Librepensadores
¡Alto a la Guardia Civil!
La carretera de La Bordeta no era ya una carretera, era una calle en forma de espina clavada en el costado de la Plaza de España, que se había convertido en frontera entre el popular barrio de Sants y los aledaños a Montjuic caminando paralela cual hermana pequeña a lo que hoy es La Gran Via de las Corts Catalanas. Allí, en el inicio de la calle, en un tercero sin ascensor, con letrina en el balcón desde donde se podía oír despeñarse las deposiciones familiares y de un edificio que era viejo ya en los años veinte, José, un campesino lucense con treinta generaciones de aborígenes gallegos a sus espaldas descargó a finales de 1930 su hambre, su desesperación, su mujer y sus cuatro hijos varones.
Los ocho primeros años en su nueva ciudad, donde en su edificio ya vivían más habitantes que en la vieja aldea, fueron de buena suerte para toda la familia. José, el padre, logró ascender de conducir un carro con yunta de vacas a manejar un viejo tranvía con trolebús, que surcaba las procelosas avenidas del Paralelo y las Atarazanas. Los dos hijos mayores buscaron y encontraron empleos dignos. Alberto, el tercero, en su condición de adolescente y garbanzo negro oficial de la familia, “andorreaba” por las calles antes y después de la escuela sin que se supiera qué trastadas hacía. Y el pequeño, Pepito, un niño delicado, sensible, enmadrado, solo se dejaba querer por todos en la certeza de que era “el rey de la casa”.
Y llegó la guerra y lo rompió todo. Lo que le pasó a esa familia en esa época, daría para escribir aquí, la Enciclopedia Británica con anexos, pero vamos al verano de 1941. Pepe era ahora “el rey” de los aledaños de Montjuic que morían en la Gran Via de las Corts Catalanas y que en los cuarenta eran una maraña de jardines que rodeaban las Fonts de Buigas y El Pueblo Español con un par de calles de por medio, y en los intrincados recovecos de aquellos jardines, docenas de hambrientos ciudadanos catalanes, montaban de cuando en cuando sus tenderetes al estilo de los actuales manteros africanos para “colocar” sus escasos y esporádicos productos del estraperlo y así intentar sobrevivir a la hambruna de la post guerra que en Barcelona se vivía además con saña por haber sido rebelde hasta el último momento.
Entre todos aquellos tenderetes de sabana sucia estirada en el suelo, con cosas dispares expuestas y listas para su venta o su permuta por otra cosa comestible, destaca el de Pepe Pepito, un apuesto muchachito de apenas diecisiete años, todo piernas, de ojos claros, mirada transparente y la sonrisa más hechicera que se conocía al sur de la carretera de Sants , que igual hablaba un catalán con acento de Lugo que un gallego con acento catalán. Pepe en realidad no era “el estraperlista” de la familia, era el simpático dependiente o vendedor vocacional de las mercancías que con mucho esfuerzo y temeridad afanaba por lo civil o lo criminal su hermano, el garbanzo negro Alberto, que se había convertido en capo de un pequeño cartel de media docena de veinteañeros que hacían lo que hiciera falta para dar de comer caliente a sus familias, al menos de vez en cuando.
Alberto y su cuadrilla transitaban todas sus noches por los huertos del Maresme o el Baix Llobregat, hurtando casi cualquier cosa que fuera comestible o transformable en alimentos. Las andanzas de Alberto también dan para otra obre en fascículos encuadernados, pero vamos a una tarde de verano del 1941. ¡Alto a la guardia civil! Era el grito cotidiano en los días de mercadillo estraperlista, al que seguía la consiguiente desbandada, de todos excepto de los que pagaban buenos dineros a los beneméritos por hacerles la vista gordísima, los demás tenían que escabullirse y huir a pesar de que los señores guardias ya se conocían a todos los que por allí trashumaban. De los que mejor huía era Pepe, con sus zancadas de gacela y su depurada técnica para el salto de tapias era presa inalcanzable para los celosos guardianes del orden y la ley hasta el grado qué empezaron a “tenerle ganas” y considerarlo como candidato ideal de escarmiento.
Se tiene que aclarar qué la mayoría de los números de la Guardia Civil de aquellos años eran personas importadas a la gran metrópoli de aldeas aún más pequeñas y perdidas que la de la familia de Pepe, con acentos variopintos del sur, norte, este y oeste y muy pocos tenían alguna luz más que la justa para garabatear su firma y leer los titulares del Alcazar, con esfuerzo. A Pepe nunca lo cazaron con las manos en la masa, pero una vez a Pepe le dieron el ¡alto! Un atardecer de domingo en el que paseaba tranquila y descuidamente cogido de la mano de su mejor amigo, regresando del jardín de La Foixarda, donde, afectivamente habían estado haciéndose arrumacos de enamorados, cosa que en aquellos años tanto para unos como para otros era intolerable, incomprensible y delito.
A la primera pareja de guardia civiles que les dio el alto se les unió otra, según luego contó el moribundo amigo de Pepe en su agonía, y entre los cuatro valientes defensores de la ley durante más de dos horas estuvieron insultando, vejando, metiendo palos en los orificios y golpeando con saña descontrolada a aquellos dos chavales “desviados” de diecisiete y dieciocho años, qué jamás en su vida le habían levantado siquiera la voz a otra persona. Cuando se cansaron, los gallardos guardias se fueron, y algún despistado transeúnte horas después consiguió que alguien recogiera a aquellos críos y los llevara al Hospital Clinic. Cuando a las diez de la noche de ese domingo la familia estaba ya desesperada porque, “el niño” no había regresado a casa aún, cosa que era tan infrecuente como que comieran chuletón de vaca, todos salieron a buscar, y fue el hijo “malo” el que moviendo su red de información clandestina supo de un altercado en Monjuic y de que los implicados estaban en el Clinic.
Cuando con el corazón agarrotado y rezando al Dios en que nunca creyó, Alberto llegó al Hospital, encontró a Marçel “el amigo” encamado, con un hilo de vida, y semi inconsciente, pero por mucha violencia y desesperación con las que preguntó por Pepe su adorado hermanito pequeño, soltando empujones y alguna que otra amenaza de muerte, nadie le supo dar razón, hasta que una piadosa enfermera le sugirió bajar a preguntar al sótano, en el Tanatorio. Pepe había ingresado cadáver en el Hospital aquella tarde noche de domingo, con tantos politraumatismos que nadie con bata blanca y título médico podía discernir si había caído de un rascacielos de 40 pisos rebotando en cada uno de ellos, o le había atropellado una locomotora de tren y los veinte vagones siguientes.
El único testigo de la historia, Marçel, murió dos días después porque no pudo reponerse de las hemorragias internas sufridas por los golpes y los desgarros internos. Solo los padres de Marçel y Alberto, el hermano “estraperlista” de Pepe, el garbanzo negro que se pasó luego toda la vida acusándose de ser culpable de la muerte y renegándole a Dios por qué no lo había permutado a él por su inocente hermano, fueron confidentes y testigos de la historia contada por el moribundo.
Pepe y Marçel, los dos muchachos enamorados asesinados en la flor de la vida fueron enterrados mirando al mar, en la ladera acantilada del cementerio de su Montjuic. Sus familias se tragaron el odio y la desesperación y continuaron con su vida amargados para siempre. De los cuatro guardia civiles, nunca se supo quienes fueron, ni si callaron o alardearon de su proeza, y con toda certeza cada uno de ellos vivió y murió feliz y satisfecho con su vida, muy posiblemente sin ni siquiera recordar, aquella tarde noche de domingo en la que dieron un buen “escarmiento” a dos chavales mariquitas que reían felices cogidos de la mano.
Hoy en 2021 cuando todos aquellos personajes de la historia ya no están, ni existen en la memoria de casi nadie y el mundo ya es otra cosa diferente, yo que escuché aquella historia muchas veces de la boca de mi padre mientras le veía llorar desconsoladamente a pesar de los años y las veces repetidas, culpándose siempre de ser él, Alberto “el estraperlista”, el culpable. Cada vez que veo a un señor guardia civil procuro cambiar de camino, bajar la vista, y maldecir en el nombre de los míos.
José López es socio de infoLibre