Cuando queríamos ser indios Aroa Moreno Durán
Sentemos las bases de lo que sabemos que es cierto: el mundo es contingente, caótico y desordenado, y obedece, distraídamente y cuando le apetece, a dinámicas de fondo que no siempre son fáciles de ver y que, en último término, ahorman la realidad. Frente a los talibanes del atestado, el trabajo de este oficio de impostores, como si fueran capitanes de un navío, es leer bien las corrientes y navegar en ellas. De ahí que el periodismo comparta con la ficción la necesidad de fabricar sentido. Cuando Javier Cercas publicó Anatomía de un instante (Mondadori, 2009), el libro fue un éxito de ventas y recibió un aplauso crítico en el que solo el Savonarola del periodismo, Arcadi Espada, obstó la determinación de Cercas de articular vectores, armonía y simetrías en el papel de los tres traidores, Adolfo Suárez, Santiago Carrillo y Manuel Gutiérrez Mellado (las únicas tres figuras que permanecieron erguidas en el Congreso el 23-F), frente a Alfonso Armada, Antonio Tejero y Jaime Milans del Bosch, los instigadores de la entrada de los uniformes en el Congreso, antagonistas de los que Cercas bautizó como “héroes de la retirada”. La recién estrenada serie de Alberto Rodríguez y Rafael Cobos, adaptación del libro de Cercas, es una buena coartada para volver a ese debate sobre el desorden de los hechos y el orden de su relato que tanto concierne a lo que cada día hacemos los periodistas. Anticipemos la conclusión: la forma narrativa no es patrimonio de la invención, es patrimonio del sentido.
Por eso, de todos los actores que impulsaron en España una transición a la democracia hace medio siglo, el más importante es el menos mencionado: la época. Lo que es tanto como decir que la Revolución de los Claveles, la CIA, la Guerra Fría, la Unión Europea (a la sazón, Comunidad Económica Europea), la modernización de hábitos de la sociedad española y el sentido común contemporáneo empujaban a España a convertirse en una democracia liberal, porque cualquier otra cosa era un problema para todos y suponía consentir un pintoresquismo trasnochado en el frente más occidental del poniente europeo.
Del mismo modo que un par de décadas atrás la dictadura nacionalcatólica y anticomunista era un incordio conveniente, en la década de los setenta el reaccionarismo tradicionalista español se había convertido en un anacronismo cuya condición de incordio antiliberal empezaba a pesar mucho más que su conveniencia anticomunista. Las épocas hablan y mandan, y los actores individuales son importantes para interpretar y modular el sentido del tiempo, ralentizándolo o acelerándolo, pero rara vez triunfan contradiciéndolo. No se trata de restar méritos a los protagonistas de la Transición, pero el mayor de sus avíos fue leer correctamente los aromas del tiempo. Y es lógico pensar que si hubieran sido otros los actores, completamente distintos en formación, propósitos y atributos, seguramente el resultado habría sido el mismo o muy parecido. De hecho, salvo la legalización del Partido Comunista de España —que podía haber sido o no, aunque el papel protagonista de los comunistas en la clandestinidad antifranquista, cuando el PSOE llevaba décadas apagado o fuera de cobertura, daba poco margen a quienes pretendían orillarlo—, en la Transición ocurrieron muy pocas cosas que no fueran las que estaban obligadas a ocurrir.
Dicho de otro modo, los actores de la Transición española hicieron bien lo principal: acomodarlo todo para que lo inevitable ocurriera. Es mérito, sí, pero es un mérito táctico, no fundacional. Miraron el reloj. Después de todo, la España del tardofranquismo estaba ejecutando un “sistema operativo” incompatible con la versión del mundo de 1975. Ese software había sido funcional años atrás con su anticomunismo feroz, su catolicismo de Estado, las relaciones bilaterales con EEUU como llave de salvación y con un país desconectado del ritmo cultural europeo. Pero en 1975 la actualización mundial se había hecho. España estaba fuera de sincronía y las épocas castigan la disonancia. La España nacionalcatólica había dejado de ser una pieza geopolítica para convertirse una anomalía estética y moral.
Y las épocas tienen estética. Ese movimiento de placas tectónicas históricas seguramente explica mejor la Transición que cualquier gesto o treta del rey, de Suárez, de Carrillo o de los ponentes constitucionales. Las épocas no imponen un destino cerrado pero marcan límites de lo posible, y los individuos —los héroes, los líderes, los estrategas— no deciden tanto qué va a pasar, sino cómo va a pasar lo que ya no puede dejar de ocurrir.
El mundo no tiene argumento, pero tiene época, un mosaico de fuerzas que empujan en direcciones contradictorias y de vez en cuando se alinean lo suficiente como para dar la impresión de un destino. El orden no es natural, es una lectura del caos, pero hay algo que se impone sin necesidad de plan: la época. No en el sentido de un Zeitgeist con agenda, sino en el sentido más físico, como corrientes marinas que arrastran a los barcos al margen de la voluntad del timonel. La época no dicta, pero corrige. Y todos los actores —los que pasan a la historia y los que no tienen ni una nota a pie de página— operan dentro de sus estrictos límites.
El mundo no tiene argumento, pero tiene época, un mosaico de fuerzas que empujan en direcciones contradictorias y de vez en cuando se alinean lo suficiente como para dar la impresión de un destino
A lo inevitable hay que darle un estilo. Lo fundamental estaba dictado por la época, pero podía haber ocurrido de mil maneras, podía haberse hecho con sangre —como en tantos otros lugares— o podía hacerse con la elegancia de quien entiende que la historia hincha las velas y solo hay que quitar los obstáculos sin mover demasiado el barco, armonizando lo inevitable con lo prudente. Lo que hace grande a un país no es la genialidad de sus líderes, sino su capacidad para no equivocarse leyendo la atmósfera del mundo, para no agarrarse al pasado cuando el reloj ya marca otra hora. Así que bien está el subrayado de Cercas sobre tres personajes que se jugaron literalmente la vida en el brete, como válidas serían otras muchas melodías sobre ese mismo pentagrama del tiempo.
Y tal vez ahí está la enseñanza más incómoda que la Transición deja cincelada en nuestra memoria colectiva: que la disonancia con la época siempre acaba estallando. En los años setenta esa disonancia tenía uniforme. Las fuerzas del orden, de las que salieron mil grupúsculos terroristas de extrema derecha, y los militares, quienes no supieron –o no quisieron– entender que el tiempo histórico había cambiado irrevocablemente, fueron el tormento de un general del prestigio moral de Manuel Gutiérrez Mellado, que no pudo convencerlos de someter el poder militar al civil, porque así lo reclamaba la época. El 23F fue exactamente eso: un último manotazo del pasado tratando de imponerse a un presente que ya había decidido. Un acto desesperado de quienes no habían leído el viento y creían que todavía era posible gobernar desde la penumbra autoritaria en un tiempo que ya pedía claridad, procedimiento y ley.
Porque esa misma disonancia —la de quienes creen que su legitimidad vuela por encima de la soberanía y sus arbitrios por encima de la voluntad democrática— es la que hoy exhibe el Tribunal Supremo, desnudado por la transparencia de la época. Las togas habitan una era extinguida, con su desempeño de fortín opaco, vertical, endógamo e inmune a la evidencia y al escrutinio público. Pero esta época transparente no cede rincones oscuros en los que guarecerse para conspirar. Y, aunque la determinación de los custodios de certezas polvorientas interrumpe y complica, nadie vence a su tiempo.
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