La mercantilización de todo

Patricia Soley-Beltrán

Se sigue cosificando a las mujeres en publicidad. Es un hecho y no nos gusta, pero, por favor, basta de rasgarse las vestiduras. Activistas feministas, cineastas, intelectuales, escritoras, periodistas, asociaciones de mujeres, gobiernos, instituciones, observatorios y etc..., llevamos décadas protestando, escribiendo, dando clases y conferencias, diseñando políticas públicas, creando campañas alternativas, riéndonos... ¿Hemos avanzado? Sí, sin duda y hemos de congratularnos por ello pues la evolución se ha dado gracias al empuje de las mujeres en la sociedad y en los medios. La publicidad responde a los cambios sociales, raramente los propone. No obstante, todavía se utiliza nuestro cuerpo como reclamo publicitario. ¿Podemos seguir avanzando? Yo diría que sí. 

¿Cómo? Creo que comprendiendo las causas profundas de la persistencia de la objetualización más allá del ya conocido “es el patriarcado, amiga” y evitando errores de método. A saber, investigar las causas culturales de la cosificación no la justifica, sino todo lo contrario: permite comprenderla mejor y, potencialmente, ofrecer herramientas para desactivarla. Separar el análisis del juicio evita perderse en apriorismos y moralismos despectivos. Recordar que la experiencia personal no es necesariamente extrapolable al conjunto de la sociedad.

En este artículo, avanzo algunos apuntes forzosamente breves sobre la objetualización y su calado. 

En primer lugar, el cuerpo humano es un símbolo natural, como señaló la antropóloga cultural Mary Douglas. Dado que se nos socializa domesticando nuestros hábitos corporales, in-corporamos (literalmente, hacemos cuerpo) las normas de nuestra cultura. De esta forma, el cuerpo se convierte en una metáfora social mediante la cual mostramos nuestra adhesión o rebeldía a las reglas sociales. La domesticación corporal genera modos de ser culturalmente constituidos, modos de percibirnos a nosotros mismos y a la realidad que nos circunda.

En segundo lugar, las normas son diferentes para los hombres que para las mujeres. Dado que la primera clasificación de los humanos se hace en base a los genitales, las pautas que rigen el género de cada categoría, es decir la masculinidad y la feminidad, se interiorizan muy tempranamente. Los códigos que rigen el género tienden a ideales identitarios que conforman modos de ser desiguales, a pesar de que la diferencia biológica no implica desigualdad social.

Prioridad de la vista

En tercer lugar, vivimos en una cultura visual de herencia griega donde se prioriza la vista sobre los otros sentidos. Esta característica, junto a una superproducción de imágenes gracias a la tecnología, genera un inconsciente óptico que impregna nuestra percepción estética. Si atendemos al origen etimológico de la palabra estética, descubrimos que procede del griego aisthesis: sensación; de ello se deriva que la estética no tiene nada de superficial sino que se refiere a una determinada organización de los sentidos, a un modo de sentir. Como consecuencia, la presentación y representación social del cuerpo como expresión de la identidad han cobrado tal importancia que se consideran activos personales.

En cuarto lugar, la representación visual de las personas todavía se rige por los códigos descritos por John Berger, “los hombres actúan, las mujeres aparecen”. Mientras que los varones se representan como seres activos, dotados de agencia, capacidades y poder, sea político, financiero, físico, intelectual, sexual o de cualquier otro tipo, las mujeres se representan como espectáculo para ser miradas y admiradas. Es un modo de ver en el que el valor de ellos reside en sí mismos, mientras que el de ellas reside en la mirada ajena. A pesar de los avances, estos códigos de representación todavía lastran nuestro inconsciente óptico. Si no me creen, empiecen a mirar a su alrededor desde esta óptica y verán. 

En quinto lugar, dichos modos de ser, ver y sentir llevan asociados unos determinados modos de pensar binarios, pues se trata de pares simbólicos organizados jerárquicamente alrededor de la primera clasificación de los humanos: hombre-masculinidad/mujer-feminidad. Desde la perspectiva de nuestro universo simbólico más tradicional, tómense un momento para considerar con qué asociarían cultura/naturaleza, mente/cuerpo, razón/emoción, productivo/reproductivo, activo/pasivo, sujeto/objeto. 

¿Lo están viendo? Estamos ante un sistema de representación que es también un sistema de conocimiento. Es un todo organizado que aúna modos de ser, sentir, ver y pensar vinculados a ideales de género. Es más, dichos ideales se comunican mediante modelos corporales difundidos por la publicidad, la moda y la cultura visual contemporánea en general. Son modelos estéticos complejos que nos seducen y nos instan a imitarlos. Pero dichos modelos no son una mera Forma, sino una Idea en el sentido platónico. El cuerpo de las mujeres-modelo se convierte en mucho más que un patrón de belleza y erotismo. Se transfigura en cuerpo-metáfora de una identidad ideal que concierne rasgos como etnia, estatus social, edad, orientación sexual, nacionalidad y estilo de vida, así como exitoso ejemplo de comportamientos como obediencia, disciplina, autocontrol, individualismo, autonomía, competitividad, maleabilidad, etc. Dicho ideal identitario interpela a hombres y a mujeres, aunque de modo diferente. 

La utilización del cuerpo de las mujeres como vehículo privilegiado para la comunicación de valores culturales se da en un determinado contexto económico: los inicios de la sociedad de consumo a mitades del XIX. Un tipo de sociedad en el que la posesión de ciertos objetos o el desarrollo de estilos de vida se convierten en hitos vitales y en supuesta expresión de la identidad personal. En los años 30 del siglo XX todavía persistía el cuerpo masculino como metáfora de valores; piensen en las figuras del proletario o el soldado, ampliamente representadas en la cartelería de guerra y agitación política. Tras la Segunda Guerra Mundial, la maniquí-modelo se convierte en mito moderno, en fetiche de poder y deseo en el que se funde el mundo orgánico con el inorgánico. 

¿Podemos ahora ver mejor por qué persiste la cosificación de las mujeres en publicidad, en contraste con hombres-sujeto? Por supuesto, ni la fetichización, ni los mitos, ni los modos de ser humanos son fruto de la Naturaleza (al menos no enteramente), sino de la Historia. Tras lo-que-se-da-por-sentado se esconde un abuso ideológico, como señalaba Roland Barthes. Desenmascararlo y hacerlo evolucionar es trabajo nuestro si lo que buscamos es una igualdad real. 

Cambiar los modos de ver contribuye a cambiar los modos de pensar y viceversa, pues ambos se retroalimentan. Entonces, ¿cómo seguir avanzando? Se me ocurren varias posibilidades: 

Pedagogía para fomentar el alfabetismo visual, es decir, enseñar a leer imágenes críticamente. Promover estrategias y acciones educativas, con especial atención a las personas jóvenes. Activar los observatorios y comunicar mejor su labor. 

Abandono de toda arrogancia (pseudo) intelectual al analizar fenómenos de cultura popular: es contraproducente y alienante. A veces, no esconde más que otra instancia de desprecio a lo simbólicamente asociado con lo femenino. Otras, el rechazo a una situación en la que no queremos vernos: la de ser tratados como mera mercancía. 

Difusión de la mirada progresista de los hombres que rechazan la utilización del cuerpo de las mujeres como reclamo comercial. Acostumbran a citar dos razones: por justicia de género y porque les desagrada recibir estímulos sexuales con objetivos mercantiles. La burda y mentirosa promesa de mujeres desnudas como premio es obscena y un insulto a su inteligencia. 

Imaginación para generar nuevos modos de representación visual. ¿Se objetualiza a los hombres cuando se les evalúa en relación con su riqueza y poder? ¿Es posible representar belleza masculina con toda su fuerza y vulnerabilidad sin objetualizarla? Experimentos como Naked Truth, un proyecto de desnudos masculinos del fotógrafo de moda y artista José Manuel Ferrater, actualmente expuesto en el Museo del Traje, innova la mirada y retroalimenta modos alternativos de representar a las mujeres desde el propio lenguaje publicitario. 

Bravura para alterar los códigos. A menudo se trata de representar lo que está ocurriendo ante nuestros ojos. Dar visibilidad a las mujeres como sujetos, de todas las edades, colores de piel, formas y actitudes estéticas. Ya se está haciendo. Funciona. Queremos más. 

Hace casi cien años, en los albores de la sociedad de consumo, Walter Benjamin observó que el capitalismo opera como una religión. El término glamour, actualmente vinculado al cuerpo femenino, está relacionado etimológicamente con grammarye, gramática, el aura de divinidad que rodeaba a las personas alfabetizadas que mediaban entre el pueblo llano y el poder en los inicios del Estado moderno. En nuestro paisaje visual contemporáneo, el glamur se asocia al dinero como supuesto garante de una vida segura y confortable, una vida como la de influencers que pasan de Cenicientas a acomodadas princesas y habitan en el reino del lujo donde se practica devotamente el consumo de mercancías, de cuerpos mercantilizados, de objetos que son fetiches de felicidad con vida propia. Reinos ricos en casas que se ofrecen como espejos a los que no tienen nada. Es precisamente su mirada la que da lustre al glamur. 

No hay progreso sin respeto al anhelo de los desposeídos, de los más vulnerables, de los heridos, que buscan un futuro posible en las imágenes del paraíso material. Todos somos carne, pero no mercancía. Respect! Afinemos la mirada analítica y la otra. No se puede perder más tiempo. La libertad está en juego.

Patricia Soley-Beltrán es socióloga cultural y autora de ‘¡Divinas! Modelos, poder y mentiras’ (Premio Anagrama de Ensayo 2015).

Se sigue cosificando a las mujeres en publicidad. Es un hecho y no nos gusta, pero, por favor, basta de rasgarse las vestiduras. Activistas feministas, cineastas, intelectuales, escritoras, periodistas, asociaciones de mujeres, gobiernos, instituciones, observatorios y etc..., llevamos décadas protestando, escribiendo, dando clases y conferencias, diseñando políticas públicas, creando campañas alternativas, riéndonos... ¿Hemos avanzado? Sí, sin duda y hemos de congratularnos por ello pues la evolución se ha dado gracias al empuje de las mujeres en la sociedad y en los medios. La publicidad responde a los cambios sociales, raramente los propone. No obstante, todavía se utiliza nuestro cuerpo como reclamo publicitario. ¿Podemos seguir avanzando? Yo diría que sí. 

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