TintaLibre | Especial 8 de marzo

Territorio Jane Austen

Por debajo de los vestidos de muselina, Jane Austen narra la realidad de un entorno mezquino.

Espido Freire

Con Jane Austen se da un fenómeno extraño en cualquier autor, y más aún en los clásicos: desde la primera página el lector entra en la novela sin obstáculo ninguno, como si una puerta se abriera a un salón; y desea quedarse allí. Es más, sigue en cualquiera de sus seis grandes novelas. Tras haberlas agotado, va a la obra menor, y cuando también esa la ha leído, continúa buscando lo mismo que ha sentido con la Austen en imitaciones de menor calidad.

¿Qué magia logra Austen para que millones de mujeres la consideren su autora de cabecera y cada cinco años el cine reinterprete alguna de sus obras? ¿Es la época, o el romance, lo que crea ese vínculo?

Por supuesto, hay un número de lectores inmunes a ese efecto: desde Charlotte Brontë, que la definió como una autora muerta por dentro, quien busque la épica en la novela, los gestos grandilocuentes y la acción trepidante huirá de la campiña austeana. El lector impaciente olfateará la tensión amorosa, despreciará los procesos que tan bien describe y se quedará, como mucho, con la más luminosa de sus novelas, Orgullo y prejuicio.Orgullo y prejuicio Algunos varones ni siquiera se acercarán a la obra de una autora de la Regencia, y como mucho accederán a ver alguna adaptación audiovisual que reforzará, con su abrumadora estética, sus prejuicios.

Por el contrario, la mayoría intuye algo esencial: que esta no es una autora que hable de lo obvio, sino de lo común, de aquello que nos une y nos sigue uniendo al cabo de dos siglos. Resulta curioso que lo que más ha envejecido y cambiado en este tiempo es, precisamente, lo relacionado con el amor, la pareja y la sexualidad. Lo que perdura, lo que convierte a Jane Austen en una autora radicalmente moderna es su estudio de los defectos humanos, que, eso sí, se mantienen casi sin cambios. La avaricia, la hipocresía, la necesidad de adaptarse a las apariencias. El cotilleo, la maledicencia, todo ese runrún que Jane sitúa en el sur de Inglaterra, pero que encontramos en cualquier pueblo pequeño, en cualquier ciudad de provincias, en el barrio y en las familias de la gran sociedad.

Jane nos introduce en un territorio que ya conocemos porque, por debajo de los vestidos de muselina y de las tazas de té, narra la realidad de un entorno mezquino, de una familia de la que a veces nos avergonzamos o a la que sentimos que no pertenecemos del todo, la lealtad inquebrantable de las hermanas o los errores que cometemos ante alguien que nos gusta. Y lo hace a través de mujeres de nombres ordinarios que, salvo Emma, que parece tenerlo todo menos la capacidad de juzgar bien a la gente, no son ni demasiado guapas, ni demasiado feas, ni dechados de virtudes ni seres oscuros. Conocen la importancia del dinero: en ocasiones tienen acceso a la vida de los que son más ricos que ellas, pero saben que eso es transitorio. Son mujeres inteligentes (aunque no tanto como la narradora, que se sitúa a nuestro lado y nos susurra al oído aquello que debemos saber) rodeadas de idiotas, y que a veces se confían y se comportan también de manera estúpida.

Salones imaginarios

Cuando hablamos de su mundo propio, en realidad hablamos de un territorio creado por conductas, actitudes y hechos más que por descripciones o espacios. Bath, o el Chawton en el que ella vivió permanecen prácticamente intactos: merecen e invitan a una visita y transmiten la impresión de trasladarnos en el tiempo a ese mundo. Pero lo cierto es que los salones de baile, los picnics campestres o los paseos por las colinas dan más o menos igual. Esos escenarios se convierten en espacios tan simbólicos como el bosque o el castillo en los cuentos de hadas, y por eso toleran tan bien las adaptaciones contemporáneas.

Lo interesante es que, a diferencia de las narraciones en las que se incita a la protagonista a actuar, a vivir y a saltarse las normas, Jane nos muestra, serenamente, las consecuencias que tiene comportarse como otros desearían: la fuga de una adolescente conlleva la ruina de su familia. Un comportamiento imprudente hace que Marianne casi enloquezca. Los malos consejos y la indecisión de Anne han arruinado su vida y la de Wentworth. Los protagonistas sufren por haber hablado de más y por haber antepuesto las apariencias a la sinceridad.

Las heroínas de Jane Austen no son mujeres extraordinarias, pero se convierten, durante el transcurso de la novela, en únicas. Todas ella deben atravesar un aprendizaje en el que cualquier lector se ve reflejado, a veces con enorme dolor: no hay juicio, solo una causa-efecto. Y, si bien son premiadas con la recompensa clásica del matrimonio, dejan la muy reconfortante impresión de que, de no obtenerla, se las arreglarían para ser felices, como de hecho han logrado la mayoría de ellas hasta ese momento.

Es más, la alegría que le depara al lector su matrimonio no resulta del todo tranquilizadora. En Sentido y sensibilidad hemos sufrido tanto y tan calladamente con Elinor que pasamos por alto el modesto futuro que le espera con Ferrars y, aun peor, con su suegra: sabemos que serán felices. Con Marianne, en cambio, confiamos en que con el tiempo será capaz de apreciar la perla que se lleva con el Coronel Brandon, por más que en esos momentos lo viva como un premio menor. Y respecto a Elizabeth Bennet, el final de la novela nos deja claro que hará falta mucho amor y muchos pactos para que ese matrimonio se entienda.

Comuneras

Comuneras

Ni siquiera esperen que se describa la boda con mucho detalle. La puerta que Jane abre a esos salones imaginarios resulta tan magnética porque, en realidad, se abre al salón de nuestros padres o tíos, a la discoteca o la universidad, a las oportunidades perdidas y a lo que perdimos por bocazas. El auténtico territorio de Jane Austen es nuestra vida, nuestros errores, pero mucho mejor narrados. Y por eso no podemos dejar de leerla.

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Espido Freire (Bilbao,1974), autora de novelas como ‘Melocotones helados’ (Premio Planeta 1999), ‘Irlanda’ o ‘Llamadme Alejandra’, acaba de publicar en Ariel ‘Tras los pasos de Jane Austen’.

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