La década en que vendimos el alma por un puñado de 'likes'
Los que fuimos niños en la década de 1980 hemos asimilado el futuro como una estafa, no solo en términos existenciales o en el fracaso de la socialdemocracia que nos amamantó, sino desde una perspectiva puramente tecnológica. Aquí estamos, con el cuerpo entero metido en el siglo XXI, y ni los coches vuelan ni tenemos una casa de vacaciones en Marte. Por suerte, tampoco se han cumplido las profecías más negras, las del invierno nuclear, los apocalipsis zombis o la rebelión de las máquinas. El futuro se nos ha quedado en una mediocridad frustrante, por eso andamos todo el rato arrastrando los pies. Algunos, los menos vergonzosos, se dedican a pedir explicaciones a quien corresponda. Otros cultivan la nostalgia, y los más, vamos tirando.
El cómico cancelado Louis C. K. tiene un chiste muy racional sobre el irracionalismo enfurruñado en el que vivimos. Cuenta un viaje en avión y retrata a un pasajero que se queja por todo y describe su experiencia como un infierno insoportable: “¡Tío, estás volando! ¡Estás suspendido a 10.000 metros del suelo mediante una técnica que no comprendes y en pocas horas te plantarás en la otra punta del mundo! ¿Protagonizas un milagro y te quejas de la comida que te sirven?”. A veces siento que vivo en el mundo que soñaba de adolescente y soy tan necio que no lo veo y me quejo de que Netflix tarda en cargar mi serie favorita.
Para quien fue un adolescente lector, cinéfilo y coleccionista de discos, este es el mejor de los mundos. Qué más hubiera querido que disponer de todos los libros, casi todas las películas y toda la música con el equivalente a un chasqueo de dedos y a un precio baratísimo. Con lo que nos costaba conseguir lo que queríamos, en tiempo, recursos y dinero. Mi yo adolescente habría enloquecido con Spotify, las plataformas de vídeo por streaming y Amazon, y el trekkie que me habita flipa (no hay mejor verbo) cada vez que OK Google le responde una pregunta o cuando el GPS del coche le deja en la puerta de su destino con indicaciones precisas y dignas del ordenador de la nave Enterprise. Mi yo adulto disfruta todo eso, pero no puede abstraerse de su lado oscuro, pues sabe que el precio que paga no es el de la suscripción, sino su alma. La tecnología de la última década se ha transformado en Mefistófeles y nos ha entregado el don de la sabiduría, la ubicuidad y algo así como la felicidad a cambio de lo más parecido al alma que tenemos: la intimidad.
La sensación de estafa ya no se refiere al futuro hecho presente, sino a que pagamos demasiado a cambio de poco. La vida privada es una conquista de la ilustración y de la democracia, y su separación diáfana de la vida pública, un logro humanista que permite la libertad. Hoy, las grandes empresas tecnológicas tienen mucho más poder que los Estados y han devenido leviatanes, no tanto por su tamaño y su potencia financiera, capaces de reducir a calderilla cualquier producto interior bruto, sino porque saben todo de nosotros. O, al menos, creen saberlo, porque nos reducen a paquetes de metadatos, que es una forma de traducir nuestra personalidad a unos y ceros.
Ya nadie niega que vivimos espiados ni la dimensión de ese espionaje, que rebasa el que imaginaron los delirios más paranoicos. Somos completamente transparentes para nuestros móviles. La tele del salón sabe más de nosotros que nuestra madre, y Alexa conoce secretos que no nos confesamos ni a nosotros mismos. Con todo ello se comercia en un mercado global de datos para vendernos cosas que no necesitamos, alterar nuestra conducta y manipularnos para que votemos a partidos que no votaríamos si no estuvieran todo el día encizañándonos por las redes.
Las ciencias sociales han generado una bibliografía enorme que lo corrobora, y no faltan alertas en forma de artículos, ensayos divulgativos de viejos tecnogurús que se han caído del caballo-algoritmo e incluso películas y series como Black Mirror, que han hecho del terror tecnológico un género, haciendo bueno un chiste de otro humorista, este español, Juan Carlos Ortega, cuando imita a un actor comprometido que ha hecho un documental sobre los peligros de Netflix que puede verse en… ¡Netflix! También hay mucha gente que tuitea lo malísimo que es Twitter, y Jimina Sabadú, en su recomendable ensayo La conquista de Tinder, habla de los clientes de esta red de citas que manifiestan desprecio por ella, mientras la usan.
No puede decirse que no estemos alertados, pero incluso quienes se llevan las manos a la cabeza y se convencen de que vivimos en una distopía totalitaria donde Zuckerberg interpreta el papel de Führer sin uniforme, se angustian si se quedan sin batería y no encuentran un enchufe y difunden sus mensajes neoluditas por Whatsapp. Lo más rebelde que hace hoy un activista contra los algoritmos es cambiarse a Telegram, pero no tira a la basura su móvil. Los apocalípticos se parecen bastante al capitán Renault de Casablanca, que gritaba “¡Qué escándalo, he descubierto que aquí se juega!”, mientras recogía las ganancias de la noche.
En la última década, las redes se han naturalizado como en su día lo hizo el agua corriente o la electricidad, transformando casi todos los aspectos de la vida cotidiana, desde el transporte hasta la discusión política, pasando por el amor o la enseñanza. Hay una app para cada actividad y una red temática para cada afición. Ni siquiera los libros, tan analógicos ellos, escapan: hay varias aplicaciones que te catalogan la biblioteca doméstica y puedes compartir tus lecturas y comentarios en redes como Goodreads. Nada humano es ajeno a las pantallas.
Hace diez años no estaba tan claro, pero hoy es evidente que a la mayoría le parece que ha vendido su alma a un precio razonable. El valor de la intimidad estaba inflado en una sociedad del espectáculo donde la fama y el voyeurismo son monedas de éxito y asimilación tribal. A casi nadie le importa regalar sus secretos y pensamientos a cambio de una utopía de confort e inmediatez. Los predicadores y profetas del apocalipsis tendrán su prestigio y estremecerán a las audiencias que leen sus artículos en el ordenador y siguen sus conferencias por streaming, pero sus palabras tienen el mismo efecto que una misa: cuando echen la última bendición, su feligresía abrirá Instagram para colgar una foto poniendo morritos y adjuntará el texto: “Qué buen sermón sobre los peligros de las redes”.
* Sergio del Molino (Madrid, 1979) es escritor y periodista. En 2016 publicó el ensayo ‘La España vacía’ (Turner). Sus últimas obras aparecidas son ‘Contra la España vacía’ y la novela ‘La piel’, ambas en Alfaguara.