¡La banca siempre gana! Helena Resano
Si el deber del periodismo es jerarquizar los acontecimientos, quizá lo más difícil sea hilvanar la obscenidad grasienta de lo cotidiano y la grandeza dramática de lo extraordinario.
Los periodistas, plebeyos incrustados en lo elevado, tenemos que dirimir cada día entre lo importante y lo que tiene importancia. No hace mucho, en esta misma tribuna reivindicábamos la dignidad del periodista que narra programas de festejos frente a la prosopopeya engolada del corresponsal de conflictos internacionales. Pero a veces, excepcionalmente, concurren en la misma plaza y acaso en las mismas personas ambas cosas, la pegajosidad de lo mundano y el brillo rutilante de lo elevado. Ese es el momento español, el único país occidental que le tose a Donald Trump, sumido en la chacinería de la corrupción más chabacana y rijosa.
El PSOE, en el puente de mando del país, vive un momento Tiberio. Tiberio Julio Cesar Augusto fue el segundo emperador romano y fue un modelo de gobierno eficaz. Durante buena parte de su mandato, mantuvo la estabilidad del Imperio, controló las fronteras, contuvo el gasto público y reforzó la burocracia, es decir, se consagró al funcionamiento virtuoso del Estado. Fue un administrador frío y metódico, alejado además de la grandilocuencia autoimportante de Augusto. Y a los efectos, fue funcional y pragmático. En resumen, fue bueno para Roma. Y, sin embargo, la imagen transmitida por las fuentes históricas es la de un ser degenerado, oscuro y paranoico, un viejo pervertido que se retiró a Capri y convirtió la isla en un burdel imperial, como precedente obvio de Silvio Berlusconi y de todos aquellos que, a lo largo de la historia, han postulado que el poder va cosido a un placer violento, basado no en el consentimiento sino en el sometimiento. Suetonio describe a Tiberio con delectación escabrosa, atribuyéndole orgías con niños, baños de adolescentes y una misantropía próxima a lo patológico.
Ese sujeto político es hoy el partido socialista, atrapado en un momento paradójico en el que, por un lado, vive acorralado por escándalos de corrupción, la mayoría inventados por una judicatura entregada a la fan fiction judicial, pero otros, veraces, terribles y venales. Y por otro lado, en un momento en que la socialdemocracia está desarbolada en todo Occidente, ejerce un liderazgo político y moral, en lo simbólico y en lo práctico, para toda Europa y para América Latina frente al auge de la ultraderecha y el desmantelamiento de los consensos democráticos; es un paladín frente a la voladura controlada de la civilización. Esa colisión entre lo ramplón –la corrupción de baja estofa, el clientelismo, los contratos hinchados, los desahogos prostibularios– y lo sublime –la defensa del Estado de derecho, el europeísmo militante, el feminismo institucional, el compromiso con el débil frente al violento y la apuesta por el combate contra el cambio climático, es decir, la defensa de todo lo que es bueno y decente– pocas veces ha sido tan patente en un sujeto único. El socialismo español se debate hoy entre ser la última línea de defensa de todo lo construido desde la Ilustración y una gestoría turbia de contratos públicos.
El socialismo español se debate hoy entre ser la última línea de defensa de todo lo construido desde la Ilustración y una gestoría turbia de contratos públicos
Esta conjunción de lo ramplón y lo sublime en los mismos despachos, en titulares contiguos, coloca al periodismo ante la disyuntiva de la portada: qué es más relevante, la chabacanería infame y reiterada de la mano larga y la libido ardiente o la osadía de alzarse como capitán de la civilización frente a un tirano infinitamente más poderoso y ante el que todos doblan la cerviz. La respuesta no es sencilla porque la pregunta es equivocada. El presidente Jed Bartlett, de El ala oeste de la Casa Blanca –mi presidente, que en muchos sentidos es tan verídico como cualquiera de los que aparecen en las listas históricas porque ha influido en la política real más que muchos de ellos–, ya contestó por nosotros, hay que cambiar las preguntas. “Creo que deberíamos escuchar al tipo que no tiene muchas respuestas pero tiene las preguntas correctas. El tipo que está tan asustado como nosotros, pero se queda”.
Sabemos que el periodismo ha de ser imparcial, pero eso no basta. No cabe la ecuanimidad entre lo infame y lo eximio. La imparcialidad a menudo se convierte en una coartada para el desentendimiento cínico, esa pereza de la inteligencia de los que creen haberlo visto porque no han entendido nada. Lo que de verdad necesita el periodismo es ser complejo. No complicado. Complejo como lo es el mundo, como lo somos las personas, como lo son las instituciones que se debaten entre la luz y la sombra. Este oficio ha de regirse por una ética de la complejidad, que se niegue a simplificar el mundo, que se resista a convertir a los corruptos en monstruos y a los virtuosos en santos porque lo cierto es que todos, también los monstruos y los santos, somos decepcionantes. Deberíamos poder narrar lo incómodo sin miedo, hacer visible la contradicción evidente que subyace a la certeza de que, con frecuencia, los mismos que sostienen el edificio son los que han emponzoñado sus cimientos.
Denunciar periodísticamente la corrupción del socialismo español hoy —su ponzoña, su clientelismo y su resignación burocrática al mal menor, al “así se ha hecho siempre”— es perentorio y será utilizado por quienes no quieren regenerar la democracia, sino abolirla. El deber del periodismo no es elegir entre lo sublime y lo ramplón sino narrar ambos. Es decir: aquí está el partido que lidera en Europa la lucha contra la ultraderecha, y aquí está el mismo partido dejando que las redes clientelares lo devoren desde dentro. Aquí está el gobernante que planta cara a Trump, y aquí está el mismo gobernante tolerando miserias que niega en voz alta.
Un plumilla no es juez ni publicista, no debe absolver ni condenar, sino mirar, escuchar y contar, aunque lo que vea no encaje en un relato moral simple ni guste. Porque si el periodismo renuncia a habitar la contradicción, entonces alguien más la ocupará. Y probablemente lo hará mintiendo. No está en juego la reputación de un partido, ni la limpieza de una administración, ni siquiera la narrativa pública de un país. Lo que nos jugamos es la viabilidad de contar el mundo como es, no como quisiéramos que fuera, sin que un Donald Trump nos meta en la boca un puñado de algodones y nos selle los labios con cinta americana. Lo que está en juego, Tiberio, es salvar Roma.
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