Adiós a las Casas Baratas del Bon Pastor, el “orgullo” de los más humildes, convertidas ahora en museo
“Se cierra un ciclo”. Paquita Delgado cuenta lo que ha ocurrido este fin de semana, aunque rápido añade: “Ahora abrimos otro”. Queda aún mucho por hacer, asegura esta mujer luchadora, que siente “mucha ilusión y orgullo” por lo conseguido. Habla de las Casas Baratas del Bon Pastor, en Barcelona, el lugar en el que nació. “Porque teníamos a la comadrona que vivía en la calle de delante”. Fue en 1956. Lo que era su hogar, así como el de centenares de familias, venidas de todos los rincones de España, se ha convertido ahora en un museo. Para dignificar y rendir homenaje a las clases populares, a la lucha obrera y a las reivindicaciones vecinales, que pedían por un barrio que estaba faltado de todo cuando se edificaron estas viviendas, allá por 1929.
Tras casi un siglo de historia, el Ayuntamiento de Barcelona ha decidido abrir un espacio de cultura y memoria. De las 784 viviendas que se levantaron, unas pegadas a otras y puestas en línea recta, como si fuera un Tetris, el consistorio ha decidido conservar 16 de ellas. Algunas han sido adaptadas al estilo inicial, de principios de siglo XX, mientras que otras han conservado su estado actual, para ver la evolución arquitectónica que hicieron las distintas generaciones que habitaron en esas moradas, hechas a base de piedras de río, de yeso y de muchas capas de pintura que había que añadir cada dos por tres, por culpa de las molestas humedades, cuentan los vecinos.
“Mi abuelo era yesero, fue el que hizo los techos y uno de los primeros que tuvo opción a comprar una casa baja”, cuenta Paquita. Su abuela fue de las primeras de la calle en vivir allí, en unos terrenos que hasta entonces no pertenecían a Barcelona, sino Santa Coloma de Gramenet. “Mi madre vino cuando tenía dos años y aquí se criaron todos mis hijos”, añade. La casa era muy humilde. Tanto que no tenía ni un baño como Dios manda. “Era un váter, tipo comuna”, puntualiza. “Recuerdo bañarnos en verano en el lavadero y en invierno en la cocina, con un barreño grande”, rememora.
Quedan muy pocos ya de los que vivían en las Casas Baratas. Uno de los últimos es Cristóbal Baños, que se encuentra en pleno traslado. “Ya me han dado las llaves del piso, estoy haciendo la mudanza, pero ya llevo una semana durmiendo con mi mujer, pero no tenemos luz ni gas, porque aún no lo han puesto”, cuenta. Cuando haya terminado, la casa se cerrará para siempre y se echará a tierra. ¿Nostalgia? No mucha. El cambio no tiene color, dice. “El piso nuevo es una pasada, el balcón, que es una terraza, vale más que todo el piso, y mira que está bien, porque tiene tres habitaciones, con comedor y cocina abierta, pero es que el sol me entra por la mañana por un lado y por la tarde por el otro”, explica, ilusionado.
“Nos dieron las llaves el 28 de febrero, llevamos una semana y poco de mudanza y ahora estamos montando armarios”, apunta Sandra Teruel, que aún no se acostumbra al cambio. “Pasamos de una casa de 40 metros cuadrados a un piso de 80. Muchas cosas que tenemos se pueden usar, pero otras son muy pequeñas”, explica. Como Cristóbal, está maravillada con el traslado. “Es alucinante, ten en cuenta que en las casitas [en referencia a las Casas Baratas] no entra luz, en el comedor estás todo el rato con luz artificial y ahora llegamos al piso y no hace falta darle al interruptor… es impresionante, es un cambio brutal”.
“Salvaguardar la memoria histórica local es también una de las líneas de actuación”, cuenta el consistorio. El proceso ha sido largo y tedioso. El Ayuntamiento empezó a negociar en los 90 una solución con los vecinos. Las condiciones de habitabilidad eran precarias. “El Patronato Municipal de la Vivienda [actual Instituto Municipal de la Vivienda y Rehabilitación de Barcelona], llegó a un acuerdo con la Asociación de Vecinos. Se hizo un referéndum, que más o menos salió con 800 votos a favor y 200 en contra”, cuenta José López, aunque todo el mundo lo conoce como Pepín, que a pesar de no haber vivido en las Casas Baratas es vecino de la zona y amigo de muchos de los que sí que se han criado en ellas.
En 2003 se erigieron las nuevas construcciones, ya verticales, con bloques de pisos de protección oficial –con opción a compra, en unas condiciones muy favorables–, en los que fueron trasladados los vecinos. La cosa fue por fases: a medida que se realojaba a las familias se iban tirando a tierra las Casas Baratas y se construía un nuevo bloque, que servía para los siguientes. En total, cuatro fases ya terminadas, la primera en 2006, y una quinta por hacer aún, cuenta Delgado, que es la presidenta de la Asociación de Vecinos del Bon Pastor.
La vida en la calle: “Era la única distracción”
Vivir con el espacio justo y con muy poco limitaba las posibilidades. “No teníamos nada, mi casa hacía 38 metros”, cuenta Paquita. Es por eso que había que salir de las cuatro paredes. “Mi vida era la calle, era la única distracción, yo jugaba allí, recuerdo que cuando era pequeña no veía ni un coche, como mucho caballos, porque quien traía la leche venía en caballo”. “Había televisión, pero no todo el mundo tenía una, ni mucho menos. Si un vecino la tenía, íbamos todos a su casa o la sacaba a la calle, como si fuera el cine”, añade.
“Yo recuerdo aprender a ir en bici y a patinar en la calle, hemos jugado a fútbol... todo en la calle, era lo normal. Ahora sí que hay mucho coche, pero antes eran solo dos o tres y teníamos todo el espacio para jugar”, rememora Sandra. La llegada de vehículos al barrio, en la década de los 60, lo truncó todo. “Los coches y el transporte nos conectó mucho más con el resto de la ciudad, pero a los de las Casas Baratas nos fastidió”, asegura Paquita.
Se quedaron sin espacio de socialización. “Cuando la gente tuvo coche fue un rollo, porque si se juntaban dos vecinos y cada uno aparcaba a un lado no se podía pasar, porque no había espacio”, dice Pepín. “El Ayuntamiento limitó los días en que se podían dejar los coches a un lado y a otro, pero había gente que, por mala leche o porque se olvidaba, no hacía caso y te encontrabas la calle cortada y hubo muchas discusiones”, sigue. “Se formaban unos pitotes que tela”, resume Paquita.
Más allá del juego, la socialización también seguía la misma lógica. “Las puertas estaban abiertas, en las fiestas la gente se juntaba, uno sacaba el tocadiscos y bailaban, la ropa la tendían en la calle y nadie robaba nada”, recuerda Pepín. “Los vecinos de la calle hemos estado muy unidos”, dice Sandra.
Vivir tan pegados obligaba a la compañía, deseada e indeseada. Para lo bueno y para lo malo, los vecinos de las Casas Baratas compartieron sus vidas entre ellos… y sus necesidades. “En el barrio mucha gente compraba cosas robadas, pedían encargos y los traían al día siguiente”, cuenta Pepín. “La gente no tenía dinero y los ladrones se dieron cuenta”, explica.
“En mi escalera había uno que lo llamábamos el Chato, que empezó robando en el barrio, lo descubrieron, le dieron una paliza y no lo hizo más”, cuenta, sin tapujos. “Luego se fue a otros”, añade… el negocio apremiaba. “Por la noche salía con su maleta y decía que iba a trabajar, pero iba a robar”. “Incluso mi padre le pidió un tocadiscos y se lo trajo”, confiesa. “Otra vez mi madre se dejó las llaves en casa y el fuego encendido y el Chato vino con unas ganzúas y abrió la puerta”.
Todo se comentaba. “Saberse se sabía todo, decían: mira, el hijo de tal, que ha entrado en la cárcel, el otro que ha sacado muy buenas notas y ha ido a la universidad”, explica Pepín.
“Luchamos por tener semáforos y por cerrar una fábrica que nos intoxicaba”
Con 15 años Paquita se empezó a organizar. “Lo más básico fue la lucha por tener semáforos, que no había, por cerrar una fábrica que soltaba unos humos que nos intoxicaba a todos y para tener un ambulatorio”, enumera. El balance es positivo, dice: “Todo se ha conseguido, una cosa detrás de otra”.
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La presidenta de la Asociación de Vecinos del Bon Pastor ya sabe lo que es tener que pelear; viene de familia obrera. “En la guerra y posguerra se pasó bastante mal, a mi abuelo lo asesinaron justo antes de empezar la Guerra Civil y mi tío salió huyendo a Francia”. “Mi abuela nos contaba historias, en la cocina, por la noche, con mucho cuidado, porque vivían con mucho miedo y represión”, afirma.
De vuelta al presente, el corazón se le encoge a más de uno. “Es una contradicción, porque te da mucha pena [marcharse de la Casa Barata], porque mi familia ha vivido siempre aquí, desde mis bisabuelos hasta yo, desde 1929, pero por otra pare tengo una ilusión enorme, porque te vas a un piso que para mí es un pisazo”, cuenta Sandra.
Conservar las casitas, como a Sandra le gusta llamarlas, es sinónimo de alegría. “Han sido una parte importante del barrio, ha habido familias que vivían hasta 11 y 12 allí dentro y recordar cómo se vivía entonces… la verdad es que conservarlas es genial”. “Es un reconocimiento a todas las personas que hemos estado aquí, luchando. Bon Pastor ha cambiado mucho en 30 años. Y para bien”, concluye Paquita.