El 16 de febrero de 1998, Luis María Anson soltó la bomba. En una entrevista concedida al periodista Santiago Belloch, hermano del exbiministro socialista Juan Alberto Belloch, aseguró que había conspirado para derribar a Felipe González concertando una campaña de acoso mediático y agitación institucional que, según sus palabras, puso en peligro “la estabilidad del propio Estado” en España. Parecía confirmar así la existencia de lo que Juan Luis Cebrián bautizó en un artículo de El País del 15 de mayo de 1993 como el sindicato del crimen, fuese o no la expresión inspirada por Javier Pradera.
Anson se ha reafirmado en su contubernio siempre que ha podido, considerándolo una parte nuclear de su legado político, la obra de un Maquiavelo entregado a la razón de Estado y al bien superior. Pero muchos otros supuestos miembros de la logia seudogolpista niegan que existiese tal sindicato y atribuyen la teoría conspirativa al narcisismo de Anson, que ha vivido con la ilusión de manejar los hilos del poder desde su despacho de director de periódico. Lo que había, dicen algunos, como Luis Herrero, era una corriente de afinidad espontánea entre periodistas antifelipistas, pero en absoluto una acción coordinada. Creen estos negacionistas que se les atribuye una influencia exagerada en la caída del felipismo en las elecciones de 1996: el último gobierno de Felipe González no necesitaba propagandistas en contra. Se bastaba él solo para hundirse en sus lodos. Este sindicato del crimen se limitaba, según esta versión, a constatar los escándalos.
Se hablaba entonces de crispación, pues el término polarización no estaba aún de moda. Quien tenga edad y memoria –o un poco de paciencia para bucear en la hemeroteca– encontrará muchos otros paralelismos entre la España de mediados de la década de 1990 y la actual. Entonces como ahora, la oposición atacaba con bronca desde las tribunas parlamentarias y desde la prensa, y el gobierno reaccionaba –también entonces como ahora– con gestos sobreactuados, cierta agresividad despectiva y un enrocamiento estratégico. España parecía dividida en dos mitades que gritaban conmigo o contra mí. Lo que entonces era el sindicato del crimen hoy algunos lo llaman fachosfera, y donde se erigía la figura casi melancólica de un Felipe González al que le costaba encontrar la chaqueta de pana vieja para movilizar a los suyos, se asoma hoy el gesto duro de un Pedro Sánchez que nunca da la partida por perdida.
Las dos épocas se parecen tanto que cuesta resistir a la tentación de interpretar el presente a la luz del pasado. Incluso desde una perspectiva analítica y sobria, prescindiendo de la pasión partidista que ve conspiraciones por todas partes, no es fácil desechar las analogías y ver en el antisanchismo de hoy un eco del antifelipismo de ayer, así como la estrategia de Sánchez parece un reflejo del empecinamiento de Felipe. Pero cuesta más encontrar correspondencias conforme se desciende al detalle, hasta que los símiles se desdibujan y dan a cada época su sabor y carácter incomparables. ¿Quiénes serían, por ejemplo, los Luis María Anson y Juan Luis Cebrián de 2025? ¿Qué papel tienen las redes sociales, con sus dinámicas propias de simplificación y maniqueísmo, que no existían en 1996? El tablero político es hoy mucho más endiablado e ingobernable, y algunos de los consensos y sobreentendidos ideológicos vigentes en la España de ayer han desaparecido.
Un trampantojo político
Y, sin embargo, la manía de comparar es irresistible. Cabe rendirse a la paradoja shakespeariana de dibujar a Cebrián como el Anson de hoy: desde The Objective, aquel coordinaría los esfuerzos propagandísticos antisanchistas, como Anson lo hizo en su despacho de ABC. Agrandando la paradoja, el ejército de Cebrián habría reclutado a algunas de las mejores mentes del felipismo, incluyendo al propio Felipe González, en un cambio de tornas digno de las mejores tragedias históricas.
Es tentador verlo así, y yo leería con gusto una obra con esos giros y traiciones, donde reyes y reinas cambian su posición en el tablero, pero, de nuevo, esto es un trampantojo político causado por el hecho de que muchos actores políticos y periodísticos de 1996 siguen activos e influyendo en 2025. No hay que engañarse: su peso es muy diferente, y su valor actual, simbólico. Los protagonistas de la polarización de 2025 son diferentes a los de la crispación de 1996.
Los gobiernos de Felipe González y de Pedro Sánchez solo tienen en común las siglas del PSOE. Todo lo demás es distinto. Felipe presidía un ejecutivo paradójico: era a la vez fuerte institucionalmente, pero estaba desacreditado socialmente. Tenía una fortaleza parlamentaria formada por la inercia de tres mayorías absolutas consecutivas, reducida en 1993 a una mayoría holgada de 159 diputados, que le permitía gobernar con tranquilidad con el único apoyo de Convergència i Unió. Pedro Sánchez no ha tenido nunca una base tan sólida, lo que ha convertido cada episodio de su vida política en una lucha por la supervivencia, y su acción de gobierno, en una negociación perpetua, empezando por la cohabitación con Podemos primero, y con Sumar, después.
Felipe podía desdeñar con cierta indiferencia los ataques a su derecha y a su izquierda, sabiéndose inamovible mientras mantuviera la alianza de Jordi Pujol. En 1996, el PSOE del GAL, de Roldán, de los mil escándalos, el PSOE acorralado y desacreditado, se quedó a solo 290.328 votos del PP y obtuvo 141 escaños. Lo que entonces se narró como un desmoronamiento agónico era un escenario electoral por el que Pedro Sánchez daría su vida.
El antifelipismo se alimentaba a la derecha con el discurso sobre la corrupción y el cesarismo, y a la izquierda, con los suspiros del desencanto y de las traiciones de clase. El antisanchismo se articula en una clave mucho más ontológica, cuestionando la moralidad de las alianzas parlamentarias del gobierno (con énfasis en EH Bildu) y su dependencia chantajista de Puigdemont. A Felipe se le reprochaban sus actos y se le afeaban las traiciones sucesivas a la confianza de un pueblo que tanto poder le había otorgado en 1982. A Sánchez, le cuestionan su razón de ser y su fragilidad perpetua.
Hubiese o no una conspiración comandada por Anson y sus amigos para derribar a Felipe a golpe de portada de periódico, su aguante no se debía tanto a una movilización ideológica de la izquierda como a la inercia conservadora de un electorado que no terminaba de fiarse de la oposición de derechas, demasiado ambigua con el pasado franquista y poco convincente en su compromiso con la modernidad democrática. El antisanchismo, en cambio, tiene un enorme poder movilizador entre la izquierda. Sectores de la población que en otras circunstancias serían tibios y casi apolíticos radicalizan sus posiciones en respuesta a los ataques insistentes, ruidosos y reiterativos de los altavoces y las figuras más señaladas en la campaña de oposición. En otras palabras, Felipe resistía al sindicato del crimen (fuera lo que fuese aquello) porque quien tuvo, retuvo; Sánchez aprovecha el ruido en su contra para mantener alerta a sus seguidores, compensando en la plaza su enorme debilidad parlamentaria.
Desde el lado de la oposición, el antisanchismo tiene otra diferencia notable con el antifelipismo. Pese a los escándalos y la persistencia mitinera de periodistas y medios que clamaban a diario contra el gobierno de Felipe, nunca se silenciaron otras críticas ajenas a lo coyuntural y al cinismo de quienes solo perseguían un derrocamiento para ocupar ellos los centros de poder. De las ruinas del desencanto de la Transición siempre emanaban voces intelectuales que llevaban su disidencia a un registro irónico, melancólico o incluso nihilista. Era posible entonces un debate más serio, con críticas razonables ajenas a la crispación, que no podían despreciarse con una ocurrencia rumbosa de Alfonso Guerra. Los dardos de Sánchez Ferlosio o las reflexiones sardónicas de Semprún, disfrazado por última vez de Federico Sánchez, por ejemplo, eran manifestaciones de un malestar decepcionado que no respondía a las urgencias maquiavélicas de los amigos de Anson ni les hacía los coros.
Hoy, el antisanchismo más belicoso y organizado aborta la posibilidad de una crítica razonable. Se profieren a diario tantísimos delirios y con una agresividad tan sobreactuada, que apenas queda sitio para el reproche argumentado. O peor: quienes podrían manifestar críticas profundas y sensatas, enriqueciendo el debate público y fiscalizando la acción del gobierno como debe fiscalizarse en una sociedad libre, se inhiben para no ser confundidos con esa hidra que insulta y vocifera sin orden ni criterio.
Sánchez como tirano
Un solo ejemplo bastará para entender esto. En el prólogo a una antología de artículos publicada hace poco, Fernando Savater compara a Sánchez con Putin (“de todo a cien”, dice, tal vez porque aprecia más a Putin que a Sánchez), y a Ayuso, con Navalni: “Sánchez y su patulea de obsequiosos sayones eligieron como mártir de su régimen a Isabel Díaz Ayuso en cuanto alcanzó la presidencia de la Comunidad de Madrid. Fueron muy imprudentes, porque Isabel no es ni quiere ser Navalni”. Esta expresión despectiva (“patulea de obsequiosos sayones”) y la caracterización de Sánchez como tirano, autócrata, dictador y demás analogías autoritarias que se leen a diario, en una lluvia tal vez no coordinada, pero sí constante y cansina, anulan su efecto opositor. Su insistencia las convierte en parodia, banalizando el debate y, en último término, impidiendo cualquier discusión racional en términos no hiperbólicos. Pese a que hay algunas voces que mantienen una crítica centrada en los hechos y en argumentos –algunas, tan influyentes como la de Carlos Alsina en la radio–, es muy difícil mantener la altura intelectual y la claridad expositiva en una ensalada de aberraciones, insultos, difamaciones y ridiculeces que ni siquiera merecen réplica.
Esto contribuye a fortalecer a Pedro Sánchez: si frente a él solo destacan voces que deliran y parecen haber perdido todo contacto con la realidad, empeñadas en dibujar una tiranía bananera que no resiste el contraste con la vida cotidiana de España, muchos de los que podrían ser sus críticos naturales y profundos, o bien se inhiben, o bien apoyan al gobierno por pragmatismo y malmenorismo, como medida de contención a la patulea –por emplear ese mismo lenguaje– de energúmenos que vocean incoherencias por doquier.
Felipe González también intentó usar la sobreactuación de los antifelipistas en su favor, sobre todo en la última campaña, en la que azuzó con las peores artes propagandísticas el miedo involucionista. Fue el famoso vídeo del dóberman contra José María Aznar, jugando irresponsablemente con el imaginario del nazismo. No le salió bien: aquello se percibió como una maniobra desesperada por movilizar a los más politizados. A Pedro Sánchez le funciona mejor: se crece ante los ataques y se beneficia de la ausencia de voces razonables que podrían ponérselo más difícil y sembrar dudas en sus bases y en sus complejas alianzas parlamentarias.
Yo no tengo claro que el sindicato del crimen antifelipista fuese una conspiración tan bien orquestada como presume Anson. Me inclino a pensar que aquello fue una afinidad espontánea a la que algunos quisieron dar forma de movimiento coordinado y conectado con algunos poderes económicos. Si fue una conspiración, fracasó con rotundidad: apenas arañó la base electoral del PSOE. Pero tuvo más éxito en transmitir la imagen de un gobierno acorralado y un Felipe vencido por el peso de su propia historia. El antisanchismo tampoco mueve el cimiento electoral del PSOE (es Sumar la víctima principal de esta guerra), pero tampoco consigue retratar al presidente como una figura amortizada y anacrónica.
El éxito final del antifelipismo fue que trascendió su público: la izquierda y la derecha asumieron en términos generales su versión de la historia. Por eso hoy Felipe es una figura tan difícil de resignificar, y tanta gente desprecia el poder transformador de sus dos primeras legislaturas. El antisanchismo no traspasa sus propios límites. Hasta hoy, predica para convencidos, no afloja las defensas de los partidarios del gobierno. Al contrario, les afianza en ellas. Y parece difícil que, con predicadores tan sofocados y desahogados, logre persuadir a la población que, detestando la polarización, prefiere un polarizado malo que uno bueno por conocer.
*Sergio del Molino es autor de ‘La España vacía’ o ‘Un tal González’ , su último libro ha sido ‘Los alemanes’ (Premio Alfaguara, 2024).
El 16 de febrero de 1998, Luis María Anson soltó la bomba. En una entrevista concedida al periodista Santiago Belloch, hermano del exbiministro socialista Juan Alberto Belloch, aseguró que había conspirado para derribar a Felipe González concertando una campaña de acoso mediático y agitación institucional que, según sus palabras, puso en peligro “la estabilidad del propio Estado” en España. Parecía confirmar así la existencia de lo que Juan Luis Cebrián bautizó en un artículo de El País del 15 de mayo de 1993 como el sindicato del crimen, fuese o no la expresión inspirada por Javier Pradera.