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Darle la vuelta a la Utopía

La actriz Alexis Bledel en 'El cuento de la criada'.

Muchos verían en los inicios de Black Mirror, allá por 2011, una exageración inconcebible del mundo. El tiempo no ha hecho sino desvelar que la realidad puede ser incluso más sorprendente. Dos años después de la emisión de esos tres primeros capítulos, por ejemplo, el asesinato de un soldado en plena calle de Londres devolvía la imagen de gente grabando con sus móviles cada uno de los hachazos en nombre de la yihad. La matanza se retransmitía en directo y el autor explicaba a la cámara de un celular por qué la ejecutaba, como si se tratase del guión de una nueva temporada. Esta serie y su caústica concepción del uso de las nuevas tecnologías sirven para reconocer cómo, a veces, esos futuros imaginados no son tan improbables. Pero hay más casos. ¿Por qué El cuento de la criada se ha descrito como el azote feminista de nuestra era? El libro de Margaret Atwood llevado a la pequeña pantalla se publicó en 1985. Según explica la autora en el prólogo, habla de “una reducción de la población por culpa de la contaminación ambiental y la incapacidad de concebir criaturas”. Las mujeres fértiles sirven de recipiente para procrear. Y, efectivamente, las estadísticas muestran ese descenso mundial de la natalidad y el aumento de enfermedades –alergias, enfisemas pulmonares, etc.- provocadas por la mala calidad del aire.

No estaba tan lejos. Igual que no lo estaba Blade Runner cuando imaginó ciudades de hologramas y neones donde se consumen alimentos producidos en invernaderos. O cuando expone las soledades aplacadas por un amor a la carta: hace unos meses se abrió el primer burdel de muñecas en España y ya hay viveros que guardan como trofeos las simientes de especies en peligro de permanecer sólo en el recuerdo colectivo. Por no recurrir al talismán del género, 1984, y su famoso Gran Hermano vigilante: cuando Donald Trump, el presidente de Estados Unidos, llegó al poder, el clásico de George Orwell ascendió a los primeros puestos de ventas en el país.

A tales ficciones se les llama distopías. Un término que juega con el prefijo opuesto a la utopía y con diseñar un oscuro entorno venidero. “Representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana”, resume el diccionario de la Real Academia de la Lengua. Metáforas apocalípticas que se nutren de la realidad y que recientemente se han alzado como frescos sociales. A las adaptaciones de los relatos del escritor estadounidense Philip K. Dick se le suman ejemplos españoles, como el ganador del último premio Alfaguara de novela: Ray Loriga y su Rendición, una trama que él mismo tacha de “fábula” sobre el destierro y la transparencia impúdica en la era de las redes sociales. “Se parece al mundo en el que vivimos. Y no hay señales que nos animen a pensar que algo pueda mejorar”, apuntaba el autor de Héroes o Tokio ya no nos quiere en el programa de Andreu Buenafuente.

Plasmó algo parecido en 2012 Emilio Bueso. Su obra Cenital (Salto de Página) se centraba en el fin de los combustibles fósiles y contaba el novedoso paradigma desde una ecoaldea. El progreso, en sus páginas, se convierte en barbarie. ¿Por qué? “Estamos abocados al colapso, si nada cambia. Nos han fallado la demografía global, las políticas migratorias, los líderes que hemos ido escogiendo, la carrera espacial, la energía nuclear... y la economía, la lleve quien la lleve, no parece interesada en resolver los problemas del grueso poblacional”, dice ahora, manteniendo el tono de la novela.

“Hemos descubierto que todo lo que nos dijeron del comunismo era verdad y todo lo que nos dijeron del capitalismo era mentira. Que ahora todas las revoluciones son televisadas y dicen ir a cambiarlo todo para que todo siga igual. ¿Has visto lo que acaba de pasar en Cataluña? Pues no es muy distinto de lo que pasó el 15M: de pronto un día la gente se encabrona y sale por fin a la calle, parece que vaya a suceder algo gordo y al final todo se queda en nada, o al menos así es en el corto y el medio plazo”, apunta Bueso, que cree que “toda narración se hace desde el mundo real” porque “el autor no conoce otro”. “La ciencia-ficción casi siempre habla del mundo actual, en el fondo”, concede quitándose méritos como vidente: “En fin, Berlanga sí fue un visionario”.

Buscar consuelo en la ficción

Sin llegar a entrar en el terreno de la ciencia-ficción, pero con una narrativa que pellizca comportamientos humanos hasta llevarlos al límite, se encuentra el madrileño Isaac Rosa. Fiel a una escritura política, el columnista y reciente creador de un par de cómics toma el contexto más próximo y lo destripa con tajos finos y astutos. Le da, según describe, “una mirada lateral”. En El país del miedo enredaba un dilema moral paterno en torno al acoso escolar. En La habitación oscura metía a activistas vigilados en un universo opaco hasta la desolación y la violencia. Y en La mano invisible pone a un grupo de trabajadores en una telaraña de control excesivo.

¿Qué piensa de este auge de otros mundos adversos? “La desaparición de elementos de seguridad y cohesión en nuestras sociedades en las últimas décadas nos ha dejado a la intemperie, y el futuro que antes era más o menos previsible (con sus incertidumbres, claro) se ha convertido en terra incognita. Poca gente es capaz de prever cómo será su vida personal (trabajo, pareja, lugar de residencia, etc.) dentro de 10 años, sobre todo entre los más jóvenes, y menos aún podemos imaginar cómo habrán cambiado nuestras democracia o nuestras relaciones laborales. De ahí la necesidad de anticipar, de imaginar”.

Para él, retratar el futuro, ya sea de forma utópica o distópica, es retratar el presente. Por contraste, por paralelismo o por alegoría, indica. Sin embargo, el uso excesivo de estas fórmulas y el resignarse a algo peor han pasado a ser “inofensivos”, “productos culturales” que ya “no inquietan” sino que ofrecen “consuelo”. “Este impulso tiene mucho de consumo cultural, y las distopías televisivas participan de las mismas convenciones y servidumbres narrativas de toda serie de televisión, lo que desactiva su capacidad agitadora”, reflexiona. “Además, la realidad es ya mucho más distópica que cualquier novela o serie. El telescreen panóptico de 1984 está ya en todas las casas, y en nuestra mano en forma de smartphone. En cuanto a distopías tecnológicas tipo Black Mirror, son cuentos para niños si los comparamos con los manejos comerciales y de seguridad que ya hacen las empresas del Big Data y las agencias de inteligencia (con nuestra inestimable y a menudo entusiasta colaboración)”, opina.

Nos enfrentamos al discurso de que todo se aboca al precipicio. A pesar de que hay marcadores que señalan lo contrario. La esperanza de vida ha aumentado. Se ha expandido el acceso a las necesidades básicas en muchas partes del globo. Gozamos de tratamientos contra dolencias que preveíamos imposibles. La paz predomina y se puede decir que la democracia ha ganado la partida a regímenes más estrictos. Y ni aun así escapamos a los cronistas agoreros. “La distopía es la nueva utopía. Nos gusta saber que todo va a acabar mal como antes nos gustaba saber que todo iba a acabar bien. Disfrutamos con narcisismo negro cada vez que habitamos una fantasía de destrucción”, responde como justificación el filósofo Santiago Alba Rico.

¿Por qué, entonces, tendemos al desánimo, a lo sombrío? Contesta Alba Rico: “Se han producido, a mi juicio, dos cambios. Uno es que el mundo ya no está preñado de un futuro mejor. El concepto de progreso se ha transformado, bien porque ya no creemos en él, bien porque vemos en lo tecnológico menos un sueño que una pesadilla. El otro cambio, en parte dependiente de este, tiene que ver con los modelos de la ficción. El final feliz del Hollywood clásico ha sido hasta tal punto invertido desde el propio Hollywood que tenemos un nuevo esquema, también previsible y mecánico: sabotaje de las identificaciones, muerte rutinaria de los protagonistas, final esperadamente inesperado. Vivimos en otro mundo real y en otro mundo de ficción”.

Pocos niegan esa dualidad inseparable. Quizás la espina dorsal de toda persona, dividida continuamente entre lo instrumental y lo intangible. Ricardo Menéndez Salmón -que ganó el premio Biblioteca Breve en 2016 con El sistema, una parábola opresiva- ve la literatura como “un eficaz discurso negativo, una escuela de rebeldía que invita a no aceptar las cosas de forma acrítica”. Este vivero de distopías demuestra, a juicio del escritor, que “la velocidad de crucero de la realidad es altísima”. “Tanta, que a menudo devora las ficciones”, concluye. Esas “extensiones” que, como dice Alba Rico, completan nuestras vidas. “Imaginamos desde nuestros cuerpos, que están atrapados en relaciones -económicas, antropológicas y políticas- que dictan los límites de la imaginación”, sostiene el autor de Teoría del caos.

El límite del cielo

“La ficción tiene un gran potencial para desarrollar la imaginación política, de la que andamos muy faltos como sociedad”, resuelve Isaac Rosa. “No es fácil obviar la irresistible distopía y arriesgarse a imaginar futuros en positivo, porque tememos que nos llamen ingenuos o didácticos, pero deberíamos atrevernos a probar en nuestras ficciones otras formas de relacionarnos, de trabajar, de organizar nuestras vidas al margen del capitalismo, y sin que conduzcan al desastre. Una y otra vez damos la razón a la conocida frase de Slavoj Žižek: parece más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”.

*Este artículo está publicado en el número de diciembre de tintaLibre. Puedes consultar todos los temas de la revista haciendo clic aquí.  aquí

 

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