Ayuso y la maldición
En el justo instante en que oí la voz del novio de Ayuso declarando en el Supremo lo comprendí todo. Aunque tal vez exagero y quizás esa epifanía tuvo lugar un momento después de la sorpresa que me causó ese timbre aniñado, ese tono anodino, esa ausencia de la siniestra gravedad que uno asocia a la voz de los malhechores. Intuí entonces que quizás esa voz no fuera otra cosa que una herramienta de trabajo, una forma de ahuyentar en sus clientes cualquier sospecha de que se encontraban ante un maleante capaz de venderles vacunas por el triple de su precio, variante inversa del 3 por 1 de los supermercados que se aprende en las mejores escuelas de economía.
Pero, tras esa sorpresa inicial, entendí a Ayuso como nunca la había entendido. La voz de González Amador fue para mí una hoja de ruta, un manual de instrucciones, un tutorial de YouTube que me explicaba a Ayuso –la inexplicable Ayuso– como nadie hasta entonces lo había hecho. Sentí por ella compasión, empatía y un deseo irrefrenable de ser mujer para poder decir también sororidad. Ayuso, créanme, es víctima de una maldición que recorre la política española desde el 36.
Contemplado a la luz de esa revelación su victimismo pertinaz ya no se percibe como una impostura. Las maldiciones no acontecen de repente, tienen una larga y estudiada cronología. La desgracia la ha acompañado desde muy temprano. Yo diría que desde niña. Solo hay algo peor que nacer en una familia desestructurada: hacerlo en una estructurada por la obsesión por los negocios y la dirección de empresas (su propio hermano sucumbió a la adicción empresarial). Cualquier autónomo sabe que crecer en un ambiente así, en el que el calendario fija periódicamente la fecha de un caos irremediable en forma de cierre trimestral del IVA, deja secuelas. Hay que tener una hoja de Excel por corazón para salir indemne de una infancia en esas circunstancias.
Es cierto que en el caso de los hermanos Ayuso el resultado final fue que ambos acabaron siendo poseedores de sendos pisos donados por su padre. Una donación milagrosamente llevada a cabo poco antes de que la empresa paterna tuviera que hacer frente al impago de un aval de cuatrocientos mil euros de dinero público. No suena bien, pero que yo sepa, el Código Penal no dice nada de castigar las milagrosas coincidencias.
Una mirada torpe podría considerar ese regalo una ventaja, pero no lo es en el caso de Díaz Ayuso que, del mismo modo que los fantasmas están por lo común obligados a habitar casas desvencijadas, parece eternamente condenada a residir en inmuebles (recuerden su estancia en un hotel durante la pandemia o el ático en el que vive ahora) sobre los que sobrevuela la sospecha. Ayuso, más que los miles de jóvenes que se quejan de que no pueden acceder a una vivienda, necesita una solución habitacional que le permita establecerse en una casa conforme a las estrictas exigencias éticas que reclama a sus contrincantes. Es la única forma de acabar con el sufrimiento que, sin duda, le produce vivir esa contradicción.
Como corresponde a su condición de víctima, Díaz Ayuso necesita apoyo y comprensión. No puede, por tanto, culpársela de buscar ambos en la prensa a la que riega con abundante inversión publicitaria. Es verdad que, en ocasiones, ese cariño interesado que les brindan algunos medios parece diseñado por sus peores enemigos. Pero eso es lo que tienen las maldiciones que, como las cartas de la DGT, no traen nada bueno a quien las recibe. Ocurrió así cuando durante la pandemia El Mundo vistió de negro a Ayuso y la fotografió en pose doliente, afligida, y –¡ay!– poco creíble. En una de las fotos aparecía de cuerpo entero con los ojos cerrados y los brazos desmayados, no sabías si estaba experimentando un éxtasis místico o haciendo una función de Bernarda Alba. No hay peor representación del drama que la que acaba provocando risas. En este caso, además, te provocaba otra cosa, el más injusto de los sentimientos: el de vergüenza ajena; otro hace el ridículo y sufres tú.
No ha sido la única vez que Ayuso ha probado el fuego amigo de El Mundo. El 6 de septiembre de 2020, el diario publicaba una exclusiva con este titular: “Las cuartillas de la pandemia de Díaz Ayuso: 'Estoy a salvar vidas... Pasta: 994 millones'”. El diario había tenido “acceso a las notas originales de la presidenta de la Comunidad de Madrid durante lo peor de la crisis covid-19” y las servía al público acompañadas de la habitual coba propagandística. Resultado: nueva sesión de vergüenza ajena, en este caso a cargo del periodista y su pretensión de convertir en trascendentes unos apuntes faltos de todo interés. La información especificaba que se trataba de “más de 200 notas escritas en cuartillas y folios” y entresacaba de ellas lo más conveniente al discurso frentista de la presidenta con un tono dramático que chocaba con la simpleza de algunas anotaciones: “Enfermedad sin vacunas. Sin tratamiento”, “Madrid experimenta todas las tortas porque es lo primero...” o, como cuando necesita traer material con urgencia y anota, “Avión, ¿me lo darán?”, que más que transmitirte la imagen de una gestora eficiente lo que acabas por pensar es que habla sola.
Hace poco infoLibre, insensible a la congoja de Isabel –la Pantoja de la política–, sacaba a la luz un informe según el cual la presidenta prometió “estrictos criterios de audiencia” para el reparto de publicidad institucional, pero en un periodo en el que gasta más que nunca, la derecha mediática es la gran beneficiada. No entienden que Ayuso es como ese amigo que en las noches de farra financia los gastos de los demás intentando prolongar la madrugada y postergar así el momento de encarar su desgraciada realidad.
Una desgracia que nace del choque entre la obsesión por participar en la carrera a la presidencia del Gobierno de España, cuya urgencia apenas puede disimular, y la evidencia de que hacerlo no está a su alcance por culpa de Feijóo. Nadie puede imaginar cuánto se sufre en esas circunstancias, con la excepción de Vinicius cuando le toca banquillo.
Mucho tiempo de espera
Pero el caso de Ayuso es aún peor porque sabe que si Feijóo llegase a ser presidente retrasaría sus aspiraciones al menos dos legislaturas en el mejor de los casos. La experiencia nos dicta que, como la mayoría de presidentes, salvo Calvo Sotelo, el gallego debería hacerlo realmente mal o verse afectado por alguna circunstancia excepcional para caer tras los primeros cuatro años. Ocho inviernos (diez si no hay adelanto electoral del actual gobierno) a los que podrían sumarse algunos más si, tras ese hipotético paso de Feijóo por Moncloa, se produjese en el electorado el habitual movimiento pendular que avoca a la alternancia. Aunque Ayuso es joven, es mucho tiempo de espera. Muchísimo, demasiado en el caso de su jefe de gabinete que, como él mismo afirma, tiene ya el pelo blanco. No hay Lexatin capaz de contener esas ansiedades.
Una espera a la que hay que añadir otra infeliz circunstancia: aunque cada triunfo de Ayuso, como en el caso del fiscal general, la engrandece en la misma proporción que empequeñece a Feijóo, es este quien realmente se beneficia de un perjuicio a Sánchez que le acerca a La Moncloa. Y sin Sánchez, ¿qué sería de ella? ¿A quién se opondría para autoafirmarse? Porque el destino de Ayuso ha quedado fatalmente unido al del Presidente hasta el punto de que sin este Díaz Ayuso perdería el principal leitmotiv de su política. ¡Qué tristeza contemplarla como una Churchill sin Hitler, un Batman sin Joker, un Andy sin Lucas! Ayuso no tendría más remedio que dedicarse exclusivamente a gobernar y abandonar esa actitud de eterna oposición que se ha convertido en su esencia. Otro drama, porque hasta Vinicius sabe que para dar patadas sirve cualquiera, pero es muy difícil ser Modric.
Ayuso es víctima también de un peligroso exceso de expectativas, no ya por parte de sus partidarios sino de sus detractores, quienes, en una exagerada comparación que podría hacerle concebir falsas esperanzas de futuro, la consideran “nuestra Donald Trump”. No lo es. Es nuestra Sarah Palin. ¿La recuerdan? Palin fue gobernadora de Alaska entre 2006 y 2009 y candidata a la vicepresidencia norteamericana acompañando a John McCain en las elecciones que finalmente ganó Obama, posiblemente el presidente norteamericano que mejor baila. Tras la derrota, el equipo de McCain culpabilizó a Palin por su fuerte afán de protagonismo y de estar más pendiente de su futura carrera política que de ayudar realmente en la campaña. ¿Les suena familiar? A Feijóo sí.
El paso de Sarah Palin por la política estuvo marcado tanto por su capacidad para conectar con lo más conservador del electorado republicano y el Tea Party como por una imagen pública lastrada por declaraciones polémicas y evidentes lagunas de conocimiento que proyectaron de ella una imagen de inexperiencia. Fuente inagotable de parodias, Palin llegó a gritar en una concentración motera y desde el asiento trasero de una Harley I love that smell of the emisions! (¡Me gusta el olor de las emisiones!), frase que tal vez inspiró aquellas declaraciones de Ayuso en las que nos confesaba su nostalgia por la ausencia de atascos en Madrid. Tal vez estemos ignorando las virtudes euforizantes del monóxido de carbono o, como lo llama la DEA, del fentanilo gratis.
Toda esta serie de turbulencias vitales y dramáticos escollos que se interponen entre Ayuso y su obsesiva persecución de La Moncloa –obsesión quizás inoculada por el espalda plateada que tiene como jefe de gabinete– podrían haber quedado en nada con la llegada del amor, pero, como ocurre en todas las biografías trágicas, ese dulce bálsamo que portaba en sus manos González Amador se ha transformado en un trago amargo para la presidenta. Algo, por otra parte, muy propio de aquellos que, aun involuntariamente, siguen el guion de una maldición. Su voz, como he dicho, fue lo que me permitió percibir con total clarividencia el cerco fatal que rodea a Isabel.
Desde julio de 1936 se cierne sobre España un maleficio que dicta que periódicamente un hombre con voz rara ha de causar grandes perturbaciones al país. Ocurrió con Franco, posteriormente con Pedro Jota y está pasando ahora con Miguel Ángel Rodríguez. Es lo que los parapsicólogos conocen como La maldición de la voz aguda. Un asunto que merecería la atención de Iker Jiménez si no hubiera convertido su programa en un think tank de finos analistas.
Aunque el caso de Franco no admite comparación (yo creo que incluso a la maldición se le fue el asunto de las manos), los otros dos personajes sí entroncan mejor con el verdadero espíritu del embrujo: alguien sin escrúpulos y cercano a los resortes del poder con cuya complicidad maquina para extender o propagar infundios conspiranoicos, ya sea que un gobierno está detrás de un atentado que produjo doscientos muertos o que un doctor que lucha por la muerte digna es un nazi con cuatrocientos asesinatos a sus espaldas.
González Amador es solo un enviado, no alcanza la categoría de Perturbador en Jefe, por eso su voz es simplemente anodina y levemente aguda, pero carece de la complejidad (inflexiones oscilantes, tono aflautado, ligera afonía a veces) de los grandes maestros. Un aprendiz. Basta echar un vistazo a la página web de su empresa Maxwell Cremona para tomar conciencia de su mediocridad. He visto páginas de venta de buñuelos caseros con mucha mejor presencia.
En cuanto a Ayuso, lo dicho, una víctima. Culpable solo de haberse enamorado. Aunque cuesta entender que esté a salvar vidas y acabe con un tipo que se dedica a especular con vacunas y mascarillas. Es como si Rigoberta Menchú se hubiera enamorado de Pinochet.
*Miguel Sánchez-Romero es guionista.