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El tiempo de Proust

Valentine Louis George Eugène Marcel Proust posa para un retrato fotográfico en París hacia 1896.

Emilia Piñeiro

Marcel Proust no hubiera podido escribir un tuit; muchas de sus frases no caben en las siete pulgadas de una tablet y está muy lejos de ser tendencia, aunque haya en las redes algunas páginas a su nombre, con pocos seguidores, todo hay que decirlo. Su tiempo parece estar definitivamente perdido. Proust ¿ha muerto?

Sí. Marcel Proust murió hace un siglo, el 18 de noviembre de 1922. Hasta ese mismo día, escribió más de tres mil páginas, en torno a un millón y medio de palabras, para componer En busca del tiempo perdido, una obra monumental que un lector atento tardaría más en leer que en ver los 73 episodios de Juego de Tronos.

En busca del tiempo perdido es el producto de la lenta maduración de un aficionado que nunca tuvo muchas ganas de hacer nada. Ni siquiera el autor supo definir qué tipo de obra estaba escribiendo. Ni libro de memorias, aunque el recuerdo sea el material que lo alimenta, ni autobiografía, aunque el narrador de todo el relato se llame Marcel. Tampoco es una novela convencional porque muchos de los elementos que definen el género –acción, evolución de la trama, intriga, diálogo–faltan en esta obra que sólo tiene emoción, ambiente y un asunto central poderosísimo: la memoria.

Proust descubrió que existe una memoria oculta, un tiempo perdido que no recordamos y que solo un detalle o un suceso imprevisto hacen evocar: la famosa magdalena mojada en té, los espinos blancos, dos campanarios que se alinean desencadenan una catarata de recuerdos que al despertarse sitúan al protagonista en el centro de sus edades con una nitidez pasmosa hasta para el propio escritor. Estos recuerdos son la esencia de En busca del tiempo perdido, donde Proust dibujó como nadie la profundidad y la fragilidad de los sentimientos humanos y el alcance de una sensibilidad con tantas fisuras que parece de piedra. Hizo arte con la debilidad propia y ajena sin permitirse jamás una palabra crítica sobre el asunto. Con este material tan frágil construyó lo que unos consideran una de las cumbres de la literatura universal y otros un auténtico tostón.

En busca del tiempo perdido es un caleidoscopio, un puzzle cuyas piezas forman el mosaico de la sociedad de la Belle Époque y que crea a cada personaje con diferentes aspectos de diferentes personas a las que Proust admiró, amó o ridiculizó. El resultado son siete volúmenes de los que los seis primeros funcionan como una enorme apertura a la que solo el último, El tiempo recobrado, da todo su sentido.

Una obra que está formada por imágenes muy poderosas pero sin acción.Tal vez por esto, En busca del tiempo perdido no tuvo fortuna en el cine. Lo intentó el escritor y guionista italiano Ennio Flaiano en los últimos años setenta. Flaiano se centró en cuatro de los cientos de personajes que se pasean por el libro, pero no llegó a ponerse de acuerdo con quien habría de dirigir el filme, Luchino Visconti, y la película nunca se realizó. Más tarde, Volker Schlöndorff, presentó Unamor de Swann (1984), que fue el primero de los intentos frustrados de trasladar al cine la complejidad conceptual del universo proustiano.

La Internacional Proustiana

De Proust suele decirse que es uno de esos autores que muchos dicen haber leído sin haber superado la página 40 o, en el mejor de los casos,sin haber llegado al segundo volumen. Sin embargo, existe una internacional proustiana cuyos miembros leen y estudian la obra de Proust, se pasean por la geografía de En busca del tiempo perdido con el libro en la mano, o se acercan a visitar la sofocante habitación final de Proust, forrada de corcho, en el Museo Carnavalet de París.

Un lector atento tardaría más en leer que en ver los 73 episodios de Juego de Tronos

No hay autor que tenga tan radicalmente separados a sus seguidores y sus detractores. Los primeros peregrinan, como si fuera un santo que pudiera hacer milagros con las páginas más bellas del mundo, hasta su sepultura en el cementerio parisino de Père Lachaise; los segundos lo consideran un pelma sólo comparable con los excluidos del salón de Madame Verdurin,uno de los personajes más conseguidos del sarcasmo proustiano.

Un pesado, un diletante, un dandi que vestía mal por su necesidad permanente de abrigo; un tipo que halagaba sin respiro a la alta sociedad y a la aristocracia para hacerse un lugar en sus salones; un asmático que arrastraba su falta de aliento por calles, campos y playas; un fóbico que podía llegar a pedir a los amigos que lo visitaban, con la mayor educación, eso sí, que dejaran en otra estancia el pañuelo de bolsillo porque no podía soportar su perfume sin que sus bronquios se desmoronaran. Un amante que tiranizaba a sus pretendidos con una formidable desmesura emocional. “Quería ser esclavo -dijo de él PietroCitati- y esta pasividad rendida y embriagada era su escondido arte de dominar”.

La realidad es que Proust no fue ni tan santo ni tan pelma. Quienes han estudiado su vida y su obra coinciden en que era un tipo desesperante,obsesivo, hipersensible, incapaz para la vida práctica y un mendigo del afecto. Un hombre incapacitado por una enfermedad que fue al mismo tiempo su tormento y su escondite. Para ganar la atención de sus admirados y el favor de sus amigos usó como nadie el arte de la adulación. En tiempos de Proust, no había en París nadie tan cordial y educado como él.

Proust fue solo un hombre que desvelaba sus sentimientos con una extensión sintáctica extenuante y una riqueza léxica capaz de atrapar para siempre a sus lectores o expulsarlos sin remedio con la morosidad de sus descripciones; un neurótico que consiguió que todo el mundo hiciera lo que a él le daba la gana. Durante los 51 años que alcanzó envida, Marcel nunca hizo nada de provecho. Su cuna acomodada y culta le procuró los medios con los que entretenerse sin dar un palo al agua.

Como hombre de su tiempo, fue un cronista genial de la Belle Époque y un crítico feroz cuando el glamour desembocó en el fango de la Gran Guerra y asomó la cara B de los salones y las fiestas, como si la guerra hubiera embarullado a la burguesía con una aristocracia nostálgica del Imperio que llevaba ya décadas decayendo en veladas fastuosas; que confundía a los pequeños burgueses en ascenso con artistas pobres cuyo descubrimiento se disputaban; que mezclaba a un conde de pedigrí impecable con su chalequero.

Proust buscaba a sus amigas en los salones y a sus novios entre los subalternos que sostenían como arbotantes la dignidad quebradiza del gran mundo. Con unas y otros compuso un relato a veces feroz y siempre preciso que todavía hoy despierta controversias, fascina a sus relectores y expulsa a los que se duermen intentando entender qué diablos están leyendo. En realidad, Marcel Proust no hizo más que estudiar a sus contemporáneos como si fuera un en tomó logo. Primero capturaba a los objetos de su investigación, los mimaba, los observaba y los analizaba con frases tan largas como los hilos de una telaraña.

Sigue viva la discusión sobre si En busca del tiempo perdido es todavía una lectura fundacional o si empieza a dormir el sueño de los clásicos. ¿Es posible leer hoy, con la velocidad que caracteriza al siglo, este relato reflexivo y sensual? Si alguien duda y quiere hacer la prueba,esta es la forma: abandone todo prejuicio, comience la lectura por la primera página, aquella en la que el niño Marcel empieza a gimotear porque maman no va a darle el beso de buenas noches. Si al llegar a la página 30 se encuentra usted atrapado en la habitación de Marcel, apunto de servirse un trago de Vichy Célestins con la misma angustia que el protagonista o, tal vez, un cierto desprecio por la criatura, que ya no tiene edad para tanto capricho, olvídese: está enganchado para siempre. Si por el contrario usted se ha dormido mientras el autor exacerba su insomnio, no hay nada que hacer, porque en las más de tres mil páginas que le quedan por leer en realidad no ocurre casi nada.

Proust buscaba a sus amigas en los salones y a sus novios entre los subalternos que sostenían como arbotantes la dignidad quebradiza del gran mundo

Con el estallido de la Gran Guerra, en 1914, Proust abandona los salones y la vida mundana y se confina en su casa. Ha comprendido que ese libro en el que lleva toda la vida trabajando está maduro y ya no queda sino escribirlo. Así se convierte el escritor en el personaje que duerme de día y escribe de noche. La mejor biógrafa de la etapa final de Proust,Celeste Albaret, la mujer que con paciencia infinita le servía el café,le llevaba las cartas y se acercaba al hotel Ritz a altas horas en busca de cerveza helada, nos cuenta cómo Proust vivió y murió por su obra durante ocho años. Escribía con fiebre, se alimentaba de café y solo salía para ver a algunos amigos y buscar material para su obra. El resto del tiempo permanecía tumbado en su cama, con dos jerséis y tres edredones encima, tratando de sortear las acometidas del asma con sahumerios que acabaron por acelerar su muerte, llenando sus famosos cuadernos de palabras y correcciones hasta hacerlos ilegibles para casi todo el mundo. Un día puso la palabra Fin y se entregó.

Sí, Proust murió hace un siglo y, sin embargo…

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