No. No todo vale en aras de la audiencia, por amplia que ésta sea. Y creo que la tarea de quienes tenemos la suerte de poder escribir en los medios no es aplaudir esa lógica, sino la muy vieja e impopular de señalar que el rey está desnudo, aunque los más alaben sus magníficos ropajes.
Los derechos se alcanzan mediante una lucha constante por ellos. Y en esas luchas, se está combatiendo no sólo por los directamente afectados, sino por todos los seres humanos como titulares de derechos.
Quienes proclaman así el monopolio de patriotas, o de constitucionalistas, están poniendo sus sucias manos sobre la patria, sobre la Constitución, deformándolas en su propio beneficio hasta el punto de hacerlas irreconocibles.
Eduquemos en derechos humanos, no para memorizar preceptos, sino para aprender cómo usar los derechos, cómo defenderlos y cómo respetar en concreto los derechos del otro. En suma, para vacunarnos contra el virus del fundamentalismo, contra la negación de la libertad.
Los únicos valores compartidos que tienen cabida en la escuela pública en una sociedad plural son los de la ética pública, que hoy, en el siglo XXI, se llaman derechos humanos.
Uno de los peores errores que podemos cometer quienes consideramos a Trump un peligro de enorme envergadura, no sólo para los EEUU sino para todo el planeta, es minusvalorar su capacidad y determinación a la hora de conseguir sus objetivos.
Se ha hecho aún más evidente que nunca que no podemos seguir prorrogando los presupuestos del ministro Montoro, absolutamente ajenos a las crisis que nos desafían ya.
El primer imperativo que debe guiar las decisiones políticas es la salud de los ciudadanos. Y eso, ahora y aquí, exige no aventurarse en revisar el consenso constitucional sobre la forma de Estado.
Me parece relevante si pensamos en las decisiones que nos esperan en el Consejo Europeo de este viernes y sábado, 17 y 18 de julio (y quizá en lo que siga), decisiones a las que con toda justicia cabe el calificativo de históricas.
La tesis de fondo del TEDH es verdaderamente difícil de admitir desde los principios básicos del Estado de Derecho: supone que el derecho básico a defensa y a un procedimiento debido se pierde cuando se actúa de forma ilegal y criminal.
La madurez de una sociedad consiste en exigir que nos traten como adultos y nos digan la verdad de lo que se sabe: no se trata, en absoluto, de convertirnos en súbditos sumisos. Pero también consiste en saber actuar en consecuencia.
Nos llenamos la boca con la solidaridad, con ese precioso lema de “no dejar a nadie atrás”. Pero nos comportamos como si hubiera, por decirlo como lo ha explicado Butler, vidas que no importan o que importan menos.
Necesitamos otra noción de solidaridad, abierta, inclusiva, universalista. La solidaridad entendida como conciencia conjunta de derechos y deberes que tenemos todos los seres humanos y que se activa en momentos de riesgos o amenazas cuyo carácter común resulta evidente.
Lo importante es tener en cuenta que luchar por la efectividad de la Constitución no es función exclusiva de juristas o de representantes políticos: es la primera tarea de la ciudadanía.
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