Hitler en el diván

Hitler en una litografía coloreada de la década de 1940, del grupo de arte Kukryniksy y perteneciente a la Biblioteca Estatal de Moscú.

En la tarde del 22 de abril de 1945, en un Berlín asediado por el Ejército Rojo, Hitler sufrió una crisis nerviosa cuando se le informó de que no habían sido obedecidas las órdenes de contraatacar que había emitido el día anterior. En los días posteriores a esa tarde, cayó en un estado de melancolía tal que su secretario personal, Martin Bormann, ausente ya el doctor Morell del führer bunker –despedido por Hitler tras considerar que ya no necesitaba ayuda médica– decidió recurrir a Felix Schäfer, psicoterapeuta y alto mando de la Gestapo.

Felix Schäfer era el nazi que cualquier nazi hubiera querido ser. Casi dos metros de aria corpulencia acompañada de una inquietante afabilidad y probada eficacia en el desempeño de su labor profesional, que no era otra que la de someter a quienes aspiraban a pertenecer a la Gestapo a sesiones indagatorias en busca de enflaquecimientos psicológicos que hicieran desaconsejable su pertenencia al cuerpo. Felix fue el introductor de una variante del test de Rorschach según el cual si el individuo sometido a la prueba no veía en al menos cinco de las diez imágenes que se le mostraban un campo de concentración, no solo había que negarle el ingreso sino, además, invitarle a pasar una temporada en uno.

Por si la doble condición de nazi y miembro de la Gestapo no hicieran ya que a Felix le resultaran familiares todos los resquicios del mal, el psicoterapeuta disponía aún de otro tenebroso pasadizo para acceder a él. Era escritor. No un escritor cualquiera, pertenecía a ese grupo de literatos en cuyo corazón encuentran cobijo todas las vilezas: aquel que no ha podido publicar su obra.

De una refinadísima erudición, Felix había consagrado los mejores años de su vida, aquellos en los que la insaciable juventud te invita a libar todos los elixires del goce, a privarse de ellos y emplear su tiempo en escribir un monumental compendio teórico del nacionalsocialismo (análisis historiográfico, resumen programático y, naturalmente, vertiente proselitista). Sorprendentemente en un ensayo de ese cariz, al de Felix, a decir de quienes tuvieron oportunidad de ojear el manuscrito, lo adornaba un estilo ágil y elegante.

Diez años le llevó concluirlo. Y apenas una semana el que un responsable de la editorial Eher del Partido Nacionalsocialista acusara el recibo del original y le citara en su despacho. Nada más verle, el editor le felicitó por la calidad del trabajo realizado que, reconoció, había leído con auténtico deleite y transmitió a Felix que para Eher sería un auténtico honor incluir el ensayo en su catálogo. Un honor que tendría que esperar porque, con el libro de Hitler a punto de ser entregado alas librerías, carecía de sentido sacar al mercado otro que, aunque atesoraba mayor interés y estaba infinitamente mejor escrito –según confesó bajando la voz–, coincidía temáticamente en gran parte del contenido. Como alternativa, propuso a Felix esperar a ver qué tal iban las ventas de Mein Kampf y, si estas no despegaban –como, según él, sucedería– publicar el suyo una vez transcurrido el tiempo oportuno. Mientras, le sugirió, podría dedicarse a escribir algo que tuviera que ver con las enfermedades transmitidas por los judíos, que era un género que tenía mucha salida. Felix, conteniendo su indignación, mintió y prometió pensárselo.

Al salir del despacho, llevaba en una mano su manuscrito, en la otra un ejemplar de Mein Kampf que el editor tuvo el detalle de regalarle y, en el alma, un inmenso aborrecimiento a Hitler. Nada más llegar a casa, se aplicó con voraz determinación a examinar aquel libro causante de su infortunio. En principio, le reconfortó la ausencia en él, no ya de una brizna de genialidad, sino ni siquiera de un atisbo de talento. Mein Kampf era una mezcla de anécdotas biográficas de escaso interés y seguramente falsas a las que se sumaba un caótico cúmulo de reflexiones de una enorme vulgaridad intelectual. Como aquella en la que, creyendo probar que las leyes naturales avalaban el estado racista escribía: “Todo animal se apareja con un congénere de su misma especie. La abeja con la abeja, el pinzón con el pinzón, la cigüeña con la cigüeña, la rata silvestre con la rata silvestre, el ratón casero con el ratón casero, etcétera.” Hasta un judío podría ver que lo único que demostraba esa aseveración era que Hitler no sabía distinguir entre raza y especie.

Pero de esa satisfacción inicial Felix volvió enseguida al rencor, a un odio que fue creciendo a medida que, impulsadas por las peripecias vitales de su autor, aparecían nuevas ediciones del libro de Hitler que fueron enterrando definitivamente las posibilidades de que el suyo fuera alguna vez publicado.

Y ahora, pasado el tiempo, en la habitación privada del búnker en el que se refugiaba, el artífice de su desgracia estaba sentado frente a él. Debilitado, quejumbroso, hundido. Ausente de sí todo el enérgico vigor de sus apariciones públicas. Derrengado en un ostentoso sillón de piel, incapaz de pronunciar palabra, Hitler fue asintiendo levemente ante el repertorio de síntomas que en forma de preguntas iba desplegando Felix: despertares sobresaltados, angustia, desgana, nerviosismo, falta de energía. Un inventario que desnudaba en él una vulnerabilidad inusitada y componía una estampa sufriente merecedora de lástima a poco que uno tuviera una pizca de humanidad. Felix, como buen nazi, no era de esos. “Perfecto para la venganza” —pensó, sin remordimiento alguno–. ¿O no era el propio hombre abatido que relataba su particular infierno el mismo que proclamaba en su libro que en el mundo real de la lucha por la existencia “el exterminio del más débil representa la vida del más fuerte”?

La sífilis y el antisemitismo

¿No declaraba, además, en el capítulo décimo, que “La cuestión de hacer imposible a los seres tarados la procreación de una descendencia también tarada es un imperativo de la más clara razón?” ¿Por qué no había cumplido Hitler con ese imperativo manteniéndose alejado de la procreación literaria? ¿O no era acaso evidente que Mein Kampf era un triste engendro fruto del amancebamiento entre un tarado y la Literatura? Felix abandonó sus reflexiones y dirigió unas palabras de ánimo a Hitler:

—No hay nada extraño en lo que le ocurre, no es fácil ser Führer, cargaren soledad con el destino de Alemania, atender cada minuto del día al inmenso deber de regir el Reich.

Aunque deprimido, Hitler pareció recibir con cierto agrado aquel discurso consolador de Felix que, mientras hablaba, extrajo de un maletín situado a sus pies el ejemplar de Mein Kampf que diecinueve años atrás le habían regalado en la editorial.

—No podemos, permítame que le cite, perder de vista el objetivo que da sentido a su pesadumbre —dijo Felix mientras abría el libro y comenzaba a leer— . “Un Estado que en la época del envenenamiento de las razas se dedica a cultivar a sus mejores elementos raciales, tiene un día que hacerse señor del mundo”.

Bajo la voz de Felix se oía amenazante la cada vez más cercana presencia de las bombas rusas. Felix prosiguió su lectura con énfasis teatral.

—“Que los fieles a nuestro Movimiento no se olviden nunca de eso, incluso cuando, por la enormidad del sacrificio y de la lucha, puedan llegar a dudar de la posibilidad del triunfo”. Magnífico epílogo para un magnífico libro concluyó Felix cerrándolo para, con una encantadora sonrisa, ofrecer una pluma a Hitler.

—¿Le importaría firmármelo, mein Führer?

Hitler, como un autómata, fue a tomar el libro pero Felix se apresuró a retirarlo de su alcance y sacando del maletín otro ejemplar encuadernado en piel se disculpó.

—Perdone, mein Führer, firme este, si es tan amable. Y, mientras Hitler, torpemente, garabateaba en el libro, añadió: La edición en rústica la utilizo sólo para documentar las críticas y proceder a las detenciones.

Hitler alzó los ojos hacia Felix. En sus mejores tiempos lo habría hecho para dirigir a cualquier interlocutor que admitiera en su presencia que alguien osaba criticarle una mirada de helada ira presagio de letales consecuencias. Ahora aquellos ojos cansados parecían pedir piedad al destino y preguntarse “¿Otra complicación más?”. Casi en un susurro, preguntó:

—¿Documentar las críticas?

—Sorprendente, ¿verdad? Cuesta concebir que haya quien pueda criticar esta Biblia del nacionalsocialismo. Pero, por increíble que parezca, sucede. Y no me refiero —prosiguió con impostada indignación— sólo a quienes dicen que el estilo refleja un torpe dominio del alemán, o que el contenido es mera palabrería amodorrante, no. Me refiero a los que se atreven a afirmar que las diez páginas que dedica usted a la sífilis –un asunto que ha de ocupar la mente de cualquier hombre de Estado- se deben únicamente a que en su juventud, en Viena, le fue contagiada esta enfermedad por una prostituta judía, lo cual explicaría también su antisemitismo.

A Hitler, la boca abierta, los ojos suplicantes, se le escurrieron pluma y libro de las manos. Felix se incorporó, los recogió y prosiguió su discurso.

—¡No hay derecho, no lo hay! No es justo que esta joya literaria destinada a pasar a la posteridad —dijo sosteniendo Mein Kampf entre sus manos como si se tratase de un frágil tesoro— lo vaya a hacer con el añadido mentiroso, que muchos tomarán por verdadero, de que su autor era un pobre sifilítico que se acostaba con judías.

El quejumbroso suspiro de Hitler se pudo oír fuera del búnker. Felix reparó en que nunca había visto sollozar a un Führer. Le tendió un pañuelo y, como si se dirigiera a una multitud expectante, continuó declamando sus fingidas quejas.

—¿No es inmundo que la Resistencia francesa haya inundado las calles con ese aborrecible panfleto?

—¡¿Panfleto?! ¡¿Hay un panfleto?! —preguntó Hitler con la poca alarma que le permitía su agotamiento.

—Perdón, mein Führer, pensaba que estaba usted al tanto. Felix volvió a su maletín y sacó una octavilla en la que, en impresión casera, aparecía una foto del Fürher y un texto en francés. Se la mostró a Hitler, que la observó durante un momento.

—No hablo francés.

—¡Hace usted muy bien!

—¿Podría traducírmelo?

—¿Es necesario, mein Führer? Ya sabe usted cómo son los franceses.

—Por favor —suplicó Hitler, tal y como había pensado Felix que haría un narcisista de su talla por muy deprimido que estuviese.

— Son citas de su libro utilizadas para dudar… —Felix se detuvo un momento— Dejémoslo, mein Führer, son habladurías, rumores sin importancia por más que el panfleto se haya traducido ya a doce idiomas.

—Le ordeno que me informe sobre el objeto de esas dudas —logró mascullar Hitler.

Felix se cuadró, alzó la vista y habló al aire.

—Dudas sobre su masculinidad.

Al oír aquello, Hitler intentó erguirse, pero lo único que consiguió fue que, en el intento, la fricción de su cuerpo contra la piel de la butaca imitara el sonido de una ventosidad.

Ni en su más optimista previsión había soñado Felix con una oportunidad así para el desquite: un hombre deprimido, sí, pero en el que latían aún los restos de una egolatría y un narcisismo inconmensurables servido en bandeja para sufrir el peor de los escarnios –la condescendencia de un inferior– por una lujosa tapicería.

—No se preocupe, mein Führer, esto quedará entre nosotros —se dio prisa en decirle Felix a un Hitler que, sin fuerzas para explicar tan ordinario trance, sólo podía negar con la cabeza mientras señalaba con un dedo tembloroso la porción de sillón que quedaba entre sus piernas.

—Sí, mein Führer, a eso me refiero. Como si no hubiera pasado. Le entiendo perfectamente. Es más fácil dominar Polonia que un intestino rebelde.

Hitler comprendió que, entre la injusticia de asumir la autoría del incidente o el ridículo de declararse inocente del mismo, lo primero conllevaba menos esfuerzo y con un patético ademán indicó a Felix que continuara explicando las dudas sobre su hombría.

—En concreto, los franceses se refieren a esa parte del capítulo segundo, que titula “El Estado”, en la que usted escribe —fijó la vista en la cuartilla— “Es una verdadera lástima ser obligado a ver cómo los mozos de hoy se someten a una moda idiota”. Al parecer a los franceses, según dice el panfleto, idiota no les parece un insulto muy viril—apostilló antes de continuar—. Aluden también al párrafo en el que se refiere a la indumentaria de los jóvenes. Cuando usted dice: “Un joven que, en el verano, anda de aquí para allá vestido hasta el cuello, sólo por ello dificulta su educación física”. Para el pueblo francés lo que trasluce esa frase es que a usted le gusta ver a los jóvenes ligeritos de ropa.

Hitler, los ojos en blanco, sufrió un leve desvanecimiento que remitió en cuanto Felix le dio a oler sales de amoniaco. Luego, ante el aturdimiento del Führer, creyó necesario volver a centrar la conversación.

—Hablábamos de ese rumor sobre su afeminamiento cuya radical falsedad, desgraciadamente, poco importa como bien nos ha enseñado Goebbels. Es verdad que la ambigüedad con que está escrita cierta frase –seguramente un error mecanográfico de Rudolf Hess– no le ayuda, mein Führer. Se trata de ese párrafo en el que usted se muestra partidario del cultivo de la vanidad y explica que la vanidad a la que se refiere no es la “de poseer trajes bonitos, que no todos pueden comprar, sino la de crearse un cuerpo bien formado, al que muchos pueden acceder”. Permítame preguntarle: cuando usted dice “un cuerpo bien formado al que muchos pueden acceder”, ¿se refiere a que muchos chicos puedan acceder a un cuerpo bien formado o a que muchos puedan acceder al cuerpo bien formado del chico?

—A lo primero —contestó Hitler, a quien el amoniaco parecía haberle hecho recobrar algo de vida.

—Pues los franceses han entendido lo segundo.

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¡Nein, nein, nein! —se quejó Hitler— Lo explico perfectamente unas líneas más abajo.

—Sí, también lo refleja el panfleto. Es la parte en la que, por desgracia, vuelve usted a repetir “idiota”: “Si la belleza física no se ocultase hoy completamente bajo los vestidos de moda idiota, la seducción de centenas de millares de mozas por judíos bastardos, de piernas arqueadas y descoyuntados, no sería posible”. Y los franceses añaden: “Si eres judío, ten unas buenas piernas y le gustarás a Hitler”.

El desmayo del Führer dio por finalizada la sesión. Martin Bormann no consideró adecuado proseguir con la psicoterapia después de que, tras despertar en su dormitorio, lo primero que ordenara Hitler a su secretario fuera prohibir Mein Kampf.

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