurridiza que fuera, era clave para esclarecer el tamayazotamayazo. Valía la pena insistir, aunque tratara con sarcasmo la promesa de escucharla sin prejuicios.

–Conmigo se ha portado mal todo mundo y ya no me fío de nada ni de nadie.

Mintiendo con ganas de descubrir la verdad, dije que bastaban cinco minutos de su tiempo. Una década después del suceso que marcó su vida, Sáez se vería con un periodista. Me citó en un restaurante y yo, por error, a punto de echarlo todo a perder, confundí la calle y la dejé plantada. Dos días más tarde, al cabo de otra ofensiva telefónica, nos vimos en un bar cercano a Goya.

Los cinco minutos se convirtieron en cuatro horas de conversación.

Encontré a una mujer entera y escéptica. Aparenta menos años de los que tiene. Cara a cara seguía preguntándose, incómoda o arrepentida, qué razones la empujaban a dejar que me inmiscuyera en su vida. Pidió una clara con gaseosa y prolongó su silencio hasta asegurarse de que mi percepción de los hechos no estuviera contaminada. Expliqué que la había investigado y también a Eduardo Tamayo, y que no encontré –en el caso de ella– ningún indicio que me hiciera sospechar de su patrimonio.

Nadie que se haya “vendido” por dinero o a cambio de prebendas iba a levantarse a las seis de la mañana, todos estos años, para irse caminando al hospital. Vive en el barrio de toda la vida, trabaja donde siempre. Su labor consiste en revisar expedientes, atestiguando la muerte o la vuelta a nacer de quienes fueron a parar a la UVI del 12 de Octubre.

¿Quién, haciéndose “rico”, querría mantener un trabajo humanamente agotador? Sáenz se jubilará el próximo año, y a pesar de las tensiones que le han deparado los últimos años, se enorgullece de nunca haber pedido una baja por depresión.

–Yo nunca falto a mi trabajo –dice, mirándome a los ojos.

Sáez tiene una voz suave, que se pierde a ratos en el ambiente bullicioso. Mueve las manos sin engreimiento y relata su historia desde el principio. Es inevitable que se desahogue. Pasan los minutos. Habla, pero no acaba de sacarse la desconfianza. Llegó la hora de ponerla a prueba.

–¿Qué es de Tamayo?

–Se fue a África.

La palabra África, dicha de esa manera, suena a abnegación. Forzosamente nos imaginamos a alguien que se marchó de voluntario a Sudán o malvive por los niños desnutridos de Níger.

–¿Y cómo le va?

–Cuando nos vimos, me dijo que no tenía agua ni electricidad. Que vivía en un país de mierda.

La última vez que coincidieron él y Sáez fue hace dos meses, en el funeral del padre de Eduardo Tamayo. Allí estaba también José Luis Balbás. No era momento para reproches, y Sáez quiso darle el pésame y compadecerse por la suerte de su antiguo compañero de partido.

–Tamayo le ha mentido.

Enseguida le muestro una fotografía que retrata la prosperidad del hombre que la metió en el problema más grande de su vida. Es Tamayo rodeado de las altas esferas políticas de Guinea Ecuatorial, el feudo del dictador Teodoro Obiang.

–¿Sabe de qué trabaja Tamayo por allá?

Sáez niega con la cabeza.

–Tiene una empresa: Prefabricados y Obras Zarza SL. Por cierto, ¿estaba usted al tanto de que Tamayo se iba a presentar delante de la Comunidad de Madrid?

–No, pero sí sé que usó cosas que yo le conté.

–¿Qué cosas?

Fui yo quien tuvo un encuentro en 2008 con Ricardo Romero de Tejada. Poco tiempo después, también me reuní con una diputada del PP. Carmen Rodríguez Flores, se llama. A decir verdad, fue ella quien me citó a través de una persona que conocí de la Asamblea. Y vi a los dos porque quería saber toda la verdad de lo que ocurrió.

–¿Todavía no lo sabe?

–A día de hoy sigo batallando para saber qué dio lugar a aquel trágico día.

–Pero la respuesta es muy fácil, María Teresa. La tiene ante sus ojos: días después de que Tamayo se presentara ante la Comunidad de Madrid, y a pesar de que no lo recibió Esperanza Aguirre, se dio la casualidad de que Prefabricados y Obras Zarza pasó de Ramón Cerdá Sanjuán, a la administración de otra persona y de ahí a las manos de Eduardo Tamayo.

Sáez me pregunta por Cerdá Sanjuán y le digo que se trata de un abogado valenciano que ha facilitado empresas que al cabo del tiempo son utilizadas como tapaderas en numerosos casos de corrupción, incluida la trama Gürtel.

–Nadie ha sido sincero conmigo –asegura Sáez.

–¿Usted cree que alguien como Tamayo se ha ido al África a pasar penas? ¿Le creyó cuando le dijo que se había ido por la crisis? Le voy a decir algo más: los negocios de Tamayo se extienden hasta Venezuela. Su empresa firmó un contrato millonario con la alcaldía de Guiacaipuro. ¡Este año! Los venezolanos les entregaron más de 100 hectáreas para que construyan un polígono industrial.

Tamayo siempre fue un mentiroso.

Le digo que no hay ninguna razón para que siga soportando más tiempo que la gente la llame traidora sin explicarse.

–Hace mucho tiempo que ya nadie me llama así –y se le descompone la voz–: me gritan “zorra” y “puta”, y no se imagina lo que me duele. Porque la gente lo hace con ganas de agredirme, y no les importa que vaya con mi familia. Todo mundo se cree con el derecho a denigrarme sin saber lo que realmente pasó.

Aquí hace una pausa para contarme la historia de un guarda privado que la hostigó durante años hasta que ella decidió denunciarlo. El juez puso en su lugar al energúmeno y no volvió a molestarla jamás. Aquel día, fue la vez que más cerca estuvo de la justicia en su vida.

–¿Y qué pasó realmente? –insisto.

–Me engañaron. Yo nunca supe que había detrás de la decisión de Balbás y de Eduardo para romper con el PSOE. Pero ya todos hablaron, menos yo.

La animo a explicar su historia.

–¿Para qué? Si a nadie le importa. Y total, yo me jubilo el próximo año.

Vuelvo a abrir mi carpeta y extraigo dos documentos. Le pregunto si sabe de Aris Corporación, el holding de empresas que fue borrado de Internet de la noche a la mañana. Me contesta, sorprendida, que no.

Le pongo los cuatro folios de los papeles de Tamayo, y le pregunto si reconoce la letra y me responde que sí. Es de Eduardo Tamayo. Le pregunto si los conoce, y esta vez responde que no. Quiere saber cómo los conseguí y le digo que no puedo revelar mi fuente en ningún caso. Luce contrariada, molesta.

Sáez no descifra los nombres, le es ajena la compleja estructura de la conspiración. Guardo los papeles y le digo que estoy allí para escucharla. Y ella empieza por el día que cambio su vida.

el 10 de junio de 2003

“Días antes, Eduardo me pidió que desayunáramos en un Eroski, cerca de la Asamblea. Allí me informó que Simancas se negaba a compartir el poder con las bases y, en cambio, estaba decidido a entregar la mitad del gobierno a los comunistas. A mí me parecía injusto. No porque se tratara de Izquierda Unida, sino porque era un desplante a los compañeros de base que habíamos trabajado por el proyecto del PSOE. Además, ya no aguantábamos la situación en la FSM. El grupo de Simancas actuaba de forma prepotente, y sin darse cuenta de que iba a necesitar nuestro apoyo hasta el final. Se equivocó al pactar con otro partido sabiendo que dentro del suyo se vivía un ambiente muy difícil.

Unos días después de reunirme con Eduardo, Balbás me dijo: 'Te voy a pedir, Rubita, que apoyes a Eduardo'.Rubita Y así lo hice, pero ellos dos actuaban movidos por unos intereses y yo por el deseo de darle una lección al grupo de Simancas, de obligarlos a reflexionar sobre el trato que nos estaban dando. Pero todo ocurrió tan rápido que ya no pude echarme para atrás. En lugar de resolver el problema, de negociar políticamente, Simancas empezó a lanzar acusaciones graves, acusaciones que, al menos a mí, me impidieron regresar. Era un conflicto muy fuerte que venía arrastrándose desde hacía años y acabó estallando en el peor momento.

Cuando salimos de la Asamblea, tuve que alcanzar a Eduardo, que ya se había subido a la furgoneta blanca que conducía Eugenio, el hermano de Balbás. Dentro iban otras dos personas, que Eduardo me presentó como sus amigos empresarios. Fuimos a Antena 3, pero yo no estuve en ninguna reunión. Yo tenía que esperar afuera o salirme cuando llamaban a Eduardo al móvil. Se dijeron muchas mentiras sobre los hoteles. Yo no entendía nada de lo que estaba pasando. Sólo veía a los periodistas y a la gente insultándome. Tuve miedo y llamé a un amigo para que me fuera a recoger al hotel. Me sentía tan mal y aprovechando que él era peluquero, le pedí que me cortara allí mismo el pelo. Quería irme, desaparecer. Estaba muy agobiada. Salí escondiéndome en su coche y me condujo a un apartamento que tenía cerca de la calle López de Hoyos. Estuve allí tres días, después Balbás y Eduardo dispusieron que me debía largar de Madrid. No se preocupaban de mi seguridad. Los escoltas eran de Eduardo. Conmigo cerca no se sentían seguros. Temían que pudiera hacer alguna declaración a la prensa. Goyo [un militante de los balbases] me llevó a la estación de Atocha. Me fui a Cádiz, con mi amiga Eva. Quería olvidarme de todo lo que estaba pasando, pero tenía que volver, Eduardo me dijo que tenía que estar presente en una comisión de investigación que iba a celebrarse en Madrid. Cuando regresé, mi marido fue a buscarme a la estación. Yo llevaba una gorra enorme. 'Pareces un ratón debajo de una seta', me dijo Enrique. Seguía sintiendo mucho miedo. Hasta el día de la comisión, Paloma, una amiga mía, me prestó su casa en Getafe.

Todas esas acusaciones las aprovechó Eduardo para convencerme de que no era prudente devolver las actas. Las cosas ya habían llegado demasiado lejos. Dijo que debíamos ser consecuentes. Nunca me habló del Grupo Mixto hasta que los puentes con el PSOE ya estaban rotos. Viví las sesiones de la comisión de investigación como una tortura. Los otros diputados pasaban por detrás golpeando mi asiento. Convocadas las nuevas elecciones, surgió el partido Nuevo Socialismo, que no era más que otro movimiento de Balbás, encantado con los 20 millones de pesetas que nos dieron automáticamente desde la Asamblea. A mi me supo mal que, de nuevo y ya estando fuera del PSOE, Eduardo volviera a marginarme de todas las decisiones. Yo ni siquiera era la segunda de la lista de diputados. El sí era el primero. Ninguno de los dos quedó de diputado. Pero el siguió en la política y llevando sus negocios. Yo regresé al hospital. Sufrí un largo tiempo. Me empapelaban las paredes, me insultaban, pero la tensión fue cediendo hasta que se dieron cuenta que era una mujer como cualquier otra, con la diferencia de que yo tuve que pagar las ambiciones de personas que nunca dieron la cara. Tengo la conciencia tranquila. Nunca fui a platós, nunca di entrevistas, respeté la privacidad de mi familia. En el fondo, siempre quise saber que había pasado en realidad. Pero no quería volver a someter a mi familia a todo el infierno que pasamos juntos. Pasé página, aunque la duda siempre estuvo allí".  

EMIGRANTES EN AMÉRICA

María Teresa Sáez Laguna no quiere colgarse ninguna medalla antifranquista. Ella y Enrique, su marido, abandonaron España cansados del tráfico y de dejar a su hijo de dos años al cuidado de los suegros mientras se entregaban a su jornada laboral. Por entonces vivían cerca del paseo de Extremadura. "Madrid era un caos", recuerda, por eso decidió prestarle oídos al amigo mexicano con el que Enrique trabajaba en SIA Española, una filial suiza dedicada a la producción de abrasivos. Ese amigo les propuso que se fueran a Venezuela, donde estaba por inaugurarse un complejo turístico en Puerto La Cruz, Estado de Azoátegui.

Él conocía al dueño y no tenía duda de que encontrarían alguna labor para salir adelante. Enrique tenía 32 años, y María Teresa, Maite, andaba por los 27. Pensaban que si no se lanzan a la aventura ahora, podrían arrepentirse años más tarde.

Cuando subieron al avión en febrero de 1976, dejaron atrás una vida común iniciada en 1967. El matrimonio se conoció en Phillips Ibérica, empresa a la que Enrique llegó con 14 años, y Maite, con 17, como recepcionista en el departamento de IBM, donde mecanografiaba en las ruidosas máquinas perforadoras. Lógicamente, con esa edad, Enrique empezó su camino como botones y recadero hasta ascender al puesto de administrativo de compras. Cuando salió de allí, al cabo de 13 años, trabajó en varias compañías, empresas pequeñas y algunas de la banca. Juntos llevaban una vida alegre y sencilla. Además de ser pareja son buenos amigos.

Una vez en Caracas consiguieron trabajo. Al país latinoamericano se le conocía por entonces como "Venezuela Saudí", por el flujo de los petrodólares. El dueño del complejo turístico se sentía a gusto con Enrique y lo contrató. Fue una suerte: tenían coche y un piso en el edificio Las Américas, en un barrio exclusivo. Ganaba unos 7.000 bolívares, nada mal para la época. Maite logró ser una de las dos secretarias del delegado de Lloyds Bank. Meses después, Enrique fue nombrado responsable de la sucursal de Valencia, capital del Estado de Carabobo, lugar donde, en 1977, nació su segundo hijo.

No cumplirán los cinco años en Venezuela. Los intranquilizaba la inseguridad del país. Como la noche era peligrosa, estaban condenados a no dar los paseos que tanto les gusta mientras conversan. Llegaron cuando gobernaba Carlos Andrés Pérez y salieron durante el primero año de Luis Herrera Campins. El deseo de tomar el avión de regreso coincidió con otra oportunidad en Celaya, Guanajuato. Era 1980 y el PRI gobernaba México. Todavía le quedaban dos años de presidencia a José López Portillo. Enrique y Maite aterrizaron en una época de intensa amistad entre España y México. De hecho, fue López Portillo el que restableció las relaciones diplomáticas entre ambos país después de la interrupción del franquismo. Así que su llegada les deparó un trato especial por parte de los mexicanos. Como estaba previsto, no se quedaron en el DF y partieron a Celaya, donde vieron que la situación laboral era bastante más complicada que en Venezuela. Enrique fue persistente y se hizo distribuidor en Guanajuato de Productos Deacero SA, una compañía ubicada en Monterrey, dedicada a la venta de mallas de acero electrosolado.

Ese sueldo –y el dinero obtenido de la venta del piso madrileño– les permitieron soportar la crisis que desató la inflación. Vivieron sin la comodidad venezolana, pero el cariño de la gente los compensaba sobradamente. Pasó el tiempo, los niños crecieron, y el matrimonió sintió que era hora de volver a su país.

Ya en España les esperaron tres años en el paro. Un amigo les prestó el piso que era de su suegro, que había fallecido recientemente. Vivieron en la calle de Almería y, con el cobro del subsidio, van descubriendo un país distinto al que dejaron. Los grises no disolvían las reuniones en la calle con la brutalidad del pasado. Se identificaron con el gobierno del PSOE y admiraban a Felipe González.

Por fin, Enrique encontró un empleo como administrador comercial de la sucursal madrileña de Kemen SA, una empresa vasca dedicada a la venta de biombos y muebles de oficina. Casi al mismo tiempo, Maite ocupó una plaza como secretaria administrativa en el hospital 12 de Octubre. Tras pasar por varios departamentos —rayos X y traumatología—, recaló en la Unidad de Vigilancia Intensiva, donde trabaja todavía.

la entrada en política

Esos salarios permitieron que se mudaran a los bloques del barrio de Usera. Allí conocieron a Jesús Santisteban y se hicieron amigos. En ese momento, en la época de Joaquín Leguina, Santisteban es diputado de la Asamblea de Madrid y responsable de la agrupación socialista de Mediodía Sur. Como no podía hacer las dos cosas a la vez, les propuso ocuparse del día a día de la agrupación, conformada por unos 200 militantes, y del bar, también ubicado en Usera, además de la recaudación de las cuotas. Enrique fue elegido secretario general, y Maite, secretaria de Organización. En poco tiempo, impulsaron el espacio reclutando a más militantes.

En la sede de la Federación Socialista Madrileña, no tardaron en conocer a José Luis Balbás y a Eduardo Tamayo. En aquel momento, las tesis que defendían los Renovadores por la Base les parecieron interesantes, ya que, en teoría, se asentaban en la búsqueda de una renovación del partido, muy corrompido por conflictos de intereses y comportamientos censurables. El matrimonio Prieto Sáez se dedicó a proporcionarles militantes hasta que, en el contexto de las elecciones autonómicas y municipales de 2000, el PSOE pidió que se aplicaran criterios de paridad en la elaboración de las listas a diputados. Balbás escogió a Maite, a quien nunca llamó por su nombre, sino por el apelativo de La Rubita. Con esta jugada, El Tachuela mató dos pájaros de un tiro: acataba la línea fijada por su jerarquía y recompensaba el buen trabajo de Mediodía Sur entre las bases. Al designar por Maite, neutralizó a Enrique. Si hubiera hecho las cosas al revés, Balbás habría promovido a un diputado difícil de manipular.

Maite continúa la historia: "Al salir en las listas, pido una excedencia en mi trabajo. Yo era política, entre comillas, de barrio. Íbamos a los pueblos a movilizar a la gente, a explicar nuestro programa. No conocía otra clase de política. Entonces me trasladan de mi trabajo, de mi agrupación, de mi entorno, a la Asamblea de Madrid". El cambio, a pesar del salario y del estatus social, no la entusiasmó. Menos todavía la idiosincrasia de sus compañeros de escaño: "Eran unas fieras", enfatiza con un gesto de desagrado. "Gente que lleva toda la vida en un cargo. Te necesitan, pero te marginan". Tampoco la motivaba el holgado ritmo legislativo: "Yo vengo de un barrio de clase trabajadora. Yo estoy acostumbrada a levantarme muy temprano por la mañana e ir a mi trabajo. Pero en la Asamblea ese no era el ritmo".

En aquel ambiente, Maite pensó que no llegaría demasiado lejos. Tamayo la calmaba diciéndole que sólo tenía que encontrarle el tranquillo a la actividad parlamentaria. Como siempre, contaba con el apoyo de Enrique. Tomara la decisión que tomara, él estaría a su lado, pero lo mejor era esperar un poco más, no desesperarse a la primera. De esa época viene el apodo de La Mudita, una ofensa que muchos difundieron sin corroborar si realmente la diputada hablaba, y sin tomarse la molestia de saber por qué callaba. Maite se defiende: "Nunca pude presentar las iniciativas que quería. Es que no me dejaban. Una está allí para obedecer, para ocupar espacio, pero no quieren que seas independiente. Entendí el juego y me callé. No porque no tuviera nada que decir, simplemente no me dejaban".

De vez en cuando atiende a los periodistas para repetir obsesivamente tres frases desdichadas: “No soy una ladrona”, “No me vendí”, “Nunca cobré un céntimo”. Eso, y que no quiere saber nada de la política. "Me hablan de la política", dice Maite, "cuando hay que ver lo que hicieron en UGT con las cooperativas". Se refiere a los negocios encubiertos detrás la construcción de viviendas supuestamente públicas, en terrenos sin duda públicos, pero que se vendían al precio del mercado.

Cansada de los desaires y de la hipocresía de sus líderes, dispuso darles una lección. “Creía que de verdad se las estaba dando, pero caí en la trampa de Balbás y Tamayo. Ellos sí cometieron la traición. Traicionaron a su partido; y en el caso de Eduardo, también traicionó la confianza que debía a su amiga. Soy yo quien ha pagado las consecuencias”.

Hasta la fecha, si alguien la reconoce en la calle, Maite sabe que es probable que vengan los insultos. Curiosamente no le restriegan la palabra "traidora" en la cara. Van directo a ensañarse con su dignidad de mujer. Ya perdió la cuenta de las veces que le han gruñido los peores insultos de viva voz, o explosiones que se repiten en intervalos de meses a través de llamadas telefónicas por la mañana, por la tarde, por la noche, al amanecer, y que también ha sido grafitis en los muros de su casa.

Maite y su marido viven en el barrio de Usera en una casa sencilla, cuya hipoteca, concedida por Caja Madrid, aún no ha sido saldada. Hicieron labores de ampliación en 2000. Por parte de padre, Enrique heredó una propiedad desvencijada en Vallobal, Asturias. También un piso de dos habitaciones en Torrevieja, Alicante, que quiere vender. Maite, que era hija única, también heredó una casa en Madrid. En cuanto a coches, Enrique, que se jubiló hace dos años, se compró uno electrónico, un Mazda, que cambió con uno de sus hijos por un Opel viejo, que no suele utilizar porque les gusta caminar. Maite se hizo en 2012 con un Ibiza usado. Por lo demás, dos cuentas bancarias, ninguna empresa, no han efectuado un gasto considerable después de junio de 2003, tampoco se han ido de viaje fuera de España. Maite trabaja media jornada y su sueldo no llega a los mil euros. Como puede verse, una vida ajustada a las vicisitudes de la clase media. Por suerte y mientras dure.

Una historia muy distinta a la vida que lleva Eduardo Tamayo. Una vida muy lejos también de los focos a los que José Luis Balbás somete su egolatría jurando que aún es leninista en lntereconomía. María Teresa Sáez no ha variado su rutina desde hace diez años, no tiene nada que esconder. Es justo que la próxima década pueda salir a la calle sin que se repita la escena en que escarmientan en ella a todos los hombres que traicionaron sus ideales.

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