Los lobos y las armas del reino Pedro Vallín
El periodismo no consiste en dar la palabra a todos sino en ordenar el mundo según criterios de veracidad, relevancia y evidencia. Cuando eso desaparece, lo que queda es una almoneda de relatos. Y ahí es donde toman cuerpo y potencia los mitos milenarios sobre el lobo que hoy padecemos y leemos en prensa como si, en vez de tradición y folclore, fueran evidencias económicas o biológicas. Que los gobiernos democráticos se sometan al imperio de la ignorancia y el folclore analfabeto es pues la grieta por la que se legitima un orden premoderno, basado en la hombría y las armas. Poco importan la evidencia económica de que la mayor amenaza al ganadero sean los costes de los piensos, la competencia de sus productos en un mercado global, la ganadería intensiva, las enfermedades y hasta los perros asilvestrados abandonados por los cazadores, y la evidencia científica de que no hay sobrepoblación de lobos en nuestros montes, cuando lo que toca es devolver al varón su dominio y sus escopetas para refundar el reino. Y ante esto, el periodismo no debe equidistar.
Europa vive con la convicción íntima de que dentro del continente ya no hay afuera. Dentro de nuestras fronteras ya no cabe la jungla ni el territorio salvaje, no hay terra incognita, no hay amenaza ni vacíos en el mapa. Todo está medido, parcelado, explotado, perimetrado, bautizado y asegurado. Por eso siempre sorprende la relación que el cine hollywoodiense ha establecido con el horizonte y con el territorio de frontera. Estados Unidos no es un país, es un subcontinente y mayormente está despoblado. No hay apenas nada ni nadie lejos de las costas, como sabe cualquiera que haya recorrido la famosa Ruta 66 entre Chicago y Los Ángeles y en la que no hay ni gasolineras. La percepción por aquí es que un individuo abandonado al azar en Europa solo tiene que andar unas horas para terminar topándose con una vía de tren, un lindero, una autopista o un pueblo. Gust van Sant ya nos explicó cómo opera esa creencia en Estados Unidos, en la hipnótica Gerry (2002), historia de dos muchachos que pueden morir porque se pierden en el desierto y son incapaces de regresar a su coche.
El lobo demuestra que la separación entre lo productivo y lo salvaje es una ficción humana, no una ley biológica o territorial
El territorio europeo, bien al contrario, es un palimpsesto de usos agrícola, urbano, industrial, logístico, turístico o ambiental. Incluso lo natural está planificado como excepción y delimitado con una declaración de protección que, aunque ellos no lo sepan, les dice a los buitres, los osos, las cabras, las garzas y los lobos dónde acaba su imperio y su libertad. El parque natural no es un resto salvaje, sino una decisión administrativa de la que las especies han de hacerse cargo porque su maqueta es el terrario, la pecera y el zoo. En ese contexto, claro, el lobo es un escándalo ontológico porque existe sin permiso.
Las reservas y parques cumplen una función tranquilizadora: nos permiten decir “la naturaleza sigue ahí”, pero bajo condiciones muy precisas. La fauna salvaje se acepta siempre que esté localizada, sea visible de forma regulada y no altere la vida productiva. El parque natural es una estabulación elegante que sustituye la reja por la demarcación, que suplanta la jaula con el mapa. La naturaleza no desaparece, pero se convierte en un decorado ético. El lobo no entiende ese pacto y no respeta ese encuadre. Atraviesa parques y no parques, zonas protegidas y explotadas, mapas verdes y mapas económicos. No se acerca a nuestras casas y huertos porque huye del hombre y sus asuntos, pero no habita un espacio “natural”, sino un continuum que nuestra cultura insiste en fragmentar; el lobo demuestra que la separación entre lo productivo y lo salvaje es una ficción humana, no una ley biológica o territorial.
El lobo encarna la persistencia sin escenario. Otras especies sobreviven en Europa como reliquias escenográficas: el ciervo para la foto, el oso para el documental o el ave para el observatorio. El lobo, en cambio, sobrevive sin escena, no necesita ser visto y apenas lo es, no se deja consumir como experiencia y eso lo hace irreductible al régimen cultural del turismo ambiental. Y lo que no puede convertirse en experiencia ni en relato positivo se vuelve sospechoso. La modernidad europea ha hecho algo extraordinario: ha transformado el territorio en infraestructura continua. Incluso el campo es ya una extensión de la ciudad: produce, abastece, compensa y decora. Es la cabina de fumadores del aeropuerto para los que buscan silencio y olor a estiércol. El lobo introduce una grieta en esa ilusión porque muestra que el territorio no está cerrado, que todavía hay flujos vivos no gobernados, que el mapa no agota ni dirige el espacio. No se compadece de nuestros dibujos y por eso su mera existencia genera ansiedad, al ser la prueba de que el control es incompleto. Es un error del sistema porque, en un mundo completamente ordenado, todo lo que existe debe tener una función clara y el lobo no la tiene. No produce. No embellece. No enseña. No se ve. No pide, toma. Así que pasa a ser leído como error, como fallo de diseño. Y los errores, en la lógica técnica, se corrigen.
Es el resto salvaje que no cabe en la vitrina. Europa acepta la naturaleza como memoria, como patrimonio y como simulacro, pero lo que no acepta es la naturaleza como presente autónomo y ufano. El lobo no es nostalgia, es actualidad, no representa un pasado perdido, sino un presente incómodo en el que la vida todavía no ha sido completamente domesticada. Por eso molesta más que la jungla lejana, que solo cumple su función exótica de amenaza. El lobo está aquí y desmiente el relato del orden total. El conflicto con el lobo no es ecológico, ni rural, ni siquiera cultural en sentido estricto. Es un conflicto con la idea misma de Europa como espacio cerrado, estable, sin sobresaltos ontológicos. Es un conflicto político. El lobo es la prueba viviente de que el territorio no es solo un proyecto humano y de que, incluso en un continente exhausto de mapas, todavía hay vida que no acepta vivir en reserva.
El conflicto con el lobo no es ecológico, ni rural, ni siquiera cultural en sentido estricto. Es un conflicto con la idea misma de Europa como espacio cerrado, estable, sin sobresaltos ontológicos. Es un conflicto político
El lobo es el enemigo inaugural del hombre en esta región del mundo, de ahí que su impregnación en el folclore esté llena de atavismos y poseída por la potencia de leyendas sombrías. De algún modo, es el primer enemigo organizado, no es un depredador ocasional como el oso ni una amenaza exótica como el león, caza en grupo, es noctámbulo y es esquivo, compite por las mismas presas, entiende el territorio —su territorio— y aprende de cada caso. Eso lo convierte en algo más inquietante que una bestia, lo convierte en un rival. El miedo al lobo no es solo miedo a ser devorado, es miedo a perder el control del entorno, el temor a que haya otra inteligencia sofisticada operando en la misma escena.
Durante siglos, el lobo marcó el lindero entre lo habitado y lo salvaje, su acción furtiva, hinchada de fábula, acechaba en los espacios fronterizos, en los bosques, en la noche, en los caminos carreteros, en los collados de la montaña y en los pastos de altura, pero la tradición no lo consideraba una amenaza para el adulto armado y el acervo lo bautizó como el enemigo del rebaño y del niño, el depredador de lo vulnerable. El acervo lo convirtió en vil porque no se hacen batidas contra el bien. El lobo no mata a los héroes, cuenta la leyenda, sino que desordena el reino de los héroes. La tradición cristiana, con sus metáforas de pastores y corderos, terminó de condenarlo a la leyenda negra. El lobo es el falso pastor, el devorador de corderos, el simulador. No es peligroso por lo que hace sino por lo que es, emparentado al engaño, a la herejía, a la amenaza oculta, al mal que se disfraza, planifica, acecha y porfía. Una vez convertido en alegoría de la noche y del bosque, en enemigo del rebaño y del pastor, ya no cabe redención posible, el lobo es anticristiano. El lobo es un enemigo de Dios.
Pero no es un Otro absoluto, porque un lobo es poco más que un perro salvaje. No es una especie distinta, ni siquiera en sentido simbólico. Si el perro es el lobo que aceptó el pacto para proteger al rebaño y obedecer al pastor, eso convierte al lobo en una figura moral, un perro que no se sometió y que encarna la desobediencia originaria de la naturaleza al orden humano. Por eso su parentesco con el perro no lo redime, lo condena por ser el hermano que rechazó la civilización de la fuerza. Que nos rechazó a nosotros.
Las sociedades modernas toleran mal las indisciplinas ante el orden, las interpretan como fallos del sistema en un mundo en que la gestión es un dogma
Y hoy aún es una anomalía. Hoy el lobo no amenaza a las personas, no compite con nuestra supervivencia y no puede ser integrado como espectáculo. Es decir, ya no cumple ninguna función, salvo la simbólica, la de dar carta de naturaleza a las pesadillas del hombre blanco y sus armas. Y los símbolos sin función material tienden a volverse residuos ideológicos muy resistentes. El odio al lobo persiste en un imaginario legendario y anticientífico no porque haga daño, sino porque sigue ocupando el lugar mental del enemigo necesario. En última instancia, el atavismo del lobo habla menos del animal que de nosotros, pues encarna lo que no obedece, lo que no se deja gestionar, lo que no puede monetizarse ni exhibirse. En una época obsesionada con la gestión, la trazabilidad y el control, el lobo resulta intolerable, no por feroz, sino por soberano.
Es un resto indisciplinado de un mundo antiguo inserto en un mundo obediente y colmado que no tolera residuos y atribuye a cada especie una función productiva, a cada espacio un uso y a cada riesgo un protocolo y un seguro de responsabilidad. El lobo es un resto de otro orden que no encaja del todo en ningún esquema moderno porque no es fauna carismática —rara vez se deja ver y cuando lo hace, una vez fotografiado, no es mucho más que un perro grande—, no es recurso económico, no es amenaza real y no es espectáculo. Es literalmente lo que sobra y las sociedades modernas toleran mal las indisciplinas ante el orden, las interpretan como fallos del sistema en un mundo en que la gestión es un dogma. Nuestro tiempo ha sustituido la idea de dominio por la de gestión, que es “dominio con propósito y resultados”. No conquistamos la naturaleza, la administramos. Pero eso exige algo previo, que la naturaleza sea previsible. Y el lobo rompe esa promesa, aparece donde no estaba previsto, se mueve sin autorización y no atiende a incentivos. No es tanto un animal salvaje como un agente no gobernable. Aquí yace el nervio profundo de la controversia, el lobo no acepta el contrato social, no negocia, no pide compensaciones ni se integra en planes de desarrollo rural. Vive. Y eso es un escándalo simbólico, porque en el fondo nos recuerda que hubo un mundo anterior al nuestro y podría haber uno posterior. El lobo nos precede y pretende sobrevivirnos. Y seguro lo hará.
La nostalgia del mundo disciplinado por la fuerza no es más que el miedo a que la historia no haya terminado. Durante siglos, el bosque fue el afuera absoluto y hoy ya no lo es físicamente, pero sigue siéndolo mentalmente. El lobo mantiene viva esa frontera. No tememos que el lobo nos devore; tememos que no nos necesite, que exista un orden vivo que no pase por nosotros, que no nos consulte, que no nos legitime. Eso es humillante para una especie que se ha contado a sí misma como centro moral del planeta y cumbre de una pirámide cuyas jerarquías diseñó Dios —quizá el mundo lo pensó otro Dios, lo ideó para los lobos y nos convirtió en sus mascotas amaestradas, alimentando a nuestros perros y dejando que nos saquen a pasear con una correa que solo creemos dirigir nosotros—. Nuestro mundo disciplinado es un mundo sin fricción, un mundo de carreteras seguras, cadenas productivas limpias y relatos claros de víctimas y culpables, de costes y beneficios. El lobo introduce fricción, ambigüedad y pérdida, obliga a aceptar que no todo daño es injusticia, que no todo conflicto tiene solución técnica ni toda pérdida tiene compensación, y eso choca frontalmente con el imaginario contemporáneo, que necesita creer que cualquier molestia es una mala gestión pendiente de corregirse.
Acude entonces la pulsión exterminadora como nostalgia política, por eso el deseo de eliminar al lobo no es solo económico o cultural, es político en un sentido profundo, es el anhelo de cerrar el mundo, de clausurarlo y de someterlo. Matar al lobo es afirmar que no hay exterior, no hay resto, no hay vida fuera del diseño humano civilizador pensado por hombres armados. No hay nada más allá del reino. En cierto sentido, la guerra contra el lobo es el regreso del reino, en tanto territorio sometido por la espada, y es la muerte de la república, en tanto tierra gobernada por la razón y el convenio. Es decir, la guerra contra el lobo es la guerra del presente que amenaza a la gente de bien con sus campos vallados y sus cunetas.
Es una fantasía de soberanía total que en el caso español se sazona y adjetiva por la memoria de los maquis, que habitaban la noche y el bosque, y se insubordinaban a un orden de soldados y curas. Es decir, rebeldes de un orden de armas y cuentos. Un orden premoderno; el mismo que opera en la cabeza del cazador. El lobo se alza como recordatorio intolerable de que hubo quien no se sometió y se dijo libre, refugiado en el bosque. Mucho de la caza de maquis hay hoy en la pasión por la batida contra los lobos. En última instancia, el lobo nos recuerda algo que preferiríamos olvidar, que la vida no está organizada para complacernos, que no todo lo que existe ha de tener sentido para nosotros y que la disciplina absoluta es una ficción autoritaria aplicada a un mundo que existía antes y que existirá después. Por eso el lobo no se redime ni siquiera siendo raro, nocturno e invisible, pues su función simbólica no es aparecer, sino persistir. La racionalización total del espacio solo es posible si se conserva un enemigo arcaico que justifique su violencia fundacional de mapas y usos. El enemigo del lobo es pues la nación. El lobo no es lo contrario del orden moderno sino su chivo expiatorio.
Nuestro mundo disciplinado es un mundo sin fricción, un mundo de carreteras seguras, cadenas productivas limpias y relatos claros de víctimas y culpables
Todo eso nos dicen la cultura y la ciencia sobre la gestión cinegética del lobo. Que quienes buscan su extermino buscan el regreso del reino y el adiós de la república, que persiguen la hegemonía del cazador sobre el ganadero, que ansían que los hombres vuelvan a ordenar un mundo de cristianos supersticiosos en el que las mujeres esperen en el aprisco la suerte de la caza del hombre. Todo eso, en fin, sabe o debería saber cualquier periodista que se disponga a explicar por qué gobiernos civilizados quieren cazar lobos y llamar a sus matanzas “extracciones” cuando no hay evidencia alguna de sobrepoblación.
La desgracia es que el periodismo ha confundido escuchar al afectado con suspender el juicio. El ganadero no miente necesariamente —aunque muy a menudo sí—, pero no siempre sabe por qué se produjo una baja en el ganado. El cazador no describe la realidad, defiende un orden simbólico en el que pretende recuperar su condición de depredador alfa. Equiparar eso a la ciencia no es empatía, es pereza epistémica. Cuando el periodismo pone en pie de igualdad décadas de investigación científica, siglos de bagaje cultural sobre el mito del lobo y datos contrastados sobre depredación real con el testimonio interesado de quien quiere una indemnización o con el discurso beligerante de un colectivo que se siente desafiado no está siendo neutral, está abdicando.
Hay una cobardía estructural cuando el periodismo local y regional teme aparecer como ajeno al territorio, como aliado de “los de fuera”, los científicos, los ecologistas o los técnicos, así que opta por una falsa cercanía, legitimando el discurso del paisano aunque sea erróneo, analfabeto o vil, reproduciendo el mito porque “es lo que se oye aquí”. Es una forma rural de populismo informativo, confundiendo proximidad con verdad y testimonios con rigor. Hay algo muy revelador en esa actitud, porque el lobo es el único depredador europeo que aún desafía simbólicamente al cazador. Eso convierte el conflicto en algo más que un dilema económico, es una empresa narcisista. El periodismo rara vez se atreve a nombrarla y prefiere hablar de “tradiciones”, “equilibrios” o “control poblacional”. No dice lo evidente: que hay una guerra declarada porque el lobo rompe la fantasía de dominio absoluto del varón armado. Y al callarse, el periodismo legitima esa guerra.
El silencio del periodismo ante las matanzas de lobos no es neutro ni menor, es un gesto político profundo
El periodista apegado al lugareño no combate el atavismo, lo administra; no desmonta la leyenda negra, la normaliza, y no señala el interés oculto, lo blanquea como “testimonio”. Es oscurantismo moderno, que no niega la luz sino que reduce su intensidad hasta que todo parezca igual de visible y penumbroso.
El silencio del periodismo ante las matanzas de lobos no es neutro ni menor, es un gesto político profundo, aunque se disfrace de prudencia. Al renunciar a confrontar el mito con el conocimiento, al equiparar la razón con el interés armado de legitimidad ancestral, el periodismo abdica de su función republicana y se convierte en notario del regreso del reino. Porque el reino, el feudo, no vuelve con coronas, sino con relatos sobre el territorio entendido como propiedad viril, defendida a tiros, regida por la fuerza y la costumbre, donde la palabra ilustrada estorba y la ciencia es sospechosa de extranjería. La república, en cambio, exige algo más incómodo, exige aceptar límites, negociar con lo real, reconocer que no todo daño es agravio ni toda pérdida una infamia reparable a balazos. Cuando el periodismo calla ante la eliminación del lobo —esa vida que no obedece, que no firma convenios, que no reconoce jerarquías humanas—, no solo consiente una violencia ecológica, consiente la derrota simbólica de la razón como principio organizador del mundo. Y allí donde la razón abdica, donde el periodismo templa gaitas, el reino avanza. No como excepción o paréntesis, sino como un orden que se siente a sí mismo eterno y que tiembla cuando escucha, de noche en lontananza, el aullido de un lobo.
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