tintaLibre

A mis soledades voy, de mis soledades vengo

Las connotaciones negativas que la vida en soledad tuvo siempre en la sociedad han pervivido hasta hace muy poco

Julio Llamazares

"… Que para vivir conmigo/ me bastan mis pensamientos". Así comienza el poema de Lope de Vega que todos hemos escuchado alguna vez y así quiero comenzar yo esta reflexión que sobre la soledad en el mundo actual me pide la revista tintaLibre y que enlazo con otra anterior que publiqué ya hace tiempo en otro periódico en la que hablaba de una soledad distinta: la soledad no buscada ni deseada, tan habitual también en nuestra sociedad de hoy.

Y es que cada vez hay más gente que vive sola, de la que la mayor parte es gente mayor. En los países desarrollados principalmente, la anomalía es ya una epidemia y un problema que preocupa a los Gobiernos, que ven cómo se disparan las psicopatías derivadas de esa situación, así como el gasto público dedicado a combatirlas.

Hay una idea perversa que identifica modernidad con desapego familiar alentada por un capitalismo feroz más que por un verdadero cambio de pensamiento de la sociedad. Las condiciones a las que el trabajo obliga a la gente, más que la conversión de la virtud de la compasión en una antigualla, han hecho que desde hace ya tiempo en los países desarrollados los ancianos hayan sido apartados del centro de la vida y desprovistos de la atención de sus familiares próximos. Abandonados en casas en las que se mueren solos (y no es una exageración: cada poco aparece en la prensa la noticia de un anciano que ha muerto solo en su domicilio sin que nadie se haya enterado de ello) o en residencias que son auténticos almacenes de viejos, esperan la muerte como los personajes de la obra de Samuel Beckett a Godot mirando la televisión y aguardando impacientes las horas de las comidas, lo único que les pauta el día y les distrae de su aburrimiento mortal. La visita de sus hijos los domingos, si es que se da, lejos de consolarlos de su soledad la acrecienta aún más por comparación.

En algunos países, como Reino Unido, la situación ha llegado ya a tal punto que el Gobierno ha creado un Ministerio de la Soledad. Nada que ver con el de la Felicidad de Bután que tanto comentario suscitó en el mundo entero. El Ministerio de la Soledad británico (en realidad una Secretaría de Estado) lo que pretende es afrontar un problema que cada vez se hace más grave y que sobre todo cada vez comporta más gasto público; un gasto que va in crescendo a la par que el número de personas que viven solas y que dependen de la atención del Estado. La bola de nieve es tan grande ya que las cifras de inversión en dependencia se disparan, lo que ha hecho saltar todas las alarmas entre los responsables del tema. O se le pone remedio o el gasto público en soledad acabará por ser el mayor de los presupuestos públicos.

En cualquier caso, lo que menos preocupa al Gobierno británico, parece, es el drama humano de fondo. Por encima de las cifras económicas, el problema de la soledad tiene una dimensión humana que debería importar más que aquellas, entre otras cosas porque a todos nos afecta o nos terminará afectando en mayor o en menor medida. La soledad, la gran pandemia de nuestro tiempo con permiso de la del covid, no es una idea romántica que hasta puede resultar atractiva en la voz de ciertos poetas, sino ese jardín vacío en el que nada crece ni va a crecer excepto la pena. De ahí que nada bueno se pueda decir de ella salvo que nos engañemos.

Pero hay otra soledad que poco o nada tiene que ver con la indeseada y que, por el contrario, produce beneficios en quien voluntariamente la vive. Me refiero a la soledad elegida, esa de la que hablaba Lope de Vega en términos elogiosos y que ha sido ponderada por otros muchos poetas a lo largo de la historia. Porque, contra lo que muchos creen, la soledad como forma de vida, elegida o adoptada a falta de otra opción mejor, no es privativa de nuestro tiempo, si bien sea en él cuando de forma más evidente y común se manifiesta. Las connotaciones negativas que la vida en soledad tuvo siempre en la sociedad (los solteros eran considerados personas de las que compadecerse, especialmente si eran mujeres) han pervivido hasta hace muy poco, pero también es verdad que el mito de la libertad plena planeaba como un deseo en muchas de las personas que censuraban la soledad en público. Vivir solo era algo imaginario que pocos podían permitirse más allá de quienes lo hacían por obligación.

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La poesía europea está llena de ese deseo que con el tiempo se materializa, sobre todo a partir del romanticismo. La huida del mundo y de las convenciones sociales pasó de ser una ensoñación a un objetivo y pronto en una forma de vida que ha llegado asentada a nuestros días, cuando ya nadie se sorprende de que personas elijan vivir solas pudiendo vivir con alguien, como antes sucedía. Y no solo entre los más jóvenes, que pueden cambiar de opinión con el tiempo, sino entre los ancianos mismos, que prefieren la soledad a la residencia, incluso a compartir sus últimos años con sus descendientes. El cambio de paso de la sociedad, así como su desarrollo, que permite atender a distancia a muchos de aquellos, ya sea por las instituciones públicas, ya sea por empresas privadas, han hecho que vivir solo sea hoy, no una excepción, sino algo común, y que ello no sea considerado una minusvalía, al revés. Muchos son los que envidian la libertad de quienes viven solos y los que cambiarían de estatus si pudieran. Al final, todo se reduce a un cambio social de vida, a una evolución natural de nuestras costumbres, que varían con la evolución del mundo. La vida urbana, predominante, pero también la vida rural han cambiado en el último medio siglo tanto que ya nada es como era, no solo en nuestras costumbres sino en la consideración que de la felicidad se tiene. Y en esa consideración la soledad ya no es sinónimo obligado de tristeza. Para muchos lo es de libertad y de satisfacción personal, algo inimaginable hace solo unas pocas décadas.

*Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) es novelista, guionista y poeta. Algunas de sus obras recientes son ‘Primavera extremeña’ o ‘Distintas formas de mirar el agua’.

*Este artículo está publicado en el número de noviembre de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquíaquí

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