Neruda en los infiernos

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Selena Millares

Cuando nombramos a Dante, Caravaggio o Camille Claudel, hablamos de clásicos que ya son de todos. Porque el arte y la poesía nos construyen, se convierten en código, idioma, fundación, más allá de las biografías —tan controvertidas en todos esos casos—. Cuando se trata de poetas o artistas más cercanos en el tiempo, como Celan, Leonora Carrington, Lorca o Miguel Hernández, nos apelan además sus vidas, tan próximas y sobrecogedoras.

Así ha ocurrido igualmente con Neruda, uno de nuestros clásicos contemporáneos, autor de sucesivas obras maestras —Residencia en la Tierra, la más alta— que lo hicieron merecedor del premio Nobel. Fue el poeta alquimista —y cronista— capaz de convertir casi cualquier cosa en poesía, y de traducir la realidad de su tiempo desde una universalidad que ha calado en lectores de todo el mundo. Con su escritura fue siempre su patria, Chile, donde —al igual que ocurriera en España con Galdós— abundaron sus enemigos. Y donde se ha rechazado incluso dar su nombre al aeropuerto capitalino, a causa de interpretaciones sesgadas sobre su biografía. Como si Neruda no fuera ya simplemente una gran literatura. Su precocidad le valió fama y prestigio muy pronto —era un adolescente cuando escribió sus Veinte poemas de amor—, y también fueron tempranas las rencillas literarias que suscitó, algunas muy sonadas y virulentas.

Él acusó repetidamente la “medusa violeta” de la envidia, y rogó —invocando versos de Apollinaire— piedad para los que trabajan en la frontera del porvenir. Luego su personalidad poética y política se fue imponiendo sobre esos ruidos. Eran los tiempos de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra fría. En su Canto general asumió un discurso épico frente a las tiranías que asolaban su continente, y su popularidad se multiplicó. Pero pronto llegó una noticia histórica que partió su poesía en dos, cuando Kruschev sacó a la luz los crímenes de Stalin.

Desde aquel quiebre histórico y hasta su muerte, Neruda mantuvo su compromiso humanista, y continuó escribiendo libros señeros, pero su poesía se replegó

La constatación de que la aparente utopía no lo era, y de que Stalin no podía ser símbolo sino del infierno, le produjo una conmoción que volcó desde entonces en sus libros, acusando esa gran mentira. Aunque ya su popularidad se había resentido. Cambiaban los tiempos, y el desencanto signaba esa segunda mitad del siglo XX. Muchos dejaron de seguir al vate, y no conocieron lo que escribió insistentemente desde entonces sobre aquellos errores: su “nunca más” contra el terror estalinista y sus delirios mesiánicos, y contra ese culto a la personalidad que llenó la Unión Soviética de estatuas con la “pavorosa efigie” de ese “bigotudo dios”, “padre del miedo”, que sembró la tierra de dolor y de sangre —“cada jardín tenía un ahorcado”—. Su crítica se extendió a la “injusticia siberiana”, al “servilismo” del realismo socialista, a la “hora de Praga”. Y por supuesto a Mao: léase su Muerte y persecución de los gorriones. El poeta reconocía sus equivocaciones: “Pido perdón para este ciego / que veía y que no veía”; “señores del siglo veintiuno / es necesario que se sepa / lo que nosotros no supimos”.

Desde aquel quiebre histórico y hasta su muerte, Neruda mantuvo su compromiso humanista, y continuó escribiendo libros señeros, pero su poesía se replegó. Se hizo intimista, melancólica, otoñal, en parte debido a la enfermedad que lo fue doblegando poco a poco. Y que sería declarada causa de su súbito fallecimiento a los doce días del golpe militar de 1973. En 1976, su viuda habló en el programa español 'A fondo' de que Neruda tenía un pronóstico de “mínimo seis años de vida” por el cáncer que sufría. Y dejó en el aire la duda sobre esa extraña muerte. Ahora parece confirmado que el poeta fue asesinado, envenenado con una bacteria letal. Algo similar ocurrió con Unamuno, como muestra el riguroso documental de Manuel Menchón, Palabras para un fin de mundo, de 2020. Al fascismo no le interesaba cargar con mártires como Lorca, así que a Unamuno y Neruda, tan incómodos por su popularidad y beligerancia, parece que se les destinó una rara y repentina muerte “natural”. Y ahora que deberíamos estar recordando el cincuentenario del vate chileno, sobrecogidos además por esas novedades, nos encontramos otro escenario. La tercera gran oleada de antinerudismo.

Los restos del poeta

Hace ya una década que comenzó la investigación sobre los restos de Neruda y su posible asesinato. Al poco tiempo, el poeta fue elegido para simbolizar la abyección machista, y su memoria se vio emponzoñada por la chismografía. Se habló entonces de su hija “abandonada”, sin respeto para el sufrimiento de ese matrimonio Neruda-Hagenaar, separado en mitad de una guerra, y sin considerar que el poeta siguió ocupándose de madre e hija en la distancia. La maledicencia y mala fe se intensificaron en la interpretación del verso “me gustas cuando callas porque estás como ausente” —como si no hubiera podido escribírselo también una mujer, a su amante—: resultó que el poeta era un infame que no dejaba hablar a las mujeres. Y qué decir de la tendenciosa interpretación de cierto párrafo de sus memorias —inconclusas y publicadas póstumamente sin su supervisión—, a cincuenta años vista y fuera de contexto.

Neruda está muerto, no puede ya defenderse ante ese juicio sumarísimo. Y a esa santa inquisición no le importa lo que diga su obra. No le interesa considerar que en un tiempo en que dominaba el discurso patriarcal, su poesía nunca se acogió a ese modelo. No le importa ver, por ejemplo, que mientras toda América rendía homenajes a Bolívar, él hacía una estremecida elegía a Manuela Sáenz, la compañera del líder, “la insepulta de Paita”, rescatando su memoria como Libertadora, bravía guerrillera y “Julieta huracanada”, y denunciando la desatención y maltrato hacia ella tras la muerte del prócer, hasta el punto de no tener siquiera una tumba. No importa tampoco que, al cantar al bandido romántico Joaquín Murrieta, Neruda diera el protagonismo moral a su amada, Teresa, violada por una jauría de hombres. Ni importa que en el poema “Mujer”, verdadero manifiesto feminista dirigido a infinidad de profesiones —la obrera, la “doctora luminosa junto al niño”, la “lavandera de ropas ajenas”, la escritora con una “pluma como espada”...—, Neruda cantara “la hora de todas las mujeres juntas” para dar a luz el futuro “de la igualdad y la alegría”.

Otros grandes artistas del siglo XX, como Picasso o García Márquez, están siendo objeto de las mismas furibundas inquisiciones inapelables, que confunden la vida con la obra y combaten la memoria y la cultura —elitista, la llaman—, como hicieron los talibanes al dinamitar los gigantescos budas de Bamiyán. Nadie se libra, hasta Cervantes es cuestionado por “invisibilizar” a las mujeres. ¿Qué será lo siguiente? ¿Dinamitar las obras que representan a Zeus violando a Leda, a Apolo persiguiendo a Dafne?

Neruda está muerto, no puede ya defenderse ante ese juicio sumarísimo. Y a esa santa inquisición no le importa lo que diga su obra. No le interesa considerar que en un tiempo en que dominaba el discurso patriarcal, su poesía nunca se acogió a ese modelo

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¿Y de qué sirve tanto ruido? ¿A quién le interesa esa cortina de humo? Porque, mientras, no se habla de la brecha salarial entre hombres y mujeres, o de esa pornografía digital que sigue siendo escuela de futuros violadores. ¿Es feminismo acaso ese odio, esa coacción, esa neocensura, esa inquisición fundamentalista? Eso solo produce descrédito al movimiento. Pero la doble jugada resulta perfecta para algunos: descrédito del feminismo y descrédito de los grandes iconos de la cultura. Sale ganando el pensamiento ultraconservador, que hace tanto tiempo mueve hilos digitales tras ese enigmático personaje llamado Algoritmo. Y ya cansa tanto hurgar en chismorreos antiguos. En cuanto a Neruda, escribió Roberto Bolaño: “Cuando nuestros nombres ya nada signifiquen, su nombre seguirá brillando” en la casa común de la literatura.

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Selena Millares es escritora, sus últimos libros son Lámpara de madrugada. y Matrioska. También es autora de las novelas El faro y la noche y La isla del fin del mundo.

Cuando nombramos a Dante, Caravaggio o Camille Claudel, hablamos de clásicos que ya son de todos. Porque el arte y la poesía nos construyen, se convierten en código, idioma, fundación, más allá de las biografías —tan controvertidas en todos esos casos—. Cuando se trata de poetas o artistas más cercanos en el tiempo, como Celan, Leonora Carrington, Lorca o Miguel Hernández, nos apelan además sus vidas, tan próximas y sobrecogedoras.

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