De la imprenta a la red

El mundo ha cambiado, y, como es de esperar, nuestro idioma no iba a salir ileso.

Álex Herrero

La aparición en el siglo XV de la imprenta de Gutenberg supuso una auténtica revolución que hoy nos parece de lo más insignificante; pues ¿quién no tiene hoy guardadas en las estanterías de su casa más palabras de las que jamás podrá utilizar en su vida? Este invento, que conllevó un enorme avance para desarrollar y preservar la lengua relegó a los antiguos copistas de los monasterios a las palabras manuscritas —que en ocasiones podrían ser casi ininteligibles en función de la caligrafía del autor— y, por descontado, a la principal fuente de transmisión de conocimiento en una sociedad, en aquel tiempo, casi analfabeta: la oralidad. 

Las palabras han aparecido como curiosos souvenirs de otras lenguas o cambiado en nuestro idioma durante muchos años a la velocidad tanto de los medios de transporte como de los de comunicación de la época. Han viajado en clase turista, en los equipajes y en los millones de labios de todos los hablantes que, poco a poco, han ido configurando —a veces deformando y otras perfeccionando— los términos a su antojo o necesidad.

En otro tiempo el español, el idioma que hoy compartimos casi seiscientos millones de hablantes, experimentaba sus cambios a un ritmo que hoy podría parecernos desesperante, pues solo los periodistas, los escritores y los académicos —sirvan estos tres grupos como muestra del pequeño oligopolio de influencers de la lengua en aquel momento— eran los únicos que disponían de un micrófono, una cámara o una página impresa con la que hacer llegar sus mensajes y, por su puesto, sus palabras. 

¿Quién nos iba a decir que en el bolsillo podríamos llevar el contenido de miles de bibliotecas de Alejandría y que lo tendríamos disponible en cualquier parte del mundo?

Que un hispanohablante de México pudiera hacer llegar un texto suyo a otro de España, aunque los nombres de sus ciudades fueran el mismo (Guadalajara), resultaba, cuando menos, una tarea ardua, y qué decir de que las palabras propias de alguno de ellos pudieran suponer una revolución en el idioma: algo casi imposible. Y esto, que apenas se remonta a hace un par de décadas, ya forma parte del pasado lejano.

Internet, en lo relacionado con la lengua, ha agilizado la comunicación, al posibilitar que el guadalajareño se comunique con el guadalajarense en cuestión de segundos; ha sido capaz de acabar con las fronteras físicas entre países y reducirlas a meros trazos que hoy adornan los mapas; pero, sin embargo, ha de respetar aquello que no tiene muros: los idiomas. A su vez, ha democratizado la influencia lingüística, dado que, aunque las voces de los grupos mencionados antes siguen escuchándose con fuerza, cada hablante, gracias a las redes sociales, los blogs y los pódcast, entre otros soportes, pueden mostrar al mundo sus palabras y provocar fenómenos lingüísticos francamente asombrosos. Y, por supuesto, nos ha permitido a los hispanohablantes ver y experimentar cambios en la lengua que en otras circunstancias es probable que jamás hubiésemos podido observar, como sucede con covid: un término cuya fecha de nacimiento —un asunto muy complicado en un idioma— conocemos (el 11 de febrero del 2020) y que ha pasado de ser un acrónimo a recogerse en el diccionario de la RAE en apenas diez meses.

La colonización de internet

Las palabras y los significados de estas se desplazan más rápido que nunca. La tecnología nos ha acostumbrado a una inmediatez que nunca habíamos requerido. Gracias a esto, los idiomas se han ido nutriendo de realidades hasta el momento distintas a las propias de las culturas que los utilizan o han formado nuevos conceptos surgidos de la espontaneidad o de la necesidad de nombrar. Y es que internet es el nuevo Macondo: sigue siendo tan reciente —a pesar de los años— que muchas cosas carecen de nombre y señalarlas con el dedo se nos queda corto. Wasapearpantallazobitcóinbloguero o metaverso son algunos ejemplos de conceptos que han nacido en la era del .com y son arrullados por los hispanohablantes en sus conversaciones; conceptos que hoy nos resultan tan útiles como lo serán mañana aquellos que aparezcan cuando el imperioso poder de las personas lo demande.

Que un idioma reciba un aluvión de nuevos términos y realidades —extranjeras y propias— no tiene por qué considerarse un problema. Al contrario, las lenguas, como organismos vivos, son capaces de adaptarse y asimilar únicamente los conceptos que le interesen. Algunas voces habrán llegado para quedarse de forma indefinida o compartirán página con las que ya están recogidas en el Diccionario de la lengua española. Sin embargo, otras no correrán la misma suerte al tener fecha de caducidad, pero eso no supone que su aparición sea en vano: como si fueran un globo ocuparán un gran espacio por un tiempo —corto, largo… ¿quién sabe?— para cubrir necesariamente una parcela de la realidad y, por último, cambiarán de tamaño o desaparecerán. Es difícil concluir si dentro de unos años seguiremos hablando de tiktokear para referirnos a la acción de grabar vídeos para la plataforma TikTok o dando me gusta a las fotografías en Instagram.

La palabra precisa

Y es que, sumado a la aparición de nuevos sentidos y conceptos, no dar con la palabra concreta nada más pensarla nos genera una ansiedad que podría asimilarse a no encontrar las llaves palpando el bolsillo o, traído a una situación cotidiana, recibir un mensaje de Amazon en el que se nos dice que intentarán entregar otro día el paquete que justamente estábamos esperando hoy. 

Sin embargo, no son pocos los extranjerismos que, como un río desbordado, al entrar en contacto con el castellano intentan arrasar con palabras españolas centenarias, dejando a su paso un reguero de anglicismos totalmente innecesarios. Callmaster classfollower healthy son una buena muestra de ellos.

Menos mal que para velar por el buen uso del idioma contamos con la inestimable ayuda de la Fundación del Español Urgente (FundéuRAE), una institución sin ánimo de lucro, promovida por la Real Academia Española y la Agencia EFE, cuyo hacendoso equipo —compuesto por correctores, periodistas y filólogos— resuelve a diario las dudas lingüísticas de miles de usuarios y, a través de su recomendación diaria, ayuda a los periodistas a usar la palabra precisa y cuidar con cariño la lengua de Cervantes.

Esta institución publica anualmente en el mes de diciembre la famosa palabra del año: un término que haya estado presente en los medios de comunicación y que genere cierto interés lingüístico. Como curiosidad —volviendo a la comunicación en línea—, en el año 2019 los emojis y los emoticonos obtuvieron este galardón, en lugar de una palabra, igual que hizo en su día la revista Time en 1981 al darle al ordenador el premio al hombre del año. 

Y es que en internet la escritura es solo un recurso más para comunicarse, pues los emoticonos y los emojis —símbolos creados con signos de puntuación y caracteres que se muestran como pequeñas figuras en color con valor simbólico, respectivamente— son dos elementos visuales muy prácticos. Pues, por un lado, aportan un matiz de significado a los textos al transmitir emociones y, por otro, son capaces de reducir con bastante éxito la brecha digital que existe entre las generaciones que no han nacido con un smartphone debajo del brazo y el mundo virtual.

Así las cosas, está claro que internet ha revolucionado el español y lo seguirá haciendo, y estoy seguro de que este gran tesoro inmaterial, la lengua, continuará sorprendiéndonos muchos siglos más. 

#LargaVidaAlEspañol. ;-)

Álex Herrero es corrector, editor y divulgador. Profesor de corrección en Cálamo&Cran, director editorial de {Pie de Página} y miembro de la Fundación del Español Urgente (Fundéu) entre 2016 y 2022. 

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