La justicia que me enseñaron

He manifestado reiteradamente mi compromiso con la justicia. Es mi profesión y, más aún, es mi vocación. Cuando hablo de justicia no me refiero a una abstracción solemne, sino a aquella que me enseñaron desde el primer día: la que es proporcional y equilibrada, la que analiza el caso concreto sin perder de vista que su finalidad última es la convivencia, la reinserción, la paz social. La justicia que no se deja intimidar por el poder, que no se usa como arma arrojadiza, que protege a los débiles frente a los fuertes. Esa justicia que, cuando funciona, es un pilar noble del Estado democrático, y cuando no lo hace, se convierte en una grieta peligrosa para todos.

Ese compromiso me ha llevado durante años a analizar sentencias, autos y actuaciones judiciales, y a rebatirlas cuando he creído que se apartaban de esos principios esenciales. No es una postura cómoda. De hecho, en España sigue siendo inconveniente cuestionar determinadas decisiones judiciales, como si la crítica fundada fuese un ataque al Estado de derecho en lugar de uno de sus mecanismos de control más saludables. Pero si queremos instituciones sólidas, necesitamos una ciudadanía que no tema señalar sus fallos.

En los últimos meses, esa incomodidad se ha vuelto casi un imperativo. La resolución contra el fiscal general del Estado es un ejemplo paradigmático. Primero, porque conocimos el fallo antes que la fundamentación jurídica, porque además se filtró en ámbitos privados (y remunerados) el sentido de la misma, una actuación ya de por sí impropia de un tribunal que representa la cúspide de la jurisdicción penal. Segundo, porque la causa nació bajo una instrucción polémica y duramente contestada desde distintos sectores, incluso conservadores. Y tercero, porque el propio fiscal general ha denunciado que no tuvo claro (desde fuera tampoco lo tuvimos) de qué se le acusaba durante buena parte del proceso. ¿Qué puede pensar un ciudadano de a pie si quien dirige la Fiscalía del Estado asegura haber sido juzgado con indefensión?

No defiendo a Ábalos, ni a Pujol, ni al fiscal general, ni al hermano de Sánchez, ni a Begoña Gómez. No los conozco a ninguno (...) Lo hago porque creo en la justicia que me enseñaron

No es un caso aislado. La instrucción del juez Peinado ha generado una preocupación institucional evidente. Las decisiones adoptadas, el ritmo del procedimiento y la lectura política más que evidente de sus autos dibujan un escenario en el que, más que la certeza jurídica, lo que parece imponerse es un relato. Y cuando los procesos penales se convierten en relato, la justicia deja de ser justicia para transformarse en un instrumento al servicio de la batalla política.

Miremos a Extremadura: la investigación sobre el hermano del presidente del Gobierno, con filtraciones milimétricas y una estrategia que parece más orientada a erosionar que a esclarecer, ha vuelto a poner sobre la mesa interrogantes sobre cómo se manejan ciertas causas cuando afectan a personas vinculadas al poder político. La justicia debe ser independiente, sí; pero también debe parecerlo. Y en demasiadas ocasiones la apariencia se nos está desmoronando entre las manos.

El caso Pujol es quizá el ejemplo más crudo de la justicia que llega tarde: trece años tarde. Trece años para iniciar un juicio que, cuando concluya, difícilmente podrá cumplir su función reparadora o rehabilitadora. ¿Qué confianza puede generar un sistema que tardó más de una década en sentar en el banquillo a quien durante años tuvo un enorme poder político y económico en Cataluña? Una justicia que se demora pierde eficacia, pero sobre todo pierde legitimidad.

Y ahora, el caso Ábalos. Con independencia de la figura política del exministro (que puede generar enorme rechazo), la petición fiscal de 24 años de prisión resulta sorprendente por su desproporción. Lo digo tras haber analizado otras tantas peticiones en procedimientos por corrupción en España. La gravedad de los hechos investigados no justifica una pena que, si se compara con otros casos de corrupción —muchos de ellos con estructuras de criminalidad amplias y con daños al interés público más cuantiosos—, se percibe como llamativamente elevada, casi como una excusa para consecuentemente acordar una prisión provisional que debe ser siempre la última opción.

Quisiera ser muy clara: no defiendo a Ábalos, ni a Pujol, ni al fiscal general, ni al hermano de Sánchez, ni a Begoña Gómez. No los conozco a ninguno. No escribo por simpatía personal, ni tampoco por conciencia ideológica, aunque por supuesto la tenga. Y desde luego no por afinidad con personajes que, en algunos casos, me producen más sombras que luces.

Lo hago por la fe en la justicia. Porque creo en la justicia que me enseñaron: prudente, proporcionada, independiente, entregada a la ley y no al ruido político. Lo hago porque creo que el Estado de derecho se sostiene en la separación de poderes, no en el uso simbólico de los procesos judiciales para enviar mensajes políticos. Y lo hago porque me preocupa profundamente ver cómo determinadas resoluciones parecen pensadas para subvertir, o como mínimo condicionar, decisiones adoptadas por la soberanía popular.

En democracia, cada poder tiene su función. El Legislativo aprueba leyes, el Ejecutivo gobierna, la judicatura juzga y hace ejecutar lo juzgado. Cuando uno de esos poderes decide extenderse más allá de sus límites, cuando confunde su competencia con su influencia, el sistema entero se resiente. Y cuando ese poder es el judicial, su exceso tiene un efecto especialmente corrosivo: mina la confianza ciudadana.

Esa confianza es hoy, en buena parte, lo que está en juego. Podemos disentir políticamente, podemos criticar gobiernos y oposiciones, podemos debatir modelos fiscales o políticas sociales. Pero no podemos permitirnos una justicia que parezca orientada a intervenir en la arena política. Es incompatible con un Estado democrático.

La justicia que me enseñaron no era infalible, pero sí honesta, serena, proporcionada y respetuosa con los límites constitucionales. Esa justicia es la que quiero defender. La que llevan a cabo decenas de profesionales por todo el país. No por ellos, insisto. No por los nombres propios. Sino por lo que todos nos jugamos: la credibilidad democrática de España y la vigencia real del Estado de derecho.

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María José Landaburu es doctora en Derecho y experta en Derecho laboral y autoempleo.

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