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Aquella noche en Cielo Drive

Manson, en una imagen de Lee Montfort tomada a finales de los sesenta.

Poco después de la medianoche del 9 de agosto de 1969 se escuchó un grito aterrador colina abajo en Cielo Drive: “¡Por Dios, no, por favor! ¡No, no, no, por Dios!”. Provenía del número 10050, un chalet de planta baja, revestido de madera roja y grandes ventanales. Tres “robots despiadados y sanguinarios”, como después les calificaría el fiscal del caso, habían sido enviados desde las llamas del infierno del rancho Spahn para asesinar a los moradores de la mansión, entre los que se encontraba la actriz Sharon Tate, embarazada de ocho meses, entonces mujer del director de cine Roman Polanski. Cumplieron su tarea de manera eficiente, bárbara, despiadada, terriblemente sádica… y lo repitieron horas después en la casa del matrimonio formado por Leno y Rosemary LaBianca, no muy lejos de allí, en el barrio de Los Feliz. Leno tenía multitud de heridas realizadas por un tenedor de trinchar y habían grabado la palabra war (guerra) en su vientre; Rosemary recibió 41 puñaladas, muchas de ellas cuando ya estaba muerta.

Hay otra escena que resume el horror de aquella invocación al caos. Días después de los crímenes, una de las asesinas, Susan Atkins, encerrada en prisión por otro motivo, relataba a su compañera de celda que “le sujetó los brazos a Sharon detrás, y que Sharon la miró y lloró y suplicó: ‘Por favor, no me mates. Por favor, no me mates. No quiero morir. Quiero vivir. Quiero tener a mi hijo”; a lo que Susan respondió: “Mira, puta, no me importas. No me importa si vas a tener un hijo. Más vale que te prepares. Vas a morir, y me da lo mismo”. Acto seguido la apuñaló, barajaron la posibilidad de extraer al bebé y de sacarles los ojos a las víctimas para aplastarlos contra la pared. Al final, Susan se conformó con un lametón a la sangre aún caliente que embadurnaba su mano. Cuesta entender, después de leer tan escalofriante y despreocupada confesión, el misticismo y la pátina de glamur que ha acompañado a estos brutales crímenes durante medio siglo.

Todo esto lo contó el fiscal Vincent Bugliosi en su monumental ensayo (y obra de true crime más vendida de la historia) Helter Skelter. La verdadera historia de los crímenes de la Familia Manson, escrito en 1974 con Curt Gentry y recién reeditado en español por el sello Contra. En casi 800 páginas, Bugliosi repasa exhaustivamente los antecedentes del caso Tate-LaBianca y el modus operandi de los asesinos, pero también el relato que le tocó componer a la Fiscalía de una masacre donde nada, absolutamente nada, parecía tener sentido. En los asesinatos del matrimonio LaBianca, la actriz Sharon Tate y el resto de inquilinos del 10050 de Cielo Drive -Abigail Folger, una rica heredera; Voytek Frykowski, su pareja y amigo de Polanski; Jay Sebring, peluquero estrella y exnovio de Tate; y Steve Parent, amigo del cuidador de la finca- hubo dos elementos que dificultaron enormemente la labor de Bugliosi. El primero, ciertos errores cometidos por la policía en el lugar del crimen y en las investigaciones posteriores (tardaron meses en vincular los casos Tate y LaBianca). El segundo, el azar.

La casualidad

Hay libros de Paul Auster que no alcanzan la maraña de casualidades que desembocaron en una de las historias más trágicas de Hollywood. Fue fortuito que un tipo de poco más de metro y medio llamado Charles Manson apareciese en San Francisco, epicentro del movimiento hippie, tras pasar varios años en la cárcel. En ese naif, lisérgico y floreado verano del amor, Manson desplegó su batiburrillo ideológico: mensajes bíblicos, préstamos del nazismo y la cienciología, budismo, esoterismo, racismo y, sobre todo, beatlemanía. Un discurso trabajado con el mejor manual para caer bien si tienes, como en su caso, ciertas tendencias criminales: Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, el bestsellerbestseller escrito por Dale Carnegie.

Resultó casualidad también que en 1968 Patricia Krenwinkel y Ella Jo Bailey, dos chicas de la Familia Manson, fueran recogidas por Dennis Wilson, miembro de los Beach Boys, una noche que hacían autoestop. El batería introdujo a la Familia y a Manson –un personaje tremendamente egocéntrico y melómano, que creía estar destinado a convertirse en una estrella de la música- en el ambiente artístico y underground más exclusivo de California, y le presentó también al productor Terry Melcher. Tras ciertos desencuentros con los Beach Boys, Manson centró en Melcher todas sus oportunidades de éxito; pero este ni lo vio claro ni se encontraba en el mejor momento económico para apostar por aquel extraño gurú. Melcher, por cierto, vivía en aquel momento en el fatídico 10050 de Cielo Drive.

El Helter Skelter

“Sharon Tate llevaba 10 años buscando el estrellato. Lo alcanzó en solo tres días”, escriben Bugliosi y Gentry. El impacto de los asesinatos fue descomunal: la prensa husmeaba en cada detalle, se generó una paranoica obsesión por la seguridad, las películas de Tate volvieron a la cartelera, aparecieron videntes que pretendían resolver el entuerto. La policía temía que la multitud de información, tanto real como falsa, que circulaba en la prensa provocara que se presentaran en comisaria falsos culpables en busca de un minuto de dudosa gloria. Incluso Truman Capote protagonizó un cameo en un programa de televisión para asegurar que “sin ningún atisbo de duda cometió los asesinatos una persona que actuó sola”. En fin, había cierto morbo en enterarse de los detalles más escabrosos desde la comodidad del sofá de casa, en descubrir la deriva más sangrienta de la Era de Acuario.

Dice Bugliosi que el caso de Manson -que nunca llegó a tocar un arma, pues en los asesinatos participaron Susan Atkins, Patricia Krenwinkel, Leslie van Houten y Tex Watson- reside en que se trate, “casi con total seguridad, del caso de asesinato múltiple más estrambótico de los anales del crimen”. Encontrar el móvil de aquel sangriento acto fue un quebradero de cabeza para los investigadores. Y lo que a posteriori podría parecía un intento de venganza contra Melcher, tenía también una interpretación mística y demencial, cocinada en la mente de Manson. El expresidiario había convencido a aquellos seres vaporosos de una profecía basada en el Álbum Blanco de The Beatles que hablaba de una rebelión de los negros contra los blancos de la que los primeros saldrían victoriosos. Sin embargo, los negros no podrían conservar el poder, debido a su inferioridad, y ahí llegaría el momento de aquel mesías teóricamente libérrimo: Charlie Manson. Los crímenes de Cielo Drive servirían, a su juicio, para precipitar los acontecimientos del Helter Skelter.

Un establo de putas

La vida de la familia más disfuncional de todos los tiempos en el rancho Spahn no era, ni mucho menos, un remanso de paz y amor. Para empezar, acostarse con Manson era el peaje iniciático para todas las chicas (jovencísimas) que entraron al grupo. “El rancho estaba estructurado y administrado como un establo de putas, aunque ninguna de nosotras nos dimos cuenta de eso entonces”, diría tiempo después Leslie van Houten. El acceso ilimitado a sexo, orgías y drogas era uno de los grandes atractivos para quienes se acercaban al rancho y una moneda de cambio del gurú. “Manson vio en los hippies un perfecto rebaño de panolis sugestionables a los que pastorear, esquilar y finalmente sacrificar”, asegura el escritor Kiko Amat en el prólogo de Helter Skelter. Amat, que ha leído en cinco ocasiones el análisis de Bugliosi y Gentry, considera que de todo aquel zafarrancho también tiene culpa una época, los sesenta, en los que se difundió “una filosofía tontuna, anti-no-sé-muy-bien-qué, oriental de postal, infantiloide y pueril”. Río revuelto y pasado por LSD en el que Manson pescó cacho con una facilidad fascinante.

“Hablamos de un expresidiario de 35 años, hijo bastardo de un padre desconocido, rechazado por su madre alcohólica, bajito y ultraviolento, criminal casi innato, astuto y escurridizo y, a la vez, cobarde. (…) La mentalidad de Charlie era tan reaccionaria, racista y paranoica como la de un SS o un Soprano cualquiera”, le define Amat. El personaje cuya máxima era “pensar es apestar” creó un clima de aislamiento en el rancho Spahn que facilitó el viaje hacia su profecía distópico-racial: no había relojes, maltrataba a las chicas, favorecía las relaciones de afecto/rechazo, cambiaba los nombres de sus acólitos… Es decir, una fábrica de alienación en la que sobraba el hambre, la suciedad y la miseria, como recreó la escritora Emma Cline en Las chicas, novela en la que se acerca a la Familia a través de sus integrantes femeninas. El propio Manson lo sintetizaba así de claro en el juicio: “Puedes convencer a cualquiera de cualquier cosa si insistes todo el tiempo. Puede que no te crean al 100%, pero sacaran ideas de ello, especialmente si no tienen otra información para elaborarlas”.

Simpáticos los nazis

Esta comunión reaccionaria y criminal se ha convertido en una fuente de fascinación desde aquella madrugada de agosto de 1969. Manson fue uno de los presos más populares de Estados Unidos hasta su muerte en 2017. Recibía decenas de cartas, muchas de jóvenes mostrando su voluntad de unirse a la Familia. En un principio, hubo intentos de situarle como un luchador contra el sistema; más tarde, empezaron a alabarle los neonazis. “Que la contracultura decidiese ungir rey a un enano machista y maloliente, violador y timador y admirador de Adolf Hitler, dice mucho del nivel de volubilidad e inconsistencia de su ethos”, sentencia Amat.

Guns N’Roses grabó uno de los temas escritos por Manson, Look at your game, girl; el cantante Brian Warner se reinventó en Marilyn Manson; y la banda de rock británica Kasabian tomó su nombre de Linda Kasabian, una de las integrantes de la Familia. El único que ha mostrado arrepentimiento por rendir culto a Charlie ha sido Trent Reznor, que llegó a alquilar la casa de Cielo Drive en la que se cometieron los asesinatos. Allí vivió un tiempo a principios de los noventa y montó un estudio para su banda, Nine Inch Nails, con el nombre, supuestamente, de Pig (cerdo). Esa había sido la palabra escrita con la sangre de Tate en la puerta de entrada de la casa. De hecho, el vídeoclip de Gave Up fue rodado allí.

Asimismo, se han realizado numerosos documentales, novelas, ensayos y películas de ficción, más o menos mitificadores, más o menos frívolos. El último en abordar el tema de manera tangencial ha sido Quentin Tarantino en Érase una vez en Hollywood. Tampoco Las chicas (Anagrama), de Cline, que se cuenta entre los más recientes terremotos culturales sobre el fenómeno Manson, cae en la visión glamurizada de la secta. Aunque la obra funciona mejor como una buena novela acerca del complejo paso de la juventud a la edad adulta, Cline recrea ese cúmulo de casualidades por el que muchas de las chicas acabaron en el rancho (problemas familiares, inseguridades) y la influencia macabra que Charlie ejercía sobre ellas.

‘Las chicas’, de Emma Cline

‘Las chicas’, de Emma Cline

Es célebre la imagen de Susan Atkins, Patricia Krenwinkel y Leslie van Houten -melenudas, sonrientes y abstraídas en su mundo de paz interior- camino del juicio por el caso Tate-LaBianca, que comenzó a mediados de 1970. Todas ellas con una X en la frente, “una prueba muy gráfica de que cuando Manson se ponía delante, las chicas le seguían”, en palabras de Bugliosi. Las tres, además de Manson y Charles Tex Watson, fueron condenadas a cadena perpetua. Manson, por su parte, no abandonó la paranoia en prisión, el lugar que fue, a fin de cuentas, su hogar más duradero. En octubre de 1982 encontraron bolsas de marihuana, 30 metros de cuerda de nylon y un catálogo de venta por correo de globos aerostáticos de su propiedad. Su plan era “escapar volando por los aires”.

*Este artículo está publicado en el número especial de verano de tintaLibre. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí. aquí

 

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